En BOLETÍN SEMANAL
Una vida agradable a Dios: ​La elección final es entre agradarse a uno mismo y agradar a Dios, y ahí es donde entra la sutileza del problema. En último término, la única razón que tenemos para agradar a los que nos rodean es que queremos agradarnos a nosotros mismos. Nuestro deseo verdadero no es realmente agradar a los demás; deseamos agradarles porque sabemos que si lo hacemos, tendrán mejor opinión de nosotros.

Nuestra exposición de este Sermón del Monte comenzó con un análisis y división del contenido del mismo. Vimos que en este capítulo 6 del Evangelio según Mateo comienza una parte nueva. La primera sección (vss. 3-12) contiene las Bienaventuranzas, una descripción de cómo es el cristiano. En la sección siguiente (vss. 13-16), encontramos a este hombre cristiano, que ha sido descrito como tal, reaccionando frente al mundo y el mundo reaccionando frente a él. La tercera (vss. 17-48) trata de la relación del cristiano con la ley de Dios. Presenta una exposición positiva de la ley y la contrasta con la enseñanza falsa de los fariseos y escribas. Concluye con la gran exhortación del versículo final: «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto».

Llegamos ahora a una sección completamente nueva, que abarca todo este capítulo sexto. Estamos frente a lo que podríamos llamar la descripción del cristiano que vive su vida en este mundo en la presencia de Dios, en sumisión activa a Dios, y en dependencia total de Él. Lean este capítulo sexto y encontrarán que se repite muchas veces la alusión a Dios Padre. Hemos venido examinando al cristiano, al que se le han explicado algunas de sus características, al que se le ha dicho cómo tiene que comportarse en la sociedad, y a quien se le ha recordado lo que Dios espera y exige de él. Ahora estamos frente a una descripción de este cristiano que se pone a vivir esa vida en el mundo. Y lo importante —subrayado a cada momento —, es que lo hace todo en la presencia de Dios. Esto es algo que se le debería recordar constantemente. O, para decirlo con otras palabras, esta sección presenta una descripción de los hijos en relación con su Padre mientras están en ese peregrinar que se llama ‘la vida’.

El capítulo pasa revista a nuestra vida como un todo, y la considera bajo dos aspectos principales. Esto es magnífico, porque en último término la vida del cristiano en este mundo tiene dos aspectos, y a ambos se les presta atención aquí. Del primero se ocupan los versículos 1 al 18; del segundo se habla desde el versículo 19 hasta el final del capítulo. El primero es lo que podríamos llamar nuestra vida religiosa, el cultivo y nutrición del alma, nuestra piedad, nuestro culto, todo el aspecto religioso de nuestra vida, y todo lo que se refiere a nuestra relación directa con Dios. Pero claro está que éste no es el único elemento de la vida del cristiano en el mundo. Por medio de él se le recuerda que no es de este mundo, que es hijo de Dios y ciudadano de un reino que no se puede ver. No es sino un peregrino, un viajero por el mundo. No pertenece a este mundo como los demás; se encuentra en esta relación única con Dios. Anda con El. Sin embargo está en este mundo, y aunque ya no pertenece a él, este mundo sigue sirviéndole de mucho; en no pocos aspectos está sujeto al mismo. Y, después de todo, tiene que pasar por él. Por ello, el segundo aspecto es el del cristiano en su relación con la vida en general, no tanto como ser puramente religioso, sino como hombre que está sujeto a los ‘azares de al vida’, como hombre a quien le preocupa el comer y el beber, el vestir y la vivienda, que quizá tenga familia e hijos que educar, y que por tanto está sujeto a lo que la Biblia llama ‘los afanes de este mundo’.

Estas son las dos grandes partes del capítulo, la parte directamente religiosa de la vida cristiana, y la parte mundana. De ambos aspectos se ocupa nuestro Señor con mucho detalle. En otras palabras, es vital que el cristiano tenga ideas muy claras acerca de ambos aspectos, y por ello necesita que se le instruya sobre los dos. No hay mayor falacia que imaginar que en el momento en que el hombre se convierte y se vuelve cristiano, todos sus problemas quedan resueltos y todas sus dificultades desaparecen. La vida cristiana está llena de dificultades, llena de trampas e insidias. Por esto necesitamos la Biblia. De no haber sido por eso, hubiera resultado innecesaria. Estas instrucciones detalladas que nuestro Señor da y que también se encuentran en las Cartas, serían innecesarias de no ser por el hecho de que la vida del cristiano en este mundo es una vida llena de problemas, como John Bunyan y otros han tenido mucho cuidado en hacer resaltar en obras cristianas clásicas. Hay peligros latentes en nuestra misma práctica de la vida cristiana, y también en nuestras relaciones con otras personas en este mundo. Al examinar su propia experiencia y, todavía más, al leer las biografías de los siervos de Dios, descubrirán que muchos han pasado por dificultades, y muchos se han encontrado por un tiempo llenos de amargura, y han perdido su experiencia de gozo y felicidad de la vida cristiana, porque se han olvidado de alguno de los dos aspectos. Como veremos, hay personas que están equivocadas en su vida religiosa, y hay otras que parecen andar bien en este sentido, pero que, debido a tentaciones muy sutiles en el aspecto más práctico, tienden a andar mal. Por ello, tenemos que examinar ambos aspectos. Aquí, en la enseñanza de nuestro Señor, se examinan hasta en sus detalles más mínimos.

Conviene advertir desde el comienzo mismo que este capítulo VI es muy penetrante; de hecho, podríamos incluso decir que muy doloroso. A veces me parece que es uno de los capítulos más incómodos de toda la Biblia. Hurga y examina y nos pone un espejo frente a los ojos, y no nos permite escabullimos. No hay otro capítulo que sirva mejor que éste para estimular la humillación propia y la humildad. Pero demos gracias a Dios por ello. El cristiano debería estar siempre deseoso de conocerse a sí mismo. Nadie que no sea cristiano desea verdaderamente conocerse. El hombre natural cree que se conoce, y con ello pone de manifiesto su problema básico. Elude el examinarse a sí mismo porque conocerse a sí mismo es, en último término, el conocimiento más penoso que el hombre pueda adquirir. Y aquí estamos ante un capítulo que nos sitúa frente a frente de nosotros mismos, y nos permite vernos exactamente como somos. Pero repito, gracias a Dios por ello, porque sólo el hombre que se ha visto verdaderamente a sí mismo tal como es, tiene probabilidad de acudir a Cristo, y de buscar la plenitud del Espíritu de Dios, que es el único que puede consumir los vestigios del yo y todo lo que tiende a echar a perder su vivir cristiano.

Al igual que en el capítulo anterior, en éste se enseña, en cierto sentido, por contraste con la enseñanza de los fariseos. Recuérdese que había una especie de introducción general a esto cuando nuestro Señor dijo: «Os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos». Al comentar este pasaje, examinamos y contrastamos la enseñanza de los escribas y fariseos con la enseñanza que debería dirigir la vida del cristiano. Ahora no se enfatiza tanto la enseñanza, sino la vida práctica, incluyendo la piedad, y toda nuestra conducta religiosa. En esta primera parte vemos que el versículo 1 es la introducción al mensaje de los versículos 2 al 18. Sorprende de verdad caer en la cuenta del orden perfecto de este Sermón. Los que tienen aficiones musicales, y se interesan por el análisis de las sinfonías, verán que aquí hay algo todavía más maravilloso. Se propone el tema, luego viene el análisis, después del cual se vuelven a mencionar los temas y secciones particulares —los varios ‘leitmotifs’, como se les llama— hasta que por fin se resume y sintetiza todo en una afirmación final. Nuestro Señor emplea aquí un método semejante. En el primer versículo propone el principio general que gobierna la vida religiosa del cristiano. Una vez hecho eso, pasa a darnos tres ilustraciones de ese principio, en el campo de la limosna, la oración y el ayuno. A esto se reduce en último término toda la vida y práctica religiosa de uno. Si analizamos la vida religiosa del hombre encontramos que se puede dividir en estas tres secciones, y sólo en estas tres secciones: la forma en que doy limosna, la naturaleza de mi vida de oración y contacto con Dios, y la forma en que mortifico la carne. Se debe señalar de nuevo, sin embargo, que estas tres no son sino ilustraciones. Nuestro Señor ilustra lo que ha afirmado como principio general, en la misma forma en que lo hizo en su exposición de la ley en el capítulo 5.

El principio fundamental se propone en el versículo primero. «¡Guardaos de hacer vuestra justicia (o, si se prefiere, vuestra piedad) delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos!’ La palabra ‘justicia’ dirige los tres aspectos de la vida justa. Primero examinamos la piedad misma, luego pasamos a considerar las distintas manifestaciones de la piedad. El principio general de éste: «¡Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos!’ Examinemos esto en una serie de principios subsidiarios.

El primero de ellos es éste — la índole delicada de la vida cristiana. La vida cristiana es siempre un asunto de equilibrio y serenidad. Es una vida que da la impresión de ser contradictoria, porque parece ocuparse al mismo tiempo de dos cosas que se excluyen mutuamente. Leemos el Sermón del Monte y nos encontramos con esto: «Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.» Luego leemos: «Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos por ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos.» El que lee esto dice, «Bien, ¿qué he de hacer? Si he de hacerlo todo en secreto, si no he de ser visto de los hombres, si he de orar en mi aposento con la puerta cerrada, si he de lavarme y ungirme el rostro para que nadie se dé cuenta de que estoy ayunando, ¿cómo sabrán los hombres que estoy haciendo estas cosas? ¿Cómo podrán ver la luz que resplandece en mí?»

Estamos, claro está, sólo ante una contradicción superficial. Advirtamos la forma de la primera afirmación: «Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» En otras palabras, no hay contradicción, sino que se nos invita a hacer ambas cosas al mismo tiempo. El cristiano ha de vivir de tal forma que cuando los hombres lo miren y vean la clase de vida que lleva, glorifiquen a Dios. Al mismo tiempo debe recordar siempre que no está haciendo estas cosas para atraer la atención sobre sí mismo. No debe desear que los hombres lo miren, nunca ha de ser auto consciente. Claro está que este equilibrio es sutil y delicado; a menudo nos inclinamos hacia un extremo o hacia el otro. Los cristianos tienden ya hacia la gran ostentación, ya hacia convertirse en monjes y ermitaños. AI examinar la larga historia de la iglesia cristiana a través de los siglos, se ve de inmediato la presencia de este gran conflicto. Los cristianos, o bien se han mostrado ostentosos, o bien han tenido tanto temor del yo y de la auto-glorificación que se han apartado del mundo. Pero el pasaje nos invita a evitar ambos extremos. Es una vida delicada, es una vida sensible; pero si la enfocamos en una forma adecuada y bajo la dirección del Espíritu Santo, se puede mantener el equilibrio. Claro que si tomamos sólo estas cosas como reglas que hemos de poner en práctica, algo andará mal, ya hacia un lado, ya hacia otro. Pero si comprendemos que lo que importa es el gran principio, el espíritu de la acción, entonces no caeremos en el error; ni hacia la derecha, ni hacia la izquierda. Nunca olvidemos que el cristiano ha de atraer la atención hacia sí mismo, y sin embargo a la vez no ha de atraer la atención sobre sí mismo. Esto se verá con más claridad a lo largo de la exposición.

El segundo principio subsidiario es que en última instancia la elección es siempre entre agradarse a sí mismo o agradar a Dios. Esto puede sonar como muy elemental, pero parece necesario subrayarlo por la razón siguiente. «Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos por ellos.» «Claro, entonces —quizá pensemos— la elección es entre agradar a los hombres y agradar a Dios.» Yo sugiero que no es ésta la elección: la elección final es entre agradarse a uno mismo y agradar a Dios, y ahí es donde entra la sutileza del problema. En último término, la única razón que tenemos para agradar a los que nos rodean es que queremos agradarnos a nosotros mismos. Nuestro deseo verdadero no es realmente agradar a los demás; deseamos agradarles porque sabemos que si lo hacemos, tendrán mejor opinión de nosotros. En otras palabras, nos agradamos a nosotros mismos y lo único que nos preocupa es la complacencia propia. Ahí se ve el carácter insidioso del pecado. Lo que parece ser desinteresado quizá no sea sino una forma muy sutil de egoísmo. Según nuestro Señor, se resume en esto: el hombre por naturaleza desea la alabanza de los demás más que la alabanza de Dios. Al desear la alabanza de los hombres, lo que realmente le preocupa es la opinión buena de sí mismo. En último análisis siempre se reduce a esto, o nos agradamos a nosotros mismos o agradamos a Dios. Es un pensamiento muy solemne, pero cuando comenzamos a examinarnos a nosotros mismos y vemos los motivos de nuestra conducta, es fácil estar de acuerdo en que todo se reduce a esto.

Esto nos conduce al siguiente principio subsidiario que quizá sea el fundamental. Lo más importante para todos nosotros en esta vida es caer en la cuenta de nuestra relación con Dios. Casi siente uno el deseo de pedir perdón por hacer tal afirmación y, sin embargo, sugiero que la causa mayor de todos nuestros fracasos es que olvidamos constantemente nuestra relación con Dios. Nuestro Señor lo dice de la siguiente forma. Deberíamos darnos cuenta de que el objeto supremo de la vida habría de ser agradar a Dios, agradarle sólo a Él, agradarle siempre y en todo. Si este es nuestro objetivo, no podemos equivocarnos. Ahí se ve, desde luego, la característica más notoria de la vida de nuestro Señor Jesucristo. ¿Hay algo en su vida que se destaque más claramente que esto? Vivió totalmente para Dios. Incluso dijo que las palabras que pronunciaba no eran suyas y que las obras que hacía eran las obras que el Padre le había encargado que hiciera. Toda su vida se dedicó a glorificar a Dios. Nunca pensó en sí mismo; nada hizo para sí mismo; no se impuso a sí mismo. Lo que se nos dice de él es esto, «La caña cascada no quebrará, y el pabilo que humea no apagará». No levantó la voz. En cierto sentido parece como si hubiera tratado de no ser visto, de esconderse. Se nos dice de él que no pudo ocultarse, pero pareció estar siempre tratando de hacerlo. Hubo una ausencia total de ostentación. Vivió por completo, siempre y sólo para la gloria de Dios. Lo dijo constantemente de diversas formas: «No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» Y en forma negativa lo dijo así: «¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único?» De hecho lo que dice es lo siguiente: «En esto consiste vuestro problema. Estáis demasiado preocupados por el hombre. Si pusierais los ojos sólo en la gloria y honor de Dios, entonces todo iría bien.»

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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