En BOLETÍN SEMANAL
Tu reino, tu voluntad: ​Nuestro deseo más íntimo e intenso debería ser el anhelo por la gloria y el honor de Dios. Aun antes de comenzar a pedir por las almas, antes de comenzar a pedir por la extensión y difusión del reino de Dios, debería existir el deseo supremo de la manifestación de Su gloria y de que todo se humille ante Su presencia.

​Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal; porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén. (Mateo 6:9-13)

La segunda petición es ‘Venga tu reino’. Se percibe que hay un orden lógico en estas peticiones. Se siguen la una a la otra con una especie de necesidad inevitable, divina. Comenzamos pidiendo que el Nombre de Dios sea santificado entre los hombres. Pero en el momento en que decimos esta oración, se nos recuerda el hecho que su Nombre no es santificado así. De inmediato surge la pregunta, ¿Por qué no se inclinan todos los hombres ante el Sagrado Nombre? ¿Por qué no se preocupan todos los hombres por humillarse ahora en la presencia de Dios, en adorarlo y en utilizar todos los momentos para dar a conocer su Nombre? ¿Por qué no? La respuesta es, desde luego, que se debe al pecado, a que hay otro reino, el reino de Satanás, el reino de las tinieblas. Y con esto se nos recuerda de inmediato la esencia misma de los problemas humanos y de la condición humana. Nuestro deseo como pueblo cristiano es que el Nombre de Dios sea glorificado. Pero en cuanto comenzamos con esto, caemos en la cuenta de que existe esta oposición, y se nos recuerda toda la enseñanza bíblica acerca del mal. Hay alguien que es ‘el dios de este mundo’; hay un reino de oscuridad, un reino del mal, que está opuesto a Dios, a su gloria y honor. Pero Dios se ha complacido benignamente en revelar desde los comienzos mismos de la historia que Él establecerá su reino en este mundo temporal; que si bien Satanás ha entrado en este mundo y lo ha conquistado de momento, poniendo a todo el género humano bajo su dominio, Dios volverá a prevalecer y convertir a este mundo y todos sus reinos en su reino glorioso. En otras palabras, a lo largo del Antiguo Testamento se encuentran las promesas y las profecías referentes al advenimiento del reino de Dios o del reino de los cielos. Y, desde luego, este punto específico y crucial de la historia del mundo estaba muy presente en la mente de todos cuando nuestro Señor mismo estaba en la tierra. Juan el Bautista había predicado su mensaje: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”. Invitaba a la gente a que se preparara. Y cuando nuestro Señor comenzó a predicar, dijo exactamente lo mismo: “Arrepentíos: porque el reino de los cielos se ha acercado”. Esta petición obviamente tiene presente esta idea al enseñar a sus discípulos que oren de un modo específico. En ese momento histórico inmediato, enseñaba a sus discípulos a orar para que el reino de Dios llegara pronto, pero la oración es igualmente adecuada para nosotros como pueblo cristiano de todas las edades hasta que llegue el fin.

Podemos resumir la enseñanza referente al reino. El reino de Dios significa el reinado de Dios; significa la ley y el gobierno de Dios. Si lo vemos así comprenderemos que el reino puede considerarse de tres formas. En un sentido, el reino ya ha llegado. Llegó cuando el Señor Jesucristo estuvo aquí. Él dijo: “Si por el dedo de Dios echo yo fuera a los demonios, ciertamente el reino de Dios ha llegado a vosotros”; en otras palabras: “el reino de Dios ya está aquí; ejerzo este poder, esta soberanía, esta majestad, este dominio; significa que éste es el reino de Dios”. En cierto sentido pues, el reino de Dios había llegado ya. El reino de Dios también está aquí en este momento en los corazones y vidas de todos los que se someten a Él, de todos los que creen en Él. El reino de Dios está presente en la Iglesia, en el corazón de todos los que son verdaderos cristianos. Cristo reina en ellos. Pero todavía ha de llegar el día en que su reino quede establecido en la tierra. Aun ha de llegar el día en que ‘Doquier alumbre el astro sol / Ha de reinar el rey Jesús.’

Ese día se está acercando. Todo el mensaje de la Biblia lo anuncia. Cristo descendió de los cielos para fundar, establecer y crear ese reino. Todavía sigue ocupado en esta obra y lo estará hasta el fin, cuando quede concluida. Entonces, según Pablo, lo entregará de nuevo a Dios Padre, a fin de que “Dios sea todo en todos”.

Nuestra petición, pues, equivale a esto. Deberíamos tener un anhelo y deseo grandes de que el reino de Dios y de Cristo entre en los corazones de los hombres. Debería ser nuestro deseo que este reino sea una realidad en nuestro propio corazón; porque en la medida en que le adoremos, le entreguemos nuestra vida, y nos dejemos guiar por Él, su reino vendrá a nuestro corazón. También deberíamos estar deseosos de ver que este reino se extiende en la vida y corazón de otros hombres y mujeres. Por esto cuando oramos, ‘Venga tu reino’, pedimos el éxito del evangelio, su predominio y poder; pedimos la conversión de hombres y mujeres; pedimos que el reino de Dios llegue hoy a América, Europa, Australia, a todas partes. ‘Venga tu reino’ es una oración misionera que lo abarca todo.

Pero vayamos aún más lejos. Es una oración que indica que estamos “Esperando y apresurándonos para la venida del Día de Dios” (2ª Pedro 3:12). Quiere decir que deberíamos esperar con anhelo el día en que el pecado, el mal, la injusticia y todo lo que se opone a Dios sea definitivamente erradicado. Significa que deberíamos desear de todo corazón que llegue el momento del retorno del Señor, y el día en que todos sus enemigos serán arrojados en el lago de fuego, y los reinos de este mundo se conviertan en reinos de nuestro Dios y de su Cristo.

‘Venga tu reino, oh Dios; TU gobierno comience, oh Cristo; que Tu cetro de hierro quebrante la esclavitud del pecado’. Ésta es la petición. Por cierto que su significado se expresa perfectamente al final del Apocalipsis: “Ven Señor Jesús”, “El Espíritu y la esposa dicen: Ven”. Nuestro Señor está subrayando aquí que antes de que empecemos a pensar en nuestras necesidades y deseos personales, deberíamos tener dentro de nosotros este deseo ardiente de la venida de su reino, y anhelar que el Nombre de Dios sea glorificado y engrandecido sobre todas las cosas.

La tercera petición, ‘Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra’ no necesita explicación. Es una especie de consecuencia y conclusión lógica de la segunda, al igual que ésta era conclusión lógica de la primera. El resultado de la venida del reino de Dios entre los hombres será que la voluntad de Dios se hará entre los hombres. En los cielos la voluntad de Dios siempre se cumple perfectamente. En la Biblia sólo tenemos algunas metáforas tenues acerca de ello, pero son suficientes para saber que lo que es característico del cielo es que todos y todo giran alrededor de Dios y están deseosos de glorificar engrandecer su nombre. Los ángeles, por así decirlo, están siempre prestos a volar en cuanto Él lo diga. El deseo supremo de todos, en el cielo, es hacer la voluntad de Dios, y con ello alabarlo y adorarlo. Y debería ser el deseo de todo cristiano genuino, dice nuestro Señor en este pasaje, que todo en la tierra fuera así. También aquí estamos mirando hacia la venida del reino, porque esta petición nunca se cumplirá ni será concebida hasta que el reino de Dios se establezca en la tierra, entre los hombres. Entonces la voluntad de Dios será hecha en la tierra como lo es en el cielo. Habrá “cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia”. Los cielos y la tierra serán una sola cosa, el mundo se transformará, el mal quedará excluido y la gloria de Dios brillará sobre todas las cosas.

Con estas palabras se nos enseña cómo empezar a orar. Éstas son las peticiones con las que siempre se debe comenzar. Podemos sintetizarlas de nuevo. Nuestro deseo más íntimo e intenso debería ser el anhelo por la gloria y honor de Dios. Aun a riesgo de que se me entienda mal, diría que nuestro deseo de esto debería ser mayor que nuestro anhelo por la salvación de las almas. Aun antes de comenzar a pedir por las almas, antes de comenzar a pedir por la extensión y difusión del reino de Dios, debería existir el deseo supremo de la manifestación de Su gloria y de que todo se humille en Su presencia. Podemos decirlo así: ¿Qué preocupa y angustia nuestra mente? ¿Es la manifestación del pecado que vemos en el mundo, o es el hecho de que los hombres no adoren y glorifiquen a Dios como deberían? Nuestro Señor lo sintió tanto que lo dijo así en Juan 17:25: “Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido, y estos (refiriéndose a los discípulos) han conocido que tú me enviaste”. “Padre justo”, dijo pues, “esta es la tragedia, esto es lo que me tiene perplejo, y me entristece, que el mundo no te ha conocido. Piensa en ti como en un tirano, piensa en ti como en un legislador duro, piensa en ti como en alguien que es enemigo del mundo y que trata siempre de abusar de él. Padre santo, el mundo no te ha conocido. Si te hubiera conocido, no tendría tales ideas sobre ti”. Y éste debería ser nuestro deseo y anhelo ardientes. Deberíamos conocer a Dios de tal forma que nuestro único deseo y anhelo fuera que todo el mundo llegara a conocerlo también.

¡Qué oración tan sabia es ésta! ¡Qué necios son los que dicen que esta oración no es propia del cristiano, que sólo era para los discípulos de entonces y para los judíos de una época venidera! ¿No nos hace sentir, en cierto sentido, que nunca hemos orado bien? Esto es oración, ‘Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre’. ¿Hemos llegado ya a ello, me pregunto? ¿Hemos en realidad orado así, con esta petición, ‘santificado sea tu nombre’? Si así lo hacemos, lo demás seguirá. ‘Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra’. No necesitamos decirle, “Señor, enséñanos a orar”. Ya lo ha hecho. No tenemos más que poner en práctica los principios que nos ha enseñado tan claramente en esta oración modelo.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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