En BOLETÍN SEMANAL
  Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida.  (Rom. 5:18). La ofensa del primer Adán trajo la maldición de la ley quebrantada sobre toda la raza humana; pero la reparación del último Adán obtuvo la bendición de la ley cumplida sobre todos aquellos que Él representó. Juicio para condenación es un término legal que significa muerte eterna, la paga del pecado; pero el "don [o dádiva] gratuito" afirma que una justificación por gracia es dada a todos sus destinatarios, siendo "la justificación de vida" la consecuencia del don.  La sentencia de justificación adjudica y da derecho a su destinatario a la vida eterna.

​ La fuente de la justificación:

  Revisemos aquí, brevemente, el terreno que ya hemos abarcado:

Hemos visto, primero, que «justificar» significa declarar justo. No es una labor divina, sino un veredicto divino, la sentencia de la Corte Suprema, declarando que el justificado está perfectamente ajustado a todos los requerimientos de la ley. La justificación asegura al creyente que el Juez de toda la tierra está a favor de él, y no en su contra: aquella misma justicia está de su lado.

Segundo, nos extendimos en el gran problema aparentemente sin solución que está implicado: ¿cómo un Dios de la verdad puede declarar justo a uno que está completamente desprovisto de justicia?, ¿como Él puede recibir en Su favor judicial a uno que es un criminal culpable?, ¿como Él puede ejercer misericordia sin insultar la justicia?, ¿como Él puede ser misericordioso y aún hacer cumplir las altas demandas de Su Ley?.

Tercero, mostramos que la solución a este problema se encuentra en la perfecta satisfacción [la reparación o el pago] a la Ley divina que el Hijo encarnado cumplió, y que sobre la base de aquella satisfacción Dios puede verdadera y justamente declarar justo a todo el que cree al Evangelio.

  En nuestro último artículo señalamos que la satisfacción que Cristo hizo a la Ley divina consiste de dos partes distintas, respondiendo a la doble necesidad del que debe ser justificado:
 Primero, como una criatura responsable estoy bajo el obligado compromiso de guardar la ley: a amar a Dios con todo mi corazón y a mi prójimo como a mí mismo.
Segundo, como un criminal yo estoy bajo la condenación y maldición de aquella ley que constantemente he transgredido en pensamiento, palabra y obra.

Por lo tanto, si otro iba a actuar como mi fiador y a hacer reparación por mí, él debería obedecer perfectamente todos los preceptos de la ley, y luego soportar la terrible consecuencia penal de la ley. Eso es exactamente lo que fue emprendido y cumplido por el Señor Jesús en Su vida y en Su muerte vicaria [en nuestro lugar]. Cada demanda de la ley fue cumplida por Él; por Él cada obligación del creyente fue totalmente colmada.

  Fue enteramente por causa de Su pueblo que el Dios-hombre Mediador fue «hecho súbdito a la ley.» Fue con el fin de obtener para ellos una perfecta justicia, que sería puesta en su cuenta, por lo que Él tomó sobre sí mismo la forma de un siervo y llegó a ser «obediente hasta la muerte.»

  El valor o mérito de una acción aumenta en proporción a la dignidad de la persona que la ejecuta, y quien obedeció en el lugar y en vez del creyente no fue solamente un hombre santo, sino el Hijo del Dios vivo. Además, nótese que la obediencia que Cristo rindió a la ley fue enteramente voluntaria. Antes de Su encarnación, Él no estaba obligado a guardar la ley, porque Él mismo (siendo Dios) estableció esa ley. Su existencia naciendo de una mujer y nacido bajo la ley fue enteramente un acto libre de Su parte. Nosotros vinimos a la existencia y fuimos puestos bajo la ley sin nuestro consentimiento; pero el Señor del cielo existió antes de Su encarnación, y asumió nuestra naturaleza por Su acción voluntaria: «He aquí, vengo… el hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado» (Sal. 40:7, 8). Ninguna otra persona podía usar un lenguaje así, por éste claramente se muestra una libertad para actuar o no actuar, que una simple criatura no posee. El ponerse a sí mismo bajo la ley y obedecerla estuvo basado solamente en Su propia acción voluntaria. Su obediencia fue por lo tanto una «ofrenda voluntaria,» y por lo tanto como Él no estaba obligado a obedecer la ley por alguna obligación previa, ni de ningún modo era necesario para sí mismo, está disponible para ser imputada a otros, para que ellos pudieran ser recompensados por esa obediencia.

  Entonces, si el lector ha sido capaz de seguirnos con atención en las observaciones hechas arriba, debe quedar claro para él que cuando la Escritura habla de Dios «justificando al impío» el significado es que el pecador creyente es traído a una relación con la ley totalmente nueva; que como consecuencia de la justicia de Cristo siéndole transferida, él es ahora librado de todo riesgo de castigo, y le es dado un derecho a toda la recompensa merecida por la obediencia de Cristo. Bendita, bendita verdad para alivio del cristiano que diariamente gime bajo un sentimiento de sus lamentables faltas y que se acongoja por causa de su falta de semejanza práctica a la imagen de Cristo. Satanás está siempre listo a avergonzar a uno como éste y le dice que su profesión es vana. Pero es el privilegio del creyente derrotarlo por «la sangre del Cordero» (Apoc. 12:11) –recordando nuevamente que Otro ha pagado por todos sus pecados, y que a pesar de sus innumerables defectos a pesar de todo permanece «acepto en el Amado» (Ef. 1:6). Si yo estoy descansando verdaderamente en la obra terminada de Cristo para mí, el Maligno no puede acusarme de nada delante de Dios, aunque si yo estoy andando descuidadamente el maligno acusará mi conciencia con pecados de los que no me arrepentí y que no confesé [afectando mi comunión pero no mi salvación].

 La sentencia inalterable de la ley es «el hombre que hiciere estas cosas, vivirá por ellas» (Rom. 10:5). Como leemos en Romanos 7:10, «el mandamiento, que era para vida.» Es exactamente tan verdadero que la obediencia a la ley aseguraba la vida, como la desobediencia aseguraba la muerte. Cuando el joven príncipe [también nombrado como el joven rico] preguntó a Cristo, «¿qué bien haré para tener la vida eterna?» Él contestó, «si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mat. 19:16, 17).

  Fue porque Su pueblo cayó en «guardar los mandamientos» que el Dios-hombre Mediador fue «hecho súbdito a la ley,» y la obedeció por ellos. Por lo tanto su recompensa de «vida» es debida a aquellos que le tenían a Él como Fiador; ¡sí!, debida a Cristo mismo para ser concedida a ellos. Por lo tanto, cuando el Fiador declaró «Yo te he glorificado en la tierra: he acabado la obra que me diste que hiciese» (Juan 17:4), recuerda al Padre que Él le había dado al Hijo «la potestad para que dé vida eterna a todos los que le diste» (v. 2). Pero más, sobre el fundamento de la justicia, Cristo demanda que Su pueblo sea llevado al cielo, diciendo, «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, ellos estén también conmigo» (Juan 17:24) Él reclama la vida eterna para Su pueblo sobre la base de Su obra terminada, como el premio a su obediencia.

Extracto del libro «la justificación»  Arthur W. Pink

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