En BOLETÍN SEMANAL
​Hay muchas cosas que no son condenables por sí mismas. Pero si veo que les dedico mucho tiempo, y que en cierto modo deseo las cosas de Dios cada vez menos, entonces, si tengo hambre y sed de justicia, las evitaré. Me parece que es un argumento de sentido común.

​En esta vida hay ciertas cosas que se oponen con claridad a Dios y a su justicia. No cabe la menor duda de ello. Sabemos que son malas; sabemos que son dañinas; sabemos que son pecaminosas. Creo que el tener hambre y sed de justicia significa evitar tales cosas como evitaríamos una plaga.

Si sabemos que hay epidemia en una casa, no vamos a ella. Evitamos el contacto con el paciente que tiene fiebre, porque es infeccioso. Lo mismo ocurre en el campo espiritual.

Pero no basta esto. Me parece que si tenemos verdadera hambre y sed de justicia no sólo evitaremos lo que sabemos que es malo y dañino, sino que también evitaremos lo que tiende a embotar nuestros apetitos espirituales. Hay muchas cosas así, cosas que son inocuas de por sí y perfectamente legítimas. Con todo, si uno descubre que les dedica mucho tiempo, y que uno desea menos las cosas de Dios, se deben evitar. Esta cuestión del apetito es muy delicada. Todos sabemos cómo, en el sentido físico, fácilmente podemos perder el apetito, embotarlo, por así decirlo, si comemos entre las comidas principales. Así sucede en el terreno espiritual.

Hay muchas cosas que no son condenables por sí mismas. Pero si veo que les dedico mucho tiempo, y que en cierto modo deseo las cosas de Dios cada vez menos, entonces, si tengo hambre y sed de justicia, las evitaré. Me parece que es un argumento de sentido común.

He aquí otra prueba positiva. Tener hambre y sed de justicia quiere decir recordar esta justicia de una forma activa. Debemos someter nuestra vida a tal disciplina que la tengamos constantemente presente. Este tema de la disciplina es de importancia vital.

Quiero decir que a no ser que a diario y en forma voluntaria y consciente recordemos esta justicia que necesitamos, no es probable que tengamos hambre y sed de ella. El que de verdad tiene hambre y sed de ella se obliga a contemplarla a diario. Pero,’ dirán, ‘estoy tan ocupado. Mire mi horario. ¿Qué tiempo me queda?’ Respondo que si tiene hambre y sed de justicia hallará el tiempo. Ordenará su vida diciendo, ‘Primero es lo primero; hay prioridades; aunque tengo que hacer esto, eso y aquello, no puedo permitirme el lujo de descuidar esto porque tengo el alma esclavizada.’ ‘Querer es poder.’ Es sorprendente cómo encontramos tiempo para hacer lo que deseamos hacer.

Si ustedes y yo tenemos hambre y sed de justicia, pasaremos bastante tiempo todos los días en pensar en ello. Pero vayamos más allá. La siguiente prueba que voy a aplicar es esta. El que tiene hambre y sed de justicia siempre se sitúa en la senda para adquirirla. No la puede crear ni producir. Pero de todos modos sabemos que hay ciertas sendas por las que les ha llegado a esas personas acerca de las que hemos leído, de modo que uno empieza a imitarlos. Recuerden al ciego Bartimeo. No se podía curar a sí mismo. Era ciego; hiciera lo que hiciere, hicieran los demás lo que hicieren, no podía recuperar la vista. Pero fue a ponerse en la senda de conseguirlo. Oyó decir que Jesús de Nazareth iba a pasar por allá, de modo que se situó en dicho camino. Se acercó lo más que pudo. No podía darse la vista, pero se situó en la senda dónde conseguirlo. Y el que tiene hambre y sed de justicia nunca desaprovecha la oportunidad de estar en aquellos lugares donde parece que la gente consigue la justicia. Tomemos, por ejemplo, la casa de Dios, donde nos reunimos para pensar en estas cosas. Me veo con personas que me hablan de asuntos espirituales. Tienen dificultades; desean ser cristianos, dicen. Pero, sea lo que fuere, algo falta. Muy a menudo encuentro que no van a la casa de Dios, o que asisten a la misma con mucha irregularidad. El que quiere de verdad, dice, ‘No puedo perder ni desaprovechar ninguna oportunidad; quiero estar donde se hable de esto.’ Es de sentido común. Y luego, desde luego, busca la compañía de los que poseen esa justicia. Dice, ‘Cuanto más esté con personas santas y religiosas tanto mejor. Veo que esa persona es así; bueno, pues, quiero hablar con ella, quiero pasar tiempo con ella.

No quiero pasar mucho tiempo con personas que no hacen ningún bien. Pero con estas personas que tienen esta justicia voy a permanecer en contacto.’

Luego, lean la Biblia. Este es el gran libro de texto respecto a esto. Vuelvo a hacer una pregunta sencilla. Me pregunto si pasamos tanto tiempo con este Libro como con periódicos o con novelas o con películas y otras diversiones — radio, televisión y todas estas cosas. No condeno estas cosas como tales. Quiero dejar bien sentado que mi argumento no es éste. Lo que arguyo es que el que tiene hambre y sed de justicia y tiene tiempo para esas cosas debería tener más tiempo para esto — esto es lo que digo.

Estudien y lean la Biblia. Traten de entenderla; lean libros acerca de ella. Y luego, oren. Sólo Dios puede otorgarnos este don. ¿Se lo pedimos? ¿Cuánto tiempo paso en su presencia? He aludido a las biografías de estos hombres de Dios.

Si las leen, y si son como yo, se sentirán avergonzados. Verán que estos santos pasaban cuatro y cinco horas diarias en oración; no se limitaban a decir sus oraciones de la noche cuando hubieran estado demasiado fatigados para hacerlo. Dedicaban el mejor tiempo del día a Dios; y los que tienen hambre y sed de justicia saben qué es pasar tiempo en oración y meditación para recordar lo que son en esta vida y lo que les espera.

Y luego, como ya he dicho, hay que leer biografías de santos y todos los libros que puedan acerca de estos temas. Así actúa el que desea de verdad la justicia, como lo he demostrado con los ejemplos dados. Tener hambre y sed de justicia es hacer todo esto y, una vez hecho, darse cuenta de que no basta, de que no producirá esa justicia. Los que tienen hambre y sed de justicia viven desesperadamente. Hace todo esto; buscan la justicia por todas partes; y con todo saben que esos esfuerzos no la producirán.

Son como Bartimeo o como la viuda inoportuna de la que habló el Señor. Vuelven una y otra vez a la misma persona hasta conseguir lo que quieren. Son como Jacob en lucha con el ángel. Son como Lutero, que ayunaba, juraba, y oraba, pero no hallaba; pero quien prosiguió en la senda de su inutilidad hasta que Dios se la dio. Lo mismo ha ocurrido con los santos de todas las épocas y países. No importa a quien miremos. Lo que sucede es esto: sólo cuando se busca esta justicia con todo el ser se llega a encontrar. No por uno mismo. Pero los que se sientan a esperar y nada hacen nunca la consiguen. Este es el método de Dios. Dios, por así decirlo, marca el paso. Hemos hecho todo lo posible, y con todo seguimos siendo pecadores miserables; y luego vemos que, como niños pequeños, hemos de recibir la justicia como don gratuito de Dios.

Muy bien; estas son las formas de demostrar si tenemos hambre y sed de justicia o no. ¿Es el deseo mayor de la vida? ¿Es el anhelo más profundo del ser? ¿Puedo decir con sinceridad y honestidad que lo que más deseo en este mundo es conocer a Dios y ser como el Señor Jesucristo, liberarme del «yo» en todas sus manifestaciones, y vivir sólo, siempre y totalmente para su honor y gloria?

Concluyo este capítulo con una palabra más a-cerca de este aspecto práctico. ¿Por qué debería ser éste el deseo mayor de todos nosotros? Respondo así. Los que carecen de esta justicia de Dios siguen bajo su ira y van a la perdición. El que muere sin haber sido revestido de la justicia de Jesucristo va a parar a la destrucción total. Esto enseña la Biblia. ‘La ira de Dios mora en él.’ Sólo esta justicia nos hace justos delante de Dios y nos lleva al cielo para estar con El por toda la eternidad. Sin esta justicia estamos perdidos y condenados. ¡Cuan sorprendente que no sea éste el deseo supremo de la vida de todos! Es la única forma de ser bienaventurados en esta vida y en la venidera.

Permítanme presentarles el argumento de la odiosidad total del pecado, eso que es tan deshonroso para Dios, eso que es tan deshonroso en sí mismo, y deshonroso incluso para nosotros. Si viéramos todo aquello de lo que somos constantemente culpables delante de Dios, delante de su santidad absoluta, lo odiaríamos como Dios lo odia. Esta es la razón básica para tener hambre y sed de justicia — la odiosidad del pecado.

Lo digo finalmente de una manera positiva. Si conociéramos algo de la gloria y maravilla de esta vida nueva de justicia, no desearíamos nada más. Miremos, por tanto, al Señor Jesucristo. Así habría que vivir la vida, así deberíamos ser. Si pudiéramos comprenderlo. Miremos las vidas de sus seguidores. ¿No les gustaría vivir como ellos, no les gustaría morir como ellos? No hay ninguna otra clase de vida que se le pueda comparar — santa, pura, limpia, con el fruto del Espíritu manifestándose como ‘amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza.’ ¡Qué vida! Ese hombre merece el nombre de hombre; así debería ser la vida. Si comprendemos todo esto de verdad, no desearemos nada más; seremos como el apóstol Pablo y diremos, ‘a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos.’ ¿Desea esto? Muy bien, ‘Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá.’ ‘Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados’ — con ‘toda la plenitud de Dios.’

Extracto del libro: El Sermón del Monte, del Dr. Martin Lloyd-Jones

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