En BOLETÍN SEMANAL
​​Misericordia y verdad van de la mano, y si pienso en la misericordia sólo a costa de la verdad y de la ley, no es verdadera misericordia, es entender mal este término.  Vamos a precisar que es misericordia...

¿Qué es misericordia? Creo que quizá la mejor manera de enfocar esta idea es compararla con la gracia. En la introducción a las llamadas Cartas Pastorales el apóstol utiliza un término nuevo. La mayor parte de las cartas de Pablo comienzan diciendo ‘gracia y paz’ de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo; pero en las Cartas Pastorales dice, ‘gracia, misericordia, y paz,’ lo cual indica que hay una diferencia interesante entre gracia y misericordia. La mejor definición de ambas que he encontrado es la siguiente: ‘La gracia tiene relación especial con el hombre en pecado; la misericordia está relacionada con el hombre en miseria.’ En otras palabras, en tanto que la gracia mira al pecado como a un todo, la misericordia contempla las consecuencias desdichadas del pecado. De modo que misericordia significa realmente un sentido de compasión además del deseo de aliviar el sufrimiento. Este es el significado esencial de ser misericordioso; es compasión además de acción. De modo que el cristiano tiene un sentimiento de compasión. Su preocupación por la desdicha de los hombres lo lleva a la ansiedad por aliviarla. Se puede ilustrar esto de muchas maneras. Por ejemplo, tener espíritu misericordioso quiere decir tener el espíritu que se manifiesta cuando uno se encuentra de repente en la situación de tener a merced propia a alguien que lo ha ofendido. Se sabe si uno es misericordioso o no por los sentimientos que uno alberga hacia tal persona. ¿Va a decir, ‘Bueno, voy a imponer mis derechos; voy a cumplir la ley. Esta persona me ha ofendido; muy bien, esta es mi oportunidad’? Esto es la antítesis misma del ser misericordioso. Esta persona está a su merced; ¿hay espíritu de venganza, o hay espíritu de compasión y pesar, espíritu, si se quiere, de bondad para sus enemigos en angustia? O, también, se puede describir como compasión interna y actos externos en relación con el dolor y sufrimiento de los demás. Quizá la mejor manera de ilustrar esto es con un ejemplo. El Nuevo Testamento lo ilustra con el gran ejemplo del Buen Samaritano. Durante un viaje se encuentra con alguien que ha caído en manos de ladrones, se detiene, y cruza el camino para acercársele. Otros han visto al hombre pero han pasado de largo. Quizá sintieron compasión pero nada hicieron. Pero he aquí un hombre que es misericordioso; siente pesar por la víctima, cruza el camino, cura las heridas, carga con él y se preocupa por que lo atiendan. Esto es ser misericordioso. No quiere decir sólo sentir compasión; quiere decir un gran deseo, más aún un esfuerzo por hacer algo para aliviar la situación.

Pero vayamos al ejemplo supremo. El ejemplo perfecto y básico de misericordia y del ser misericordioso es que Dios envíe a su propio Hijo a este mundo, y la venida del Hijo. ¿Por qué? Porque es misericordioso. Vio nuestro estado lamentable, vio el sufrimiento, y, a pesar de la violación de la ley, eso fue lo que lo indujo a actuar. Por esto vino el Hijo y se ocupó de nuestra condición. De ahí la necesidad de la doctrina de la expiación. No hay contradicción entre justicia y misericordia, o misericordia y verdad.

Van juntas. El padre de Juan el Bautista lo dijo muy bien cuando, habiendo comprendido lo que estaba sucediendo con el nacimiento de su hijo, dio gracias a Dios porque al fin la misericordia prometida a los padres había llegado, y luego pasó a dar gracias a Dios de que el Mesías hubiera venido ‘por la entrañable misericordia de nuestro Dios.’ Esa es la idea, y se dio cuenta de ella al comienzo mismo. Es todo cuestión de misericordia. Es Dios, digo, que contempla al hombre en la condición miserable en que está como resultado del pecado, y que tiene compasión de él. La gracia que suele haber respecto al pecado en general se convierte ahora en misericordia en particular cuando Dios contempla las consecuencias del pecado. Y, desde luego, es algo que hay que observar constantemente en la vida y conducta de nuestro bendito Señor.

Esta es, pues, una definición aproximada de qué significa ser misericordioso. El verdadero problema, sin embargo, de esta Bienaventuranza está en la promesa, ‘porque ellos alcanzarán misericordia’; quizá no ha habido otra Bienaventuranza tan mal entendida como ésta. Dicen, ‘Soy misericordioso con los demás, por tanto Dios lo será conmigo; si perdono, seré perdonado. La condición para ser perdonado es que perdone.’ Ahora bien la mejor manera de enfocar este problema es verlo en dos afirmaciones paralelas. Primero está la conocida frase del Padrenuestro y que es el equivalente exacto a ésta, ‘Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.’ Hay quienes interpretan esto en el sentido de que si uno perdona, será perdonado, si no, no lo será. Algunos no quieren decir el Padrenuestro por esta razón.

Luego hay otra afirmación parecida en la parábola de los deudores en Mateo 18. Un siervo cruel le debía a su señor; éste le pidió que pagara. El siervo no tenía el dinero por lo que le pidió al señor que le perdonara la deuda. El señor tuvo misericordia de él y se la perdonó. Pero este siervo salió y fue a pedirle a un consiervo suyo que le debía una pequeña cantidad que se la pagara inmediatamente. Este consiervo le rogó, ‘Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo.’ Pero no quiso escuchar y lo hizo encarcelar hasta que le pagara hasta el último centavo. Pero otros consiervos, al ver esto, informaron al señor. Al oír lo ocurrido llamó a este siervo cruel y despiadado y le dijo, ‘Muy bien, en vista de lo que has hecho retiro lo dicho;’ y lo hizo encarcelar hasta que pagara todo lo que debía. Nuestro Señor concluye la parábola diciendo, ‘Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas.’

Ante esto volvemos a oír que dicen, ‘Bien; ¿acaso estas palabras no enseñan con claridad que Dios me perdona sólo cuando yo perdono a otros y en tanto en cuanto así lo hago?’ Me sorprende de verdad que alguien pueda llegar jamás a tal interpretación, y esto por dos razones principales. Primera, si fuéramos a ser juzgados así, sin duda que ninguno de nosotros sería perdonado ni nadie llegaría jamás al cielo. Si hay que interpretar el pasaje en ese sentido legal estricto, el perdón es imposible. Sorprende que haya personas que piensen así, sin darse cuenta de que al hacerlo se condenan a sí mismas.

La segunda razón es todavía más notable. Si hay que interpretar así esta Bienaventuranza y los pasajes paralelos, entonces debemos suprimir toda la doctrina de la gracia y borrarla del Nuevo Testamento. Nunca más podemos volver a decir que hemos sido salvados por gracia por medio de la fe, y no por nosotros mismos; nunca más debemos volver a leer esos pasajes maravillosos que nos dicen que ‘siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros,’ o ‘siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios,’ o ‘Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo.’ Todos deben desaparecer; carecen de significado; es más, son falsos. La Escritura, como ven, debe interpretarse con la Escritura; nunca debemos interpretar ningún pasaje de la Escritura de modo que contradiga a otros. Debemos tratar de que haya armonía entre una doctrina y otra.

Si aplicamos este principio al punto que estamos tratando, la explicación es perfectamente sencilla. Nuestro Señor dice en realidad que sólo recibo perdón de verdad cuando estoy verdaderamente arrepentido. Estar verdaderamente arrepentido significa que me doy cuenta de que nada merezco más que castigo, y que si recibo perdón se debe por completo al amor de Dios, a su misericordia y gracia, y a nada más.

Más aún, quiere decir que si estoy de verdad arrepentido y me doy cuenta de mi posición delante de Dios y de que sólo recibo perdón en esta forma, entonces por necesidad perdonaré a los que me ofendan.

Digámoslo de otro modo. He procurado hacer ver cómo cada una de estas Bienaventuranzas se sigue de la anterior. Este principio nunca fue más importante que en este caso. Esta Bienaventuranza se sigue de las anteriores; por tanto lo formulo así.

Soy pobre en espíritu; me doy cuenta de que en mí no hay justicia; me doy cuenta de que ante Dios y su justicia para nada valgo; nada puedo hacer. No sólo esto. Lloro por el pecado que hay en mí; he llegado a la conclusión, como resultado de la acción del Espíritu Santo, de que mi corazón está corrompido. Sé qué significa exclamar, ‘¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?’ y deseo verme libre de toda la vileza que hay en mí. No sólo esto. Soy manso, lo cual significa que ahora que he llegado a tener una idea exacta de lo que soy, nadie puede herirme, nadie puede ofenderme, nadie puede ni siquiera decir algo verdaderamente odioso, y por ello he tenido hambre y sed de justicia. La he deseado. He visto que no la puedo producir yo, y que nadie puede hacerlo. He visto mi situación desesperada delante de Dios. He tenido hambre y sed de esa justicia que me hará justo delante de Dios, que me reconciliará con él, y que me dará una vida y naturaleza nuevas. Y lo he visto en Cristo. He sido saciado; lo he recibido como don gratuito.

¿Acaso no se sigue inevitablemente que, si he visto y experimentado todo esto, mi actitud respecto a los demás debe haber cambiado por completo?

Si todo esto es cierto de mí, ya no veo a los hombres como los veía antes. Ahora los veo con ojos de cristiano. Los veo como incautos, como víctimas y esclavos del pecado y de Satanás y de los caminos del mundo. He llegado a verlos no simplemente como hombres que me desagradan sino como hombres que hay que compadecer. Los he llegado a ver como seres a quienes gobierna el dios de este mundo, como seres que están todavía donde yo estaba antes, y donde todavía estaría si no fuera por la gracia de Dios. Por esto los compadezco. No sólo veo lo que son y cómo actúan. Los veo también como esclavos del infierno y de Satanás, y toda mi actitud respecto a ellos ha cambiado. Y debido a ello, desde luego, puedo y debo ser misericordioso con ellos.  Distingo entre pecado y pecador. Considero a todos los que están en estado de pecado como dignos de compasión.

Extracto del libro: El Sermón del Monte, del Dr. Martin Lloyd-Jones

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