En BOLETÍN SEMANAL
​La irracionalidad del pecado: La verdad se debe recibir con la inteligencia, y el Espíritu Santo capacita a la inteligencia para ver con claridad. Esto es la conversión, esto es lo que sucede como resultado de la regeneración. La mente se ve libre de la desorientación del mal y de las tinieblas; ve la verdad,  la ama y la desea por encima de todo.

​No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas? Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas (Mateo 6:19-24).

Otro efecto del pecado en el hombre es esclavizarlo a cosas que más bien estaban para servirlo. Esto es algo terrible y trágico. Según nuestro Señor, en este pasaje, las cosas terrenales, mundanas, tienden a convertirse en nuestro dios. Las servimos, las amamos. Nuestro corazón se siente cautivado por ellas; estamos al servicio de ellas. ¿Cuáles son? Son las mismas cosas que Dios en su bondad ha dado al hombre para que le sirvan, y para que pueda disfrutar de la vida mientras viva en este mundo. Todas estas cosas que pueden ser tan peligrosas para el alma debido al pecado, nos las dio Dios, y nos las dio para que las disfrutáramos: alimento, vestimenta, familia, amigos y todo lo demás. Todas estas cosas no son sino una manifestación de la bondad de Dios. Nos las ha dado para que vivamos una vida feliz y placentera en este mundo: pero debido al pecado, nos hemos convertido en esclavos de ellas. Dominan nuestros apetitos. Dios nos ha dado los apetitos del hambre, la sed y el sexo; todo lo ha creado Dios. Pero en cuanto estas cosas dominan al hombre, se convierte en esclavo de las mismas. Qué tragedia; se inclina delante de cosas y adora cosas que tenían que servirle. Cosas que tenían que estar a su servicio se han enseñoreado de él. ¡Qué terrible y espantoso es el pecado!

El último punto, sin embargo, es el más grave, el más solemne de todos. El efecto final del pecado en el género humano es que echa completamente a perder al hombre. Ésta es la enseñanza de la Biblia desde el principio hasta el fin. Esto que comenzó a existir por medio de la serpiente en el huerto del Edén, no tiene otra intención que nuestra ruina final. El demonio odia a Dios con todo su ser, y no tiene sino un objetivo y ambición: echar a perder y arruinar todo lo que Dios ha hecho, y en lo cual Él se deleita. En otras palabras, persigue sobre todo la ruina del hombre y del mundo.

¿Cómo arruina el pecado al hombre? La respuesta la encontraremos en estos versículos. Arruina al hombre en el sentido de que, habiendo pasado la vida en atesorar ciertas cosas en la tierra, al final se encuentra que no tiene nada. Después de atesorar para sí tesoros en la tierra donde la polilla y el orín corrompen, y hay ladrones que minan y hurtan, se encuentra frente a frente con la muerte, el adversario más poderoso de todos. Entonces este pobre hombre destrozado, que ha vivido para todas esas cosas, ve de repente que no tiene nada; está despojado de todo y sin nada más que su alma desnuda. Es la ruina completa. “¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?”

A esto conduce en último término el pecado, y hay muchos pasajes bíblicos que lo demuestran. Veamos Lucas 16:19-31. Ahí lo encontramos de forma perfecta; no hace falta ir más allá. Es un asunto de sentido común y entendimiento, y basta examinarlo. Pensemos en todas las cosas por las cuales vivimos en este momento, las cosas que realmente importan, las cosas que tienen realmente peso en nuestra vida. Luego hagámonos esta simple pregunta: “¿Cuántas de ellas estarán conmigo después de morir?” El pecado es la ruina definitiva que al final deja al hombre sin nada.

Y lo peor de todo es que, al final, el hombre también descubre que durante toda su vida ha estado enteramente equivocado. Nuestro Señor lo expresa así: “La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuantas no serán las mismas tinieblas?” Lo que esto significa es lo siguiente. Como hemos visto, la luz del cuerpo es, en un sentido, la mente, el entendimiento, esta facultad extraordinaria que Dios dio al hombre. Si, como consecuencia del pecado y del mal, y debido al control que ejercen el corazón, el placer, la pasión y el deseo, esa facultad suprema se ha pervertido, ¡qué grandes son esas tinieblas! ¿Hay algo peor o más terrible que esto?

Podríamos también verlo así: El hombre de hoy, como hemos venido diciendo, y como sabemos muy bien, no solo cree que se guía por la inteligencia; repudia a Dios debido a su mente y facultades. Se ríe de la religión, se ríe de los que se oponen a esta visión mundana de la vida. Vive para el presente; esto es lo único que cuenta. Y cree que ese es un punto de vista racional. Lo demuestra hasta satisfacerse y se convence de que se rige por la inteligencia. No se da cuenta de que la luz que posee se ha entenebrecido. No ve que sus facultades han quedado alteradas debido al pecado. No ve las distintas fuerzas que controlan y entorpecen su mente la cual, en consecuencia, ya no opera en forma libre y racional. Pero al final llegará a verlo; y al final se verá a sí mismo como el hijo pródigo que antes mencionamos. De repente verá que las cosas en que confiaba eran tinieblas, que lo han desorientado, y que lo ha perdido todo, que la luz que posee es tinieblas y que estas tinieblas son muy grandes. No hay nada peor que descubrir, al final, que aquello en lo que uno había puesto la fe es lo que le ha llevado a la condenación.

Todo lo anterior también se puede ver en ese cuadro del rico y de Lázaro en Lucas 16. Yo estoy seguro de que el rico se justificaba día tras día diciendo, ‘es justo lo que hago’. Pero después de morir se encontró en el infierno y de repente lo comprendió todo. Comprendió que durante toda su vida había sido un necio. Lo había hecho todo creyendo que hacía bien, y por fin había llegado a esto. Vio lo necio que había sido, y suplicó a Abraham que enviara a alguien a sus hermanos, quienes vivían de la misma forma que él. Descubrió que la luz que había en él era tinieblas y que esas tinieblas eran muy grandes. Esta es una de las actuaciones más sutiles de Satán. Persuade al hombre de que es racional al negar a Dios; pero, como va hemos visto muchas veces, lo que en realidad sucede es que hace al hombre criatura de placer y de deseos, cuya mente está cegada y cuyos ojos ya no son limpios. La facultad más elevada de todas se ha pervertido.

Si alguno de los lectores no es cristiano, que no confíe en su inteligencia; es lo más peligroso que se puede hacer. Pero al hacerse cristiano, la inteligencia vuelve a ocupar una posición central y vuelve uno de nuevo a ser una criatura racional. No hay engaño más patético para el hombre que pensar que la fe cristiana es algo emotivo, el opio del pueblo, algo puramente emocional e irracional. El apóstol Pablo en Romanos 6:17 expone esta visión verdadera: “Habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados”. Se les predicó la doctrina, y cuando llegaron a verla la amaron, creyeron en ella, y la pusieron en práctica. Recibieron la verdad de Dios ante todo con la inteligencia. La verdad se debe recibir con la inteligencia, y el Espíritu Santo capacita a la inteligencia para ver con claridad. Esto es la conversión, esto es lo que sucede como resultado de la regeneración. La mente se ve libre de la desorientación del mal y de las tinieblas; ve la verdad, y la ama y la desea por encima de todo. Así es. No hay nada más trágico para el hombre que descubrir al final de su vida, que ha estado siempre equivocado.

Unas palabras finales. Este hombre infeliz al que el pecado ha echado a perder, no sólo descubre que no tiene nada, no sólo descubre que se ha engañado a sí mismo y ha sido desviado por la luz que se supone que tenía; descubre también que se halla fuera de la vida de Dios y bajo su ira. “No podéis servir a Dios y a las riquezas”. De modo que si alguien ha servido a las riquezas toda la vida hasta la muerte, se encontrará más allá de la muerte sin Dios. No ha servido a Dios, de modo que sólo una cosa se puede decir de él, según la Biblia, y esto es, que ‘la ira de Dios está sobre él’ (Jn. 3:36). Todo aquello por lo cual vivió ha desaparecido; ahí en la eternidad no es más que un alma desnuda que tiene que enfrentarse con Dios, al Dios que es amor y que está lleno de bondad. Aquel Padre que cuenta hasta los cabellos de la cabeza del cristiano, le resulta extraño. Está sin Dios, y no sólo sin Dios en el mundo, sino sin Dios en la eternidad, sin esperanza, frente a una eternidad infeliz y llena de remordimientos, de miseria y de lamentaciones. El pecado es una pérdida total. Si uno no vive para servir a Dios, entonces ese será su destino. No tendrá nada, y morará en esa negación, esa negación sin esperanza, durante toda la eternidad. Dios no quiera que sea éste el fin de ninguno de los que están escuchando estas palabras. Si deseamos evitarlo, acudamos a Dios, y confesémosle que hemos estado sirviendo a cosas terrenales, acumulando tesoros terrenales. Confesémoslo, entreguémonos a Él, pongámonos sin reservas en sus manos y sobre todo pidámosle que nos llene con su Santo Espíritu, el Único que puede iluminar la inteligencia, hacernos comprender, limpiar nuestros ojos y capacitarnos para ver la verdad —la verdad acerca del pecado, y el único camino de salvación por medio de la sangre de Cristo—, el Espíritu Santo que nos puede mostrar cómo librarnos de la perversión y de la contaminación del pecado, y llegar a ser hombres y mujeres nuevos, creados según la imagen del Hijo de Dios mismo, para amar las cosas de Dios y servirle, servirle a Él sólo.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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