En BOLETÍN SEMANAL
El árbol y el fruto: ​Alguien puede hablar de forma adecuada, puede parecer que vive correctamente, y con todo, según nuestro Señor, ser un falso profeta. Puede tener la apariencia de vida cristiana sin que en realidad sea cristiano.

​Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego. Así que, por sus frutos los conoceréis. (Mateo 7:15-20).

Nuestro anterior examen de este difícil pasaje puso de relieve sobre todo el elemento de sutileza de los falsos profetas, esos hombres que vienen a nosotros vestidos de ovejas cuando interiormente no son sino lobos rapaces. Para muchos, esta sección resulta difícil debido a su contexto, ya que se encuentra después de esas palabras: “no juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados”. Sin embargo, estas palabras las pronunció nuestro Señor mismo. Los falsos profetas siempre se sienten incómodos ante ciertas afirmaciones de Nuestro Señor. Nunca les gusta Mateo 23, por ejemplo, donde nuestro Señor describe a los fariseos como ‘sepulcros blanqueados’. Nuestros falsos profetas modernos tratan de encontrar cosas buenas que decir, incluso de los fariseos. El falso profeta vestido de oveja enseña que nunca hay que decir nada que suene a crítica o que resulte áspero. Pero esas palabras las pronunció nuestro Señor mismo, y por ello hay que tenerlas en cuenta. Repitámoslo otra vez, hay que evitar el espíritu de censura; pero no se puede explicar el Sermón del Monte de forma plena a no ser que nos enfrentemos con esas palabras, a no ser que nos ocupemos de ellas con sinceridad, dándonos cuenta de que estamos estableciendo una pauta según la cual nosotros mismos seremos juzgados.

Nuestro Señor quería a todas luces enfatizar este punto. Ha dicho que los falsos profetas se conocerán por sus frutos y, luego, pasa a elaborar esto con otra metáfora. Dice, “¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego. Así que, por sus frutos los conoceréis”. Adviértase que comienza y concluye con “por sus frutos los conoceréis”, y “Así que, por sus frutos los conoceréis” —repetición que tiene como fin subrayar la idea—.

En primer lugar, debemos dejar bien claro un punto puramente técnico, a saber, el significado de esta palabra ‘malo’. “Todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos”. ‘Malo’, claro está, no significa podrido, porque el árbol podrido no da ninguna clase de fruto. Esto es muy importante, porque si no nos damos cuenta de ello, volveremos a perder este elemento de sutileza que es básico en el pensamiento de nuestro Señor. Llama la atención acerca del hecho de que los árboles que tienen aspecto semejante en cuanto que parecen completamente normales, no producen necesariamente la misma clase de fruto. Un árbol puede producir buen fruto, el otro fruto malo. Lo que se llama ‘fruto malo’ tampoco quiere decir completamente ‘podrido’; significa de mala calidad, no bueno. El contraste, pues, que nuestro Señor destaca se da entre dos clases de arboles, que son de aspecto quizá idénticos, pero que, cuando se juzgan por el fruto que dan, resultan ser totalmente diferentes. Uno se puede comer, pero el otro no. Es evidente que esto contiene una enseñanza muy profunda. Una vez examinada la cuestión doctrinal, se puede pasar ya a la cuestión de la vida, de la conducta y comportamiento.

Antes de entrar en detalles, sin embargo, hay que subrayar el gran principio que nuestro Señor inculca aquí: ser cristiano es algo que está en la esencia misma de la personalidad, algo vital y fundamental. No se trata de apariencias superficiales tanto respecto a la creencia como a la vida. Al usar esta metáfora de la índole, la naturaleza, la esencia verdadera de estos árboles y del fruto que producen, nuestro Señor subraya mucho esto. Y no cabe duda de que se trata de algo que siempre debemos buscar, tanto en nosotros mismos como en los demás. Parece centrar la atención en el peligro de engañarse con las apariencias. Es lo mismo que en el caso de la otra metáfora de los falsos profetas que vienen a nosotros vestidos de ovejas. En otras palabras, es el peligro de parecer ser cristianos sin serlo en realidad. Ya hemos visto que eso puede suceder en el campo de la enseñanza y la doctrina. Alguien puede parecer que predica el evangelio cuando, en realidad, si se juzga según pruebas genuinas, no lo hace. Lo mismo ocurre en el caso de la conducta y la vida. El peligro, en este caso, radica en tratar de hacernos cristianos añadiendo ciertas cosas a nuestra vida, en vez de llegar a ser algo nuevo, en vez de recibir vida interior, en vez de que la naturaleza que está en nosotros se renueve según la imagen del Señor Jesucristo mismo.

Lo que la enseñanza de nuestro Señor subraya en este pasaje es el hombre mismo, y dice en realidad que lo que importa en última instancia es precisamente esto. Alguien puede hablar de  forma adecuada, puede parecer que vive correctamente, y con todo, según nuestro Señor, ser un falso profeta. Puede tener la apariencia de vida cristiana sin que en realidad sea cristiano. Esto ha sido una fuente constante de problemas y peligros en la larga historia de la iglesia cristiana. Pero nuestro Señor nos ha puesto sobre aviso desde el principio para que captemos este principio; que ser cristiano significa un cambio en la vida y en la naturaleza misma del hombre. Es la doctrina del nuevo nacimiento. Ninguna acción del hombre vale nada a no ser que haya cambiado su naturaleza. Pronto nos ocuparemos de esta afirmación: “Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu Nombre, y en tu Nombre echamos fuera demonios, y en tu Nombre hicimos muchos milagros?” Ahí tenemos a un hombre que ha hecho cosas sorprendentes en su vida; pero él mismo no ha cambiado. Decía y hacía lo adecuado, pero de nada valía. Exactamente lo mismo puede suceder en la vida y conducta. En este sentido el cristianismo es único, es decir, en cuanto se preocupa sobre todo del estado del corazón. Y en la Biblia el corazón no suele ser la sede de las emociones, sino el centro de la personalidad. Tomemos, por ejemplo, Mateo 12:33-37. No cabe duda de que en ese pasaje nuestro Señor lo plantea con claridad y precisión: “O haced el árbol bueno, y su fruto bueno, o haced el árbol malo, y su fruto malo; porque por el fruto se conoce al árbol”. Se vuelve a subrayar la índole o naturaleza del árbol. En otro lugar dice, “Lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre”. No son simplemente las cosas que uno hace externamente; no es cuestión de lavar la parte de afuera de las tazas y bandejas; no es lo que entra sino lo que sale; lo que cuenta es el hombre mismo. Nuestro Señor se esfuerza mucho por subrayar, con esta metáfora, que lo que hay en el corazón siempre se manifiesta. Se manifestará en las creencias, en las enseñanzas y doctrina. Se manifestará también en la vida. No siempre resulta fácil de ver, pero nuestro Señor nos dice que si tenemos los ojos iluminados con la enseñanza del Nuevo Testamento, siempre estaremos en condiciones de reconocerlo. Vimos, hablando de la doctrina por ejemplo, que si lo único que se mira es si alguien va a decir o no cosas totalmente equivocadas, probablemente nunca se detectarán los falsos profetas porque no dicen cosas así. Pero si se cae en la cuenta de que hay ciertas cosas que un verdadero cristiano siempre tiene que subrayar, y se las busca, entonces se puede descubrir que no aparecen por ninguna parte, y se puede sacar la conclusión de que esa persona que uno creía que era cristiano, es un falso profeta y, por consiguiente, un peligro serio. Lo mismo ocurre en el caso de la vida. Podemos mostrar esto con una serie de principios.

El primer principio es que hay un lazo indiscutible entre creencia y vida, es decir, la naturaleza se manifiesta. Lo que el hombre es, en última instancia, en lo más profundo de su ser, siempre se manifestará, precisamente en su creencia y vida. Estas dos cosas van indisolublemente unidas. Lo que el hombre piensa, eso viene a ser. El hombre actúa como piensa. En otras palabras, manifestamos inevitablemente lo que somos y creemos. No importa el cuidado que tengamos, en un momento u otro se manifestará. La naturaleza debe manifestarse. No se obtienen “uvas de los espinos” ni “higos de los abrojos”; “no puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos”. No estamos en el terreno de las apariencias; estamos haciendo un examen más crítico. Nuestro Señor propone todo esto en forma absoluta; y si observamos a otros y a la vida con todo cuidado, debemos estar de acuerdo en que así es.

Quizá nos engañemos por un tiempo. Las apariencias pueden engañar mucho; pero no duran. A los puritanos les gustaba mucho tratar en detalle a los que llamaban ‘creyentes temporales’. Con esto querían decir personas que parecían entrar bajo la influencia del evangelio, personas que daban la impresión de estar verdaderamente convertidas y regeneradas. Hablaban de forma adecuada y manifestaban algún cambio en la vida; parecían cristianos. Pero los puritanos los llamaban ‘creyentes temporales’ porque después llegaban a dar pruebas inconfundibles y claras de que nunca habían llegado a ser verdaderamente cristianos. Esto pasa mucho en los avivamientos. Cuantas veces hay un despertar religioso, o emoción religiosa, se suelen encontrar personas que, por así decirlo, siguen la corriente. No se dan bien cuenta de qué sucede, pero caen bajo la influencia general del Espíritu Santo y por un tiempo se sienten realmente afectados. Pero, según esta enseñanza, quizás nunca lleguen a ser verdaderamente cristianos.

En 2ª de Pedro 2 se encuentra una exposición de esto. El apóstol describe, de forma clara y gráfica casos así. Habla de personas que habían entrado en la iglesia y habían sido aceptados como cristianos, pero luego habían salido. Las describe así. “El perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno”. Se ve lo que ha sucedido. Para emplear su ilustración, incluso a la puerca se la puede lavar, y puede parecer limpia en lo externo; pero su naturaleza no ha cambiado. Esto se ve todavía más claro cuando se compara con lo que dice el apóstol Pedro en el versículo 4 del capítulo 1 de la misma carta. Afirma que el cristiano ha “huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia”. Pero cuando llega a esos creyentes temporales, en el capítulo segundo, dice que han sido sacados no de la ‘corrupción’ sino de ‘las contaminaciones’. Hay una especie de purificación superficial que no cambia la naturaleza. El purificarse es importante, pero puede ser muy engañosa. El que sólo se ha purificado en lo externo, puede parecer cristiano. Pero la argumentación de nuestro Señor es que lo que hace que lo sea o no es la naturaleza interior. Y esta naturaleza interior tiene que manifestarse.

Quizá haya que esperar antes de encontrar pruebas verdaderas. Dios lo ve desde el principio, pero nosotros somos muy lentos en ver estas cosas. Pero, en un momento u otro, el hombre mostrará lo que es. Con toda seguridad lo mostrará en su enseñanza, y también en su vida. Es completamente inevitable. Podemos decir, por tanto, que la verdadera fe cristiana debe producir por necesidad una forma característica de vivir. Sin duda que este es el significado de la pregunta: ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Estas cosas nunca se pueden separar; la naturaleza interior se va a manifestar. La creencia básica del hombre se manifestará en su vida, ya sea antes o después. Debemos tener cuidado, por tanto, en no creer verdadero lo que parece como cristianismo genuino, pero que en realidad no es sino impostura y apariencia externa. Se nos exhorta a que nos enseñemos y disciplinemos a nosotros mismos para buscar con cuidado el fruto.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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