En BOLETÍN SEMANAL
​Las tres metáforas: Seguimos aferrados a la idea de que la diferencia entre el verdadero cristiano y el pseudo cristiano es obvia. Y el punto básico de nuestro Señor, sin embargo, es que se trata de algo muy sutil. No es obvio ni en el caso de los hombres ni en el caso de las casas. Si no subrayamos este punto perderemos el propósito entero de su enseñanza en el Sermón del Monte. En todas partes, nuestro Señor enfatiza este elemento de sutileza.

Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca. Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca. Pero cualquiera que me oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina. (Mateo 7:24-27).

Nuestro Señor plantea a sus seguidores dos posibilidades; todos deben entrar por una de las dos puertas, ya sea por la puerta estrecha o por la ancha, y han de andar, ya sea por el camino angosto o por el espacioso. El propósito que ha tenido ha sido ayudarnos en este dilema. Con este fin, nos ha mostrado cómo reconocer y evitar las sutiles tentaciones y peligros que invariablemente rodean a los que están en esa situación. En estos versículos, nuestro Señor continúa con el mismo tema. Adviértase la conexión. No es algo nuevo; más bien es continuación y remache final de su argumentación anterior. Es la misma advertencia acerca del peligro de la falta de obediencia, de contentarse con escuchar el evangelio y no ponerlo en práctica. En otras palabras, una vez más se trata del peligro del autoengaño.

La Biblia, como hemos visto, está llena de advertencias contra esto; y aquí lo tenemos descrito, de una forma llamativa: en la grandeza de la caída de la casa edificada sobre la arena. Ya hemos visto el caso de los hipócritas inconscientes — los que estaban tan seguros de ser cristianos y que, sin embargo, quedarán tristemente desilusionados en el día del juicio, cuando el Señor les diga, “Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad”. Es, pues, el mismo tema, pero con una lección más. Nuestro Señor nunca utilizó una nueva metáfora solamente por gusto. Tiene que haber en el asunto algún aspecto nuevo, que está deseoso por presentar; y este cuadro atrayente muestra claramente cuál es este nuevo énfasis.

La mejor forma de examinar esta metáfora específica es considerarla como la tercera de una serie. La primera, en los versículos 15-20, respecto al falso profeta, tuvo como propósito advertirnos frente al peligro de que las apariencias nos engañen. Hay hombres afables que vienen a nosotros con vestimenta de ovejas, pero que por dentro son lobos rapaces. Es muy fácil ser engañados por esa gente porque somos muy superficiales en nuestra manera de juzgar. Nuestro Señor dijo en cierta ocasión “No juzguéis según las apariencias”. Y dijo también que Dios no juzga así, sino según el corazón. Ésta es la primera advertencia.

 No debemos suponer, cuando estamos frente a estas dos puertas, que todo el que venga a hablarnos, aunque sea agradable y afable, y aunque parezca cristiano, sea necesariamente tal. No debemos juzgarlo por las apariencias; debemos aplicar otra prueba —”Por sus frutos los conoceréis”.

La segunda metáfora es la de los que suponen que todos los que dicen ‘Señor, Señor’ entrarán en el reino de los cielos. Esta metáfora tiene como propósito advertirnos contra el peligro de engañarnos a nosotros mismos en función de lo que creemos, o en función de nuestro celo y fervor y de nuestras propias actividades. “Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?” Descansaban en estas cosas; pero estaban totalmente equivocados. El Señor nunca había tenido nada que ver con ellos; nunca los había conocido. Simplemente se estaban engañando a sí mismos.

Ahora vamos a examinar la tercera y última metáfora. Quisiera decir de inmediato, a fin de concentrar la atención, que la principal preocupación de nuestro Señor en esta metáfora es advertirnos contra el peligro de buscar y desear sólo los beneficios y bendiciones de la salvación y de descansar en nuestra aparente posesión de los mismos. Está claro que las palabras se dirigen a los que profesan ser cristianos. No se dirigen a personas que no tienen ningún interés por el reino; se dirigen a personas que han estado escuchando, y a quienes les gusta escuchar, la enseñanza referente al reino. Estas palabras se dirigen obviamente a miembros de iglesias, a aquellos que profesan ser cristianos, que profesan el discipulado, que están buscando los beneficios y las bendiciones de la salvación. Todos los detalles de la metáfora subrayan esto y vemos que también ello tiene como fin mostrarnos la diferencia entre la profesión falsa y la genuina del cristianismo; la diferencia entre el cristianismo y el cristiano aparente; entre el hombre que ha nacido realmente de nuevo y es hijo de Dios y el hombre que sólo piensa que lo es.

A fin de hacer resaltar esta distinción nuestro Señor nos presenta una comparación; de hecho, hay una especie de comparación doble en la metáfora. Hay dos hombres y dos casas. Es obvio, por tanto, que si queremos llegar a la verdad espiritual que se nos enseña en este pasaje, debemos examinar la metáfora en detalle. Hay semejanzas y diferencias que hay que observar.

Ante todo veamos las semejanzas en el caso de los dos hombres. Para empezar, tienen el mismo deseo. Ambos deseaban construir una casa, una casa en la cual poder vivir con su familia, vivir con comodidad y disfrutar. Deseaban lo mismo, pensaban acerca de lo mismo y se interesaban por lo mismo. En este sentido no hay diferencia alguna. No sólo esto, sino que ambos deseaban una casa en la misma localidad; de hecho, construyeron sus casas en la misma localidad, porque nuestro Señor indica con claridad que las dos casas se vieron sometidas exactamente a las mismas pruebas. Se da pues una impresión marcada de que las dos casas estaban muy próximas la una de la otra, y estaban sujetas precisamente a las mismas condiciones. Este punto es muy importante.

Pero podemos dar un paso más y decir que obviamente prefirieron y diseñaron la misma clase de casa. Deducimos esto del hecho de que nuestro Señor dice claramente que no había diferencia entre las dos casas a excepción del fundamento. Vistas desde afuera y de forma superficial, no había diferencia. Las puertas, las ventanas y las chimeneas estaban todas en la misma posición; tenían el mismo diseño, la misma estructura —las dos casas eran aparentemente idénticas, con la única excepción de esa diferencia bajo la superficie. Por esto, podemos concluir que a los dos hombres les gustaba la misma clase de casa. No sólo deseaban ambos una casa; deseaban la misma clase de casa. Las ideas que tenían al respecto eran absolutamente idénticas. Tenían mucho en común.

Al decir esto, hemos hecho resaltar de paso las semejanzas en las dos casas. Hemos visto que las dos casas tenían el mismo aspecto al examinarlas superficialmente. Todo parece estar exactamente en la misma posición tanto en la una como en la otra. Además, debemos recordar que ambas están sometidas a las mismas pruebas. Hasta aquí, pues, al contemplar a los dos hombres y a las dos casas, no encontramos sino semejanzas. Con todo, sabemos que el punto clave de la metáfora es mostrar la diferencia y las desemejanzas. De hecho lo que preocupa a nuestro Señor es mostrar que la diferencia es una diferencia fundamental.

Al pasar a examinar las diferencias, podemos dividir el tema en dos, a saber, la diferencia entre los hombres y la diferencia entre las casas. Antes de entrar en detalles, veamos la diferencia general. Lo primero es que no se trata de una diferencia obvia. Hace falta que recordemos esto constantemente, porque no hay otro punto en el que el satanás con su sutileza parezca engañarnos con tanta frecuencia. Seguimos aferrados a la idea de que la diferencia entre el verdadero cristiano y el pseudo cristiano es obvia. Y el punto básico de nuestro Señor, sin embargo, es que se trata de algo muy sutil. No es obvio ni en el caso de los hombres ni en el caso de las casas. Si no subrayamos este punto perderemos el propósito entero de su enseñanza en el Sermón del Monte. En todas partes, nuestro Señor enfatiza este elemento de sutileza.

Lo encontramos en la primera metáfora de los dos hombres con vestimenta de ovejas —los falsos profetas—. La dificultad básica respecto al falso profeta, como vimos, fue que en la superficie era extraordinariamente semejante al verdadero profeta. El falso profeta no es necesariamente alguien que dice que no hay Dios y que la Biblia es sólo producto del pensamiento humano, alguien que niega los milagros y lo sobrenatural. Al falso profeta se le puede descubrir sólo examinándolo muy cuidadosamente, con un sentido de discernimiento que sólo el Espíritu Santo da. Su condición es tal que engaña a los demás y a sí mismo. Lo mismo vimos en la segunda metáfora: y también lo encontramos aquí. La diferencia no es obvia, sino muy sutil, sin embargo, para los que tienen ojos para ver, es perfectamente clara. Si se interpreta esta metáfora diciendo que la diferencia entre las dos casas y los dos hombres se descubre sólo cuando llegan las pruebas, cuando vienen las inundaciones y soplan los vientos, entonces la exposición no es sólo equivocada sino que de nada vale. Para entonces es demasiado tarde para hacer algo al respecto. Por esto si nuestro Señor enseñara eso se estaría burlando de nosotros. Pero éste no es el caso; el objeto que tiene es capacitarnos para descubrir la diferencia entre los dos, de forma que podamos salvaguardarnos, cuando todavía hay tiempo, contra las consecuencias de la posición falsa. Si nuestros ojos están ungidos con el ungüento que da el Espíritu Santo, si poseemos ‘la unción del Santo’, la unción que nos capacita para discernir, podemos detectar la diferencia entre los dos hombres y las dos casas.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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