En BOLETÍN SEMANAL
Debemos ser santos: ​¿Por qué es tan importante la santidad? ¿Por qué motivo el Apóstol dice: “Sin la santidad nadie verá al Señor”?


«La santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Hebreos 12:14)

¿Puede la santidad salvarnos? ¿Puede la santidad quitar el pecado? ¿Puede cubrir las iniquidades, hacer satisfacción por las transgresiones y pagarle nuestra deuda a Dios? No, ni mucho menos. Jamás permita Dios que lleguemos a decir tal cosa. Nada de eso puede hacer la santidad. Aun los santos más brillantes no son más que «siervos inútiles.” Nuestras mejores obras no son más que «trapos de inmundicia» cuando son examinados por la santa Ley de Dios. La vestidura blanca que Cristo nos ofrece, con la que somos revestidos por la fe, es nuestra sola y única justicia; el Nombre de Cristo es nuestra única confianza, y el Libro de Vida del Cordero nuestro único título para el cielo. Con toda nuestra santidad no somos más que pecadores. Aun lo mejor en nosotros está manchado y empañado de imperfecciones; nuestras mejores obras son más o menos incompletas, malas en sus motivos, o defectuosas en su realización. Por las obras de la ley jamás ningún hijo de Adán podrá justificarse. «Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios: no por obras, para que nadie se gloríe» (Efesios 2:8,9). ¿Por qué pues es tan importante la santidad? ¿Por qué motivo el Apóstol dice: “Sin la santidad nadie verá al Señor”? He aquí algunas razones.

Debemos ser santos porque Dios en la Escritura así lo exige. El Señor Jesús le dice a su pueblo: «Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.” «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.” Pablo dice a los tesalonicenses: «La voluntad de Dios es vuestra santificación.” Y Pedro dice: «Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo. » «En esto», nos dice Leighton, «la ley y el Evangelio concuerdan» (Mateo 5:20; 5:48; 1ª Tes. 4.3; 1ª Pedro 1:15-16).

Debemos ser santos, porque este es el gran fin y propósito por el cual Cristo vino al mundo. Escribiendo a los Corintios, Pablo les dice: «Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos.” A los Efesios les dice: «Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla.” Y a Tito: «Cristo se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras» (2ª Corintios 5:15; Efesios 5:25-26; Tito 2:14). Decir que somos salvos de la culpabilidad del pecado, sin ser al mismo tiempo salvos de su dominio en nuestros corazones, sería ir en contra del testimonio de la Escritura. Los creyentes son elegidos «en santificación del Espíritu»; fueron predestinados «para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo»; fueron escogidos para que fuesen santos y sin mancha delante de Él»; fueron llamados «para ser partícipes de su santidad.” El Señor Jesús es un Salvador completo. No solamente quita la culpa del pecado en el creyente sino que hace más: rompe el poder del pecado (1 Pedro 1:2; Romanos 8:29; Efesios 1:4; Hebreos 12:10).

Debemos ser santos porque esta es la única evidencia verdadera de que tenemos una fe salvadora en Cristo Jesús. El Artículo Doce de nuestra Iglesia, dice: «Aunque las buenas obras no pueden quitar el pecado y soportar la severidad del juicio de Dios, sin embargo son aceptables y agradables a los ojos de Dios en Cristo, y fruto necesario de una fe viva.” Santiago nos previene de que existe una fe muerta, una fe que no es más que una mera profesión de labios, y no tiene influencia alguna en el carácter de la persona (Santiago 2:17). La verdadera fe es algo muy distinto; siempre se evidenciará por sus frutos; será una fe que santificará, obrará por el amor, vencerá al mundo, purificará el corazón. La única evidencia segura de que estamos unidos a Cristo, y Cristo está en nosotros, es a través de una vida santa. Aquellos que viven para el Señor son, por lo general, los únicos que mueren en el Señor. Si deseamos morir con la muerte del justo no descansemos en deseos de indolencia sino esforcémonos en vivir la vida del justo.

Debemos ser santos, porque con ello probaremos que amamos al Señor Jesús sinceramente. Sobre este punto el mismo Señor Jesús nos ha hablado muy claro en los capítulos catorce y quince de San Juan: «Si me amáis, guardad mis mandamientos.” «El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama.” «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Juan 14:15-21-23; 15: 14). Sería difícil encontrar palabras más claras que estas; ¡ay de aquel que las descuida! ¡Triste debe ser ciertamente el estado espiritual del hombre que piensa en todo lo que Cristo sufrió, y aun así se adhiere a aquellos pecados por los cuales Jesús sufrió la cruz! Fue el pecado que tejió la corona de espinas; fue el pecado que abrió las manos, pies y costado del Señor; fue el pecado que lo llevó al Getsemaní y al Calvario, a la cruz y al sepulcro. ¡Cuán frío debe estar nuestro corazón si no odiamos el pecado, y no nos esforzamos para vernos libres del mismo, aunque tengamos que cortarnos una mano o arrancarnos un ojo!

Debemos ser santos, porque esta es la única evidencia convincente de que somos hijos de Dios. Los niños por lo general se parecen a sus padres. Unos, sin duda alguna, más que otros. Y algo semejante sucede con los hijos de Dios. El Señor Jesús dice: «Si fueseis hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais.” «Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais» (Juan 8:39,40). Si decimos que somos hijos de Dios, pero no reflejamos en nosotros su semejanza, vanas son entonces nuestras palabras. Si no sabemos nada de lo que es la santidad, podemos alabarnos tanto como queramos, pero la realidad es muy distinta: no tenemos el Espíritu Santo; estamos espiritualmente muertos, y necesitamos ser vivificados; estamos perdidos y debemos ser hallados. «Porque todos los que son guiados del Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Romanos 8:14). Por nuestras vidas debemos dar a conocer a qué familia pertenecemos. A menos que mostremos a los hijos del mundo que nosotros somos los hijos de un Dios santo, nuestra filiación no será más que un término vacío. Dice Gurnall: «No digas que tienes sangre de la realeza en tus venas, y que has nacido de Dios, si no puedes probar tu linaje a través de una vida santa.”

Debemos ser santos porque ésta es la mejor manera de hacer bien a los demás. En este mundo no podemos vivir para nosotros mismos. Nuestras vidas, o harán bien a los demás, o redundarán en su mal. Nuestras vidas son un sermón silencioso que todas las personas pueden leer. Y es triste cuando son un sermón del diablo y no del Señor. Se hace más por el Reino de Cristo con una vida de testimonio santo de lo que nosotros nos imaginamos. La realidad de una vida santa no pasa desapercibida, y obliga al no creyente a pensar. Lleva un peso y una influencia que con ninguna otra cosa podría conseguirse. Hace que la profesión de fe evangélica sea hermosa, y cual faro en la oscuridad atraiga la atención de la gente. En el día del juicio sabremos que además de muchos maridos, muchas otras personas fueron ganadas «sin la palabra» por una vida santa (1 Pedro 9:1). Quizá la gente no te entenderá cuando les hables de las doctrinas del Evangelio, y quizás algunas personas ni deseen escucharte; pero tu vida es un argumento que no podrán evadir. Hay algo en la santidad que ni aun los más ignorantes pueden dejar de percibir. Quizá no entiendan la justificación, pero entenderán, ciertamente, la caridad.

Debemos ser santos porque nuestro bienestar presente depende mucho de la santidad. Nunca se nos recordará esto demasiadas veces. ¡Somos tan aptos para olvidar que existe una estrecha conexión entre el pecado y la tristeza, la santidad y la felicidad, la santificación y la consolación! El Señor sabiamente ha dispuesto que nuestro bienestar esté estrechamente relacionado con nuestra manera de obrar. En su misericordia ha dispuesto que, aún en esta vida, la santidad sea un medio de provecho para el hombre. Nuestra justificación no es por las obras; nuestro llamamiento y elección no es según nuestras obras; pero aun así sería vano suponer que podemos gozar de los frutos vivos de la justificación y tener certeza de nuestro llamamiento, si descuidamos las buenas obras y no nos afanamos para vivir vidas santas. «Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos.” «Y en esto conocemos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestros corazones delante de Él» (1 Juan 2:3; 3:19). Si el creyente no sigue en todo al Señor, antes podrá esperar sentir los rayos del sol en un día oscuro y nublado, que experimentar las grandes consolaciones de Cristo. Cuando los discípulos abandonaron al Señor -escaparon del peligro- pero ¡cuán tristes y miserables se sintieron! Cuando algo más tarde le confesaron con valor y firmeza, fueron azotados y puestos en prisión, pero se nos dice que «salieron de la presencia del concilio, gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre» (Hechos 5:11). ¡Por amor a nosotros mismos, si es que no tenemos otras razones, esforcémonos a ser santos! Todo aquel que más estrechamente siga al Señor en todo, gozará más de sus consuelos.

Debemos ser santos porque sin santidad en la tierra nunca estaremos preparados para gozar del cielo. El cielo es un lugar santo. El Señor de los cielos es un Ser santo. Los ángeles son criaturas santas. La palabra «santidad» está escrita sobre todas las cosas del cielo. De ahí que expresamente se nos diga en el Apocalipsis que en el cielo «no entrará ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira» (Apocalipsis 12:27).

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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