En BOLETÍN SEMANAL


«…la necesidad de orar siempre» «Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar.» (Lucas 18:1; 1 Timoteo 2:8).

Por el hábito de la oración todos los hijos de Dios se parecen. En el momento en el que la vida espiritual les es implantada, empiezan ya a orar. Así como la primera señal de vida en el recién nacido es la respiración, así también en todos los que han nacido de nuevo la primera señal de vida es la oración.

El hábito de la oración es una de las características comunes de los escogidos de Dios. «Ellos claman a Él día y noche.” (Lucas 18:7.) El Espíritu Santo, que ha hecho de ellos nuevas criaturas ha puesto en sus corazones el espíritu de adopción por el cual claman «Abba, Padre.” (Romanos 8:7.) Cuando el Señor Jesús les da vida, les da también una voz y una lengua, y les dice: «Ya no seáis más mudos.” Los hijos de Dios no son mudos. El orar es tan consubstancial a su naturaleza, como lo es el lloro para los recién nacidos. Al percibir la necesidad que tienen de misericordia y de gracia, y al experimentar el vacío y debilidad de sus corazones, no pueden hacer otra cosa que orar. Deben orar.

He observado detenidamente la vida de los santos de Dios en la Biblia, y he podido darme cuenta de que todos ellos eran hombres de oración. He descubierto que una de las características de los santos de Dios es la de que «oraron al Padre», y la de que «invocaron el nombre del Señor Jesucristo.” Según la Biblia, uno de los distintivos de los inicuos es que «no invocaron el nombre de Jehová.” (1 Pedro 1:17; 1 Corintios 1:2; Salmo 14:4.)

He leído también las biografías de muchos cristianos eminentes y me he dado cuenta de que algunos eran ricos y otros pobres; algunos eran cultos y otros sin instrucción; algunos eran anglicanos y otros presbiterianos; algunos eran bautistas y otros independientes; algunos eran calvinistas y otros arminianos. Pero en todos ellos veo algo de común: todos fueron hombres de oración.

Por los relatos misioneros que me van llegando, con gran gozo veo que los paganos, en distintas partes del globo, aceptan el Evangelio. Hay conversiones en África, en Nueva Zelanda, en la India, en América del Sur. En muchos aspectos estos conversos son distintos y difieren entre sí, pero sin embargo, hay en todos ellos una característica común: todos oran. Siempre he visto que la gente que de verdad se convierte, ora.

Ya sé que hay personas que no oran sinceramente, y que no lo hacen con el corazón. El mero hecho de que una persona ore no implica que espiritualmente su corazón sea recto delante de Dios. En este aspecto, como en otros de la religión cristiana, abunda la hipocresía y el engaño. Pero hay algo que afirmo con certeza: la persona que no ora demuestra que todavía no es cristiana, por consiguiente no podrá experimentar realmente sus pecados, ni sentirse deudora a Cristo, ni desear la santidad. Todavía no ha sido hecha una nueva criatura; no ha nacido de nuevo. Puede quizá confiar en una pretendida fe y esperanza, e incluso en la elección, pero si no ora, todo lo que dice es vano.

El hábito de la oración privada y de corazón, es una de las evidencias más reveladoras de una verdadera obra del Espíritu Santo. Una persona puede predicar por falsos motivos; puede escribir y hacer discursos excelentes y ser diligente en buenas obras, pero con todo, ser un Judas Iscariote. Pero raramente una persona buscará la quietud en su habitación y derramará su alma ante Dios secretamente si no es cristiano. El Señor Jesús mismo ha puesto en la oración el sello que distingue una verdadera conversión; y cuando envió a Ananías a Damasco para que buscara a Saulo, la única prueba que le dio de su conversión fue ésta: «He aquí él ora” (Hechos 9:11). Ya sé que los escogidos de Dios han sido elegidos para salvación desde la eternidad, y que el Espíritu Santo, que es quien los llama, a veces los lleva a Cristo de una manera lenta y gradual. Pero el ojo humano sólo puede juzgar por lo que ve y no puede considerar a nadie como justificado si antes no ha creído; y me atrevo a decir que nadie cree hasta que ha orado. No puedo concebir una fe muda. El primer acto de la fe es hablarle a Dios. La fe es para el alma lo que la vida es para el cuerpo. La oración es para la fe lo que la respiración es para la vida. ¿Cómo puede una persona vivir sin respirar? ¿Y cómo puede una persona creer sin orar?

Y es éste precisamente, el punto que nos interesa saber de tu vida espiritual: queremos saber si tú verdaderamente oras. Tus puntos de vista doctrinales pueden ser correctos y tu amor por la fe evangélica puede ser firme e inconmovible, pero aun así, todo esto puede no ser más que un mero conocimiento intelectual que se alimenta de un sentimiento partidista. Lo que nos interesa saber es si tú, de verdad, puedes hablarle a Dios de la misma manera que puedes hablar de Dios.

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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