En BOLETÍN SEMANAL

Es evidente que el hombre nunca jamás llegará al conocimiento de sí mismo si primero no contempla a Dios y, después de haberlo contemplado, desciende a considerarse a sí mismo. Estando arraigado en nosotros el orgullo y la soberbia, tendemos a tenernos por justos, perfectos, sabios y santos, a no ser que con pruebas evidentes seamos convencidos de nuestra injusticia, maldad, locura y corrupción. Pero no nos convenceremos si solamente nos consideramos sólo frente a nosotros y no en referencia a Dios, el cual es la sola regla con la que nos debemos guiar. Todos nosotros estamos, por nuestra naturaleza, inclinados a la hipocresía, cualquier vana apariencia de justicia nos dará tanta satisfacción como si fuese la misma justicia. Alrededor de nosotros no hay cosa que no sea manchada con gran suciedad, de hecho, lo que no es tan sucio nos parece limpísimo mientras mantengamos nuestro entendimiento dentro de los límites de la suciedad de acuerdo al criterio de este mundo; de la misma manera que el ojo, que no tiene delante de sí más color que el negro, tiene por blanquísimo lo que es medio blanco u oscuro.

Y todavía podremos discernir aún más de cerca por los sentidos corporales cuánto nos engañamos al juzgar las potencias y facultades del alma. Porque si al mediodía ponemos los ojos en tierra o miramos las cosas que están a nuestro alrededor, nos parece que tenemos la mejor vista del mundo; pero en cuanto alzamos los ojos al sol y lo miramos fijamente, aquella claridad con que veíamos las cosas de la tierra es de tal manera ofuscada por el gran resplandor del sol, que nos vemos obligados a confesar que aquella sutileza nuestra con la que considerábamos las cosas terrenales, no es sino pura necedad cuando se trata de mirar al sol.

De esta misma manera acontece en la consideración de las cosas espirituales. Porque mientras no miramos más que las cosas terrenales, satisfechos con nuestra propia justicia, sabiduría y fortaleza, nos sentimos muy ufanos y hacemos tanto caso de nosotros que pensamos que ya somos medio dioses. Pero al comenzar a poner nuestro pensamiento en Dios y a considerar cómo y cuán exquisita es la perfección de su justicia, sabiduría y poder a la cual nosotros nos debemos conformar y regular, lo que con un falso pretexto de justicia nos contentaba en gran manera, luego lo abominaremos como una gran maldad; lo que en gran manera, por su aparente sabiduría, nos ilusionaba, nos apestará como una extrema locura; y lo que nos parecía fortaleza, se descubrirá que es una miserable debilidad. Veis, pues, como lo que parece perfectísimo en nosotros mismos, en manera alguna tiene que ver con la perfección divina.

Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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