En cuanto a lo que dice David (Sal. 14:1) que los impíos e insensatos sienten en sus corazones que no hay Dios, en primer lugar se debe aplicar sólo a aquellos que, habiendo apagado la luz natural, se embrutecen a sabiendas…. De hecho, encontramos a muchos que después de endurecerse con su atrevimiento y costumbre de pecar, arrojan de sí furiosamente todo recuerdo de Dios, el cual, sin embargo, por un sentimiento natural permanece dentro de ellos y no cesa de instarles desde allí. Y para hacer su furor más detestable, dice David que explícitamente niegan que haya Dios; no porque le priven de su esencia, sino porque despojándole de su oficio de Juez y proveedor de todas las cosas, lo encierran en el cielo, como si no se preocupara de nada.
Porque, como no hay cosa que menos convenga a Dios que quitarle el gobierno del mundo y dejarlo todo al azar, y hacer que ni oiga ni vea, para que los hombres pequen a rienda suelta, ya que cualquiera que deja a un lado todo temor del juicio de Dios y tranquilamente hace lo que se le antoja, este tal niega que haya Dios. Y es justo castigo de Dios, que el corazón de los impíos de tal manera se endurezca que, cerrando los ojos, viendo no vean (Sal. 10:11); y el mismo David (Sal. 36:2), que expone muy bien su intención, en otro lugar dice que no hay temor de Dios delante de los ojos de los impíos. Y también, que ellos con gran orgullo se alaban cuando pecan, porque están persuadidos de que Dios no ve.
Y aunque se ven forzados a reconocer que hay Dios, con todo, lo despojan de su gloria, quitándole su poder. Porque, así como – según dice san Pablo (2 Tim. 2:13) Dios no se puede negar a sí mismo, porque siempre permanece en la misma condición y naturaleza, así estos malditos, con la pretensión de hacerle un ídolo muerto y sin virtud alguna, son justamente acusados de negar a Dios. Además de esto, hay que notar que, aunque ellos luchen contra sus mismos sentimientos, y deseen no solamente desprenderse de Dios sino también destruirlo en el cielo mismo, nunca llegará a tanto su necedad, que algunas veces Dios no los lleve a la fuerza ante su Tribunal. Pero porque no hay temor que los detenga de arremeter contra Dios impetuosamente, mientras permanecen así arrebatados de ciego furor, es evidente que se han olvidado de Dios y que lo que reina en ellos es el hombre animal.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino