Habiendo ya demostrado que el conocimiento de Dios ha quedado claramente de manifiesto en la obra del mundo y en todas sus criaturas y aún más abierta y familiarmente en la Palabra de Dios, conviene ahora considerar cuál es la causa de que el Señor se manifieste en la Escritura, tal cual ya hemos visto que se refleja en sus obras. Largo sería este capítulo si se hubiera de tratar a fondo. Me contentaré con proponerlo únicamente en resumen, para indicar a los fieles lo que principalmente deben procurar saber de Dios en las Escrituras y para dirigirlos a un fin cierto, que puedan alcanzar.
Dios, Creador Soberano del mundo:
No me refiero aún al pacto particular con que Dios distinguió a los descendientes de Abraham de todas las otras naciones. Porque ya entonces se mostró Redentor al recibir con adopción gratuita por hijos a los que eran sus enemigos; sólo tratamos ahora del conocimiento que se tiene de Dios por las criaturas, sin elevar los hombres a Jesucristo, para hacérselo conocer como Mediador. Y aunque será preciso en el transcurso de este capítulo citar algunos pasajes del Nuevo Testamento, pues realmente el poder de Dios en cuanto Creador, y su providencia en conservar las cosas en el orden y armonía con que las creó, se prueban por Él, con todo quiero prevenir a los lectores sobre mi intención y propósito actuales, a fin de que ellos no se pasen de los limites señalados. Baste, pues, al presente saber de qué manera Dios, siendo el Creador del cielo y de la tierra, gobierna esta obra maestra que Él creó.
A cada paso en la Escritura se pregona su bondad y la inclinación de su voluntad a hacer bien. Y también hay en ella ejemplos de su severidad, que muestran cómo es justo juez, castigador del mal, principalmente cuando su paciencia no aprovecha en absoluto a los obstinados.
El conocimiento del Dios eterno consiste en una viva experiencia:
Es verdad que en ciertos lugares Dios nos es mostrado más a lo vivo para que de ese modo contemplemos su rostro más claramente. Porque cuando Moisés lo describe, parece que quiere compendiar cuanto es posible que los hombres entiendan de Dios. Dice así: » ¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación.(Éx. 34: 6-7).
En este pasaje debemos considerar que su eternidad y su esencia íntima es puesta de manifiesto por aquel glorioso Nombre, que se repite al principio dos veces en hebreo: Jehová, Jehová; como si dijera: ¡Oh tú, que solo eres; oh tú que solo eres! Y luego enumera sus virtudes y poder, por las cuales se nos muestra, no cual es en sí mismo, sino respecto a nosotros; de manera que este conocimiento más consiste en una viva experiencia que en vanas especulaciones. También vemos que se enumeran virtudes como las que hemos notado que resplandecen en el cielo y en la tierra; a saber: su clemencia, bondad, misericordia, justicia, juicio y verdad. Porque su virtud y poder se contienen en el Nombre hebreo Elohim. Los mismos títulos le dan los profetas cuando quieren ensalzar su Santo Nombre. Para no acumular textos con exceso baste al presente un solo salmo (Sal. 145), en el que tan completamente se trata sobre la totalidad de sus virtudes que parece no haber omitido nada. Y, sin embargo, nada se dice en Él que no se pueda contemplar obrando en las criaturas. Dios se hace sentir por la experiencia tal como se manifiesta en su Palabra.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino