Dios dirige los pensamientos y el corazón de los hombres para provecho de su Iglesia y de los suyos
Por esta razón, el que es hijo de Dios, confirmado con tales promesas y ejemplos, considerará los testimonios en los que se nos dice que todos los hombres están bajo la mano de Dios, bien porque sea preciso reconciliarlos, bien para reprimir su malicia y que no causen daño alguno. Porque el Señor es quien nos da gracia, no solamente ante aquellos que nos aman, sino incluso a los ojos de los egipcios (Ex. 3:21). Y Él es quien sabe abatir de diversos modos el furor de nuestros enemigos. Porque unas veces les quita el entendimiento, a fin de que no puedan tomar ningún buen consejo; como hizo cuando, para engañar al rey Acab, le envió a Satanás, que profetizó la mentira por boca de todos los falsos profetas (1 Rey. 22:22). Así también hizo con Roboam, cegándole con el consejo de los jóvenes, de tal forma que por su locura fue despojado de su reino (1 Rey. 12:10, 15). Otras veces, dándoles entendimiento para ver y entender lo que les conviene, de tal manera los amedranta y desanima, que no se atreven en modo alguno a hacer lo que han pensado. En fin, otras veces, después de haberles permitido intentar y comenzar a poner por obra lo que su capricho y furor les sugería, les corta a tiempo el vuelo de sus ímpetus y no les permite llevar adelante lo que pretendían. De esta manera deshizo a tiempo el consejo de Ahitofel, que hubiera sido fatal para David (2 Sam. 17:7-14). Así se cuida de guiar y dirigir todas las criaturas para bien y salvación de los suyos, incluso al mismo Diablo, el cual vemos que no se atrevió a intentar cosa alguna contra Job sin que Dios se lo permitiese y mandase (Job 1:12).
Podemos estar seguros de la bondad de Dios. Cuando consigamos este conocimiento, necesariamente se seguirá el agradecimiento de corazón en la prosperidad, y la paciencia en la adversidad y, además, una singular seguridad para el porvenir. Por tanto, todo cuanto nos aconteciere conforme a lo que deseamos, lo atribuiremos a Dios, sea que recibamos el beneficio y la merced por medio de los hombres, o de las criaturas inanimadas. Pues hemos de pensar en nuestro corazón: sin duda alguna el Señor es quien ha inclinado la voluntad de éstos a que me amen, y ha hecho que fueran instrumentos de su benignidad hacia mí. Cuando obtuviéremos buena cosecha y abundancia de los otros frutos de la tierra, consideraremos que el Señor es quien manda que el cielo llueva sobre la tierra para que ella dé fruto. Y en cualquier otra clase de prosperidad tendremos por seguro que sólo la bendición de Dios es la que hace prosperar y multiplicar todas las cosas. Estas exhortaciones no permitirán que seamos ingratos con Él.
Podemos ser pacientes y estar tranquilos en la adversidad sin resentimiento y sin espíritu de venganza hacia nuestros enemigos
Por el contrario, si alguna adversidad nos aconteciere, al momento levantaremos nuestro corazón a Dios, único capaz de hacernos tener paciencia y tranquilidad. Si José se hubiera detenido a considerar la deslealtad de sus hermanos, nunca hubiera conservado en su corazón sentimientos fraternos hacia ellos. Mas como levantó su corazón a Dios, olvidándose de la injuria se inclinó a la mansedumbre y a la clemencia, de manera que él mismo consoló a sus hermanos y les dijo: «No me enviasteis acá vosotros, sino Dios me envió delante de vosotros … para daros la vida. Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien» (Gen.45:8; 50:20). Si Job se hubiera fijado en los caldeos, por los cuales era perseguido, se hubiera sentido movido a vengarse de ellos, mas como en ello reconoce la acción de Dios, se consuela con aquella admirable sentencia: «Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito» (Job 1:21).
De la misma manera, si David se hubiera parado a considerar la malicia de Simei, que le injuriaba y tiraba piedras, hubiera mandado a los suyos a la venganza; pero como comprendía que Simei no hacía aquello sin que Dios le moviese a ello, los aplaca en vez de provocarlos, diciendo: «Dejadle que me maldiga, pues Jehová se lo ha dicho» (2 Sam. 16:1l). Con este mismo freno reprime en otra parte su excesivo dolor: «Enmudecí, no abrí mi boca, porque tú lo hiciste» (Sal. 39:9).
Si ningún remedio hay más eficaz contra la ira y la impaciencia, ciertamente no habrá sacado poco provecho el que haya aprendido a meditar en la providencia de Dios en este punto, de tal manera que pueda siempre acordarse de aquella sentencia: El Señor lo ha querido, por tanto es necesario tener paciencia y sufrirlo; no solamente porque no es posible resistir, sino porque no quiere nada que no sea justo y conveniente.
En resumen, cuando seamos injuriados injustamente por los hombres, no tengamos en cuenta su malicia – lo cual no conseguiría más que exasperar nuestro dolor y provocarnos a mayor venganza -, sino acordémonos de poner nuestros ojos en Dios, y aprendamos a tener por cierto que todo cuanto nuestros enemigos intentan contra nosotros ha sido permitido y aun ordenado por justa disposición de Dios.
San Pablo, queriendo reprimir en nosotros la tendencia a devolver mal por mal, nos avisa prudentemente de que no luchamos contra carne ni sangre, sino contra un enemigo espiritual, que es el diablo (Ef. 6:12), a fin de que nos preparemos para la lucha. Por eso, esta admonición de que Dios es quien arma tanto al Diablo como a todos los demás impíos, y que preside como juez que ha de dar el premio al victorioso para ejercitar nuestra paciencia, es, utilísima para aplacar el ímpetu de nuestra ira.
Mas si las adversidades y miserias que padecemos nos vienen por otro medio distinto de los hombres, acordémonos de lo que enseña la Ley: que toda prosperidad proviene de la bendición de Dios, y que todas las adversidades son otras tantas maldiciones suyas (Deut.28). Y nos debería llenar de terror aquella horrible amenaza: «Si anduviereis conmigo en oposición, yo también procederé en contra de vosotros» (Lev.26:23-24). Palabras con las que se pone de relieve nuestra necedad; porque nosotros según nuestro sentir carnal tenemos por cosa fortuita y sucedida al acaso todo cuanto acontece, sea bueno o malo, y no nos conmovemos con los beneficios que Dios nos hace, para servirle, ni tampoco nos sentimos incitados a arrepentirnos con sus castigos. Por esta misma razón Jeremías y Amós reprendían tan ásperamente a los judíos, porque éstos pensaban que ni el mal ni el bien provenían de la mano de Dios (Lam. 3:38; Am. 3:6). Viene a propósito lo que dice lsaías: «Yo Jehová, y ninguno más que yo, que formo la luz y creo las tinieblas, que hago la paz y creo la adversidad. Yo Jehová soy el que hago todo esto» (Is.45:6-7).
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino