El Señor Jesús no sólo prometió que la palabra que saliera de la boca de los apóstoles sería una palabra del Espíritu Santo, sino que les concedió tal poder y autoridad personal que sería como si Dios mismo hablara a través de ellos. De esto testificó San Pablo a la iglesia de Tesalónica, diciendo: “Por lo cual también nosotros sin cesar damos gracias a Dios, de que cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios” (1 Tes. 2:13). Y San Juan nos dice que, tanto antes como después de la resurrección, el Señor Jesús les dio a Sus discípulos el poder para atar en la tierra, en el sentido de que su palabra tendría un poder atador para siempre: “A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos”— (Juan 20:23) palabras que resultan horribles e insoportables a menos que se entiendan con la implicación del perfecto acuerdo entre la mente de los apóstoles y la mente de Dios. Las palabras de Cristo a Pedro tienen un significado similar: “Y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos.” (Mat. 16:19)
No obstante, al leer y meditar en estas palabras notables y de mucho peso, seamos cuidadosos en no caer en el error de Roma ni de—por tratar de evitarlo— hacer inefectiva la Palabra de Dios. Pues la Iglesia de Roma aplica estas palabras de Jesús a Sus discípulos, a toda la Iglesia como institución; y especialmente a Pedro, haciendo que se refiera a todos los (supuestos) sucesores de Pedro en el gobierno de la Iglesia de Roma. Si ese fuera el significado de estas palabras, Roma tendría toda la razón; así, al Papa se le ha concedido el poder para atar, y a los sacerdotes de Roma el poder de absolver. Nuestra razón para negar que Roma tenga este poder no es que los hombres sean incapaces de poseerlo, sino que fue dado a los apóstoles; Pedro era infalible en sus discursos ex cátedra, y los apóstoles podían conceder absolución. Pero negamos que Roma tenga la más mínima autoridad para conferir este poder de Pedro al Papa, o el de los apóstoles a los sacerdotes.
Ni Mateo 16:19 ni Juan 20:23 contienen la más mínima prueba para tal pretensión. Y ya que ningún hombre tiene la libertad para ejercer ese poder tan extraordinario a menos que muestre las credenciales de su misión, negamos que Roma esté capacitada para ejercer tal autoridad en papas o sacerdotes, no porque sea imposible, sino porque Roma no puede justificar tales pretensiones.
Al mismo tiempo, en nuestro enfrentamiento con Roma, no caigamos en el error opuesto de desacreditar el sentido claro y directo de la palabra. Esto es lo que hacen los teólogos éticos; pues no le hacemos justicia a dichas palabras de Jesús si nos negamos a reconocer una obra del Espíritu Santo enteramente particular, única y extraordinaria en los apóstoles. Diluimos las palabras de Jesús y violamos su sentido si no reconocemos que, si los apóstoles aún estuvieran vivos, tendrían el poder para perdonar nuestros pecados; y que Pedro, si aún estuviera vivo, tendría el poder y autoridad para promulgar ordenanzas obligatorias para toda la Iglesia. Las palabras son tan claras, la aptitud es otorgada en términos tan precisos, que no se puede negar que Juan podía perdonar pecados ni que Pedro tenía el poder para promulgar un decreto infalible. El Señor les dijo a los discípulos: “A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos” (Juan 20: 23); y a Pedro: “Y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos.” (Mt. 16: 19)
Al reconocer de esta manera la posición única y el poder extraordinario de los apóstoles, inmediatamente añadimos que este poder les fue otorgado sólo a ellos y a nadie más. Enfatizamos esto en oposición a Roma y a aquellos que aplican las palabras de Cristo—las cuales fueron dichas exclusivamente a Sus discípulos—a los ministros y a otros creyentes. Ni Roma ni los teólogos éticos tienen derecho a hacer esto, a menos que puedan demostrar que el Señor Jesús les dio tal derecho. Pero no pueden hacerlo. Se debe tener cuidado, por lo tanto, en la elección de textos, pruebas y citas de la Escritura para asegurar no sólo qué se dice, sino también a quién se le dice. Así el error en cuanto al apostolado será pronto superado; y los creyentes verán que los apóstoles ocupan una posición diferente a la de otros cristianos, que las promesas citadas tienen un carácter excepcional, y que la Palabra del Señor se malentiende cuando la inspiración es confundida con la iluminación.
En oposición a estas perspectivas incorrectas, las cuales suenan a doctrina de Roma— clericales en principio y al mismo tiempo con tendencia hacia el racionalismo—nos adherimos a la antigua confesión de la Iglesia Cristiana, la cual declara que, como extraordinarios embajadores de Cristo, los apóstoles ocuparon una posición única en la raza, en la Iglesia, y en la historia del mundo, y que fueron revestidos de poderes extraordinarios que requirieron una operación extraordinaria del Espíritu Santo.
No obstante, no negamos que estos hombres hayan nacido de nuevo y que hayan tenido parte en la iluminación celestial; pues para que el nuevo hombre fuera revelado en ellos con poder, el hombre viejo tuvo que ser quitado. Sin embargo, su estado y condición personal fue la causa de su continua pecaminosidad hasta la hora en que murieron; por lo tanto, su autoridad infalible jamás podría haber surgido desde la condición falible de sus corazones. Incluso si hubiesen sido menos pecaminosos, no se podría dar cuenta de tal poder. Y si hubiesen caído más profundamente en pecado, esto no hubiese frustrado la operación del Espíritu Santo con referencia al ejercicio de esta autoridad. Ellos eran santos porque estaban escondidos en Cristo como otros cristianos; pero eran santos apóstoles, no sobre la base de su estado y condición espiritual, sino sólo en virtud de su llamado santo y de la obra del Espíritu Santo que les fue prometida y otorgada.
Finalmente surge la pregunta de si hubo alguna diferencia entre la operación de Espíritu Santo en los profetas y en los apóstoles. La respuesta es afirmativa. Los oráculos de Ezequiel son diferentes al Evangelio de San Juan. La Epístola a los Romanos da testimonio de una inspiración diferente a la de las profecías de Zacarías. El libro de Apocalipsis prueba indudablemente que los apóstoles también eran susceptibles a la inspiración por medio de visiones; el libro de Hechos da evidencia de que en esos días también hubo señales maravillosas; San Pablo también habla de visiones y éxtasis. Y aún así, el tesoro colectivo que hemos heredado bajo el nombre de los apóstoles da evidencia de que la inspiración del Nuevo Testamento tiene un carácter distinto al del Antiguo Testamento. Y la diferencia principal consiste en el hecho poderoso del derramamiento del Espíritu Santo.
Los profetas fueron inspirados antes de Pentecostés, y los apóstoles después de él. Este hecho está destacado con tanta fuerza en la historia de su misión, que antes de Pentecostés los apóstoles se encuentran quietos, y después de él se muestran en su rol apostólico ante el mundo. Y ya que en el derramamiento el Espíritu Santo vino a morar en el cuerpo de Cristo, al cual ya había estado preparando, es obvio que la diferencia de inspiración en el Antiguo y Nuevo Testamento consiste en el hecho que, en el primero, la inspiración fue forjada en los profetas desde fuera, mientras que en el último fue forjada en los apóstoles desde dentro, proveniente del cuerpo de Cristo.
Y esta es la razón por la cual los profetas nos dan más o menos la impresión de haber recibido una inspiración independiente de su vida personal y espiritual, mientras que la inspiración en los apóstoles actúa casi siempre a través de la vida del alma. Es este mismísimo hecho el que le da pie al error de la perspectiva ética. Seguramente la persona y su condición son mucho más prominentes en los apóstoles que en los profetas. No obstante, tanto en el profeta como en el apóstol, la inspiración es esa operación completamente extraordinaria del Espíritu Santo por medio de la cual, de una manera incomprensible para nosotros y no siempre consciente para ellos, fueron resguardados de la posibilidad del error.
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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper