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Dios ha decidido reconciliar consigo mismo a los pecadores por medio de Cristo:

Y por medio de Él reconciliar consigo todas las cosas […], haciendo la paz mediante la sangre de su cruz. Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de Él (Col. 1:20-22).

Algunos dicen que Dios no tenía otra forma de conseguirlo. ¡Pero qué patético es cualquier intento de la criatura para comprender la sabiduría omnipotente e insondable de Dios, y para decir lo que Él puede y no puede hacer! No obstante, podemos decir con toda reverencia para con la Majestad celestial, que Dios no podía encontrar mejor forma de exaltar su Nombre glorioso y de comprar la paz del pecador, que reconciliándolo consigo mismo por Cristo, el precioso Pacificador.

Este intercambio misterioso tiene en sí mismo la capacidad de resolver todas dificultades que entraña la enemistad entre el hombre y Dios, y es más maravilloso aun que la obra divina de creación del mundo. Esta creación es tan perfecta y gloriosa, que dice a toda criatura que Dios es su Creador; conocimiento que avergüenza al ateo en su conciencia por no creer. Aun así, el plan de reconciliación excede a la creación del cielo y de la tierra tanto como el reloj supera al cristal que lo cubre. Dios se propuso, al atraer así a los pecadores, hacer que tanto los ángeles como los santos admirasen el misterio de su sabiduría, poder y amor desde ahora y por toda la eternidad.

Cuando por fin se encuentren los ángeles y los creyentes en el Cielo, se les revelará toda la preciosa sabiduría de Dios. Entonces veremos como se secaron los mares de incredulidad y se rompieron las peñas de imposibilidad por la gracia omnipotente de Dios, antes de poder afianzar la paz del pecador. Aprenderemos como el Padre obró para completarlo todo. Seguramente nos sumiremos en la adoración de su profunda sabiduría, que puso los cimientos de toda esta paz según la ciencia eterna de su propia voluntad. Como el sol sobrepasa la fuerza de nuestra vista natural, la gloria de la paz divina irá más allá de nuestra capacidad para entenderla.

Esta es la obra maestra que Dios trazó deliberadamente, mediante su artesanía descomunal, para embellecer el Cielo. Cuando Cristo volvió al Padre, no se llevó ni corona, ni plata ni oro de esta tierra. Por supuesto que algunos arriesgan su vida a diario por estas cosas, pero ¿cómo comparar las riquezas terrestres con el Cielo? Las glorias terrenales no son más adecuadas para la Gloria que los mendrugos del pordiosero para la mesa de un príncipe, ni que un abrigo remendado para un ajuar real.

El Señor Jesucristo vino con un propósito muy superior a todo plan terrestre: emprendió negociaciones de paz entre Dios y los rebeldes justamente dignos de la venganza divina. Dios no conocía a nadie más digno que su propio Hijo para llevarlo a cabo. Jesús se quedó aquí hasta terminar el negocio de su Padre, y luego llevó el gozoso informe de su obra acabada al Cielo.

Permíteme ahora dar razones más detalladas de por qué Dios adoptó este método de reconciliación por medio del evangelio.

Dios manifiesta un odio perfecto al pecado y un amor perfecto hacia los pecadores

Nada demuestra tanto la misericordia como el perdón. Recibir a un pecador reconciliado en el Cielo no es tan gran obra como reconciliarlo en primer lugar. Los términos son muy distintos, ya que hay muchas razones para esperar lo primero, y ninguna para esto último. Cuando Dios lleva a cabo el acto de reconciliación, hace que el pecador vea su odio hacia el pecado en su rostro de amor. Y esto es necesario si consideramos lo difícil que resulta para nuestro corazón corrupto comprender la misericordia de Dios sin una reflexión avergonzada en cuanto a su santidad.

Cuando Dios dijo: “Yo he callado”, ¿a qué conclusión llegó el malvado acerca de Él? La Palabra de Dios responde: “Pensabas que de cierto sería yo como tú” (Sal. 50:21). Esto es: “Creíste que yo tolero el pecado igual que tú”. Si un texto tan franco referente a la misericordia divina se interpreta para perjuicio de su santa naturaleza, ¿cuánto más abusará el pecador de la misericordia perdonadora de Dios? Algunos miran fijamente la verdad consoladora de la misericordia tanto tiempo que no están dispuestos a examinar ningún otro atributo de Dios.

Al reconciliarse con los pecadores por medio de Cristo, Dios tiene maneras formidables para convencerles de su odio implacable al pecado. Es verdad que la Biblia dice que el pecado no encuentra favor alguno en el corazón de Dios; el pecado confirma el tormento de la conciencia culpable que persigue la paz y proclama la condenación de su prisionero. La Palabra también describe los juicios ardientes de este mundo; y el horno que se calienta en la eternidad para los incrédulos muestra cuán furioso está el corazón de Dios contra el pecado de ellos. Todo esto es muy convincente. Pero cuando vemos cómo el Padre clava el cuchillo mortal de su ira en el corazón de Jesús en medio del dolor y de las súplicas mismas de este, vaciando la vida de su cuerpo, ello revela el odio divino hacia el pecado más que todos los gritos de tormento del Infierno.

Las espaldas de toda la población condenada en el Infierno no son lo bastante anchas para llevar todo el peso de la ira de Dios a la vez, porque esta es infinita y ellos finitos. Y si esto fuera posible, no estarían retorciéndose aún en esa lúgubre prisión por no pagar. Pero mira a Aquel que cargó con la maldición total por el pecado. Los sufrimientos de los pecadores condenados son infinitamente extensivos por eternos; pero los de Cristo fueron infinitamente intensivos. Él pagó de una vez lo que ellos estarán pagando eternamente, sin acabar jamás.

Toda la maldición del pecado se unió en Jesús, como todo arroyo corre hacia el mar; se juntó en él la paga completa de pecado y muerte. “El castigo de nuestra paz fue sobre él […]. Jehová cargó en él, el pecado de todos nosotros” (Is. 53:5,6). Ve más allá y considera el amor indescriptible de Dios por su amado Hijo mientras lo ve entrar —solo— en el escenario de aquella tragedia sangrienta. Quédate quieto ahí y reconoce el precio doloroso que tanto Dios como su Hijo pagaron para que fueras uno con él. Creo que así estarás en el escalón más alto que puedes alcanzar por medio de la Palabra de Dios en la meditación de su amor.

Imagínate a un padre con un solo hijo —y que no puede tener más— enviando a ese hijo a la cárcel y condenándolo a muerte con su propia boca. Entonces, para asegurarse de que la ejecución se lleve a cabo con el tormento más horrible posible, observa la muerte de aquel con los ojos llenos, no de pena, sino de ira. Si estudias el semblante de este padre, llegas a la conclusión de que seguramente odia, o bien a su hijo o el crimen que cometió. Esto es lo que se ve en la actitud del Padre hacia el Hijo, porque el causante de la muerte de Cristo fue Dios más que ningún hombre o demonio.

Jesús sabía que su sentencia de muerte había sido firmada y sellada por su Padre, porque oró diciendo: “Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad” (Mt. 26:42). Pero el alma del Varón de Dolores se regocijaba en obedecer a Dios, y su sangre era el único vino que alegraba el corazón del Padre: “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento” (Is. 53:10). Cuando Cristo murió en la cruz, Dios se complació, no porque no amara a su Hijo, ni porque este le hubiera desobedecido, lo cual Jesús no hizo ni siquiera una vez. Pero Dios odiaba el pecado, y en su resolución de exaltar su misericordia para con los pecadores, satisfizo su justicia en su único Hijo.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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