1.- Reconoce que hay enemistad entre tú y Dios
Vayas donde vayas, un Dios airado te rodea; su ira es como una gran nube de maldición que te cubre, lista para ser derramada sobre ti. Debes reconocer esta verdad. Los hombres pueden admitir que son pecadores, pero no llegan a considerarse enemigos de Dios.
Como los ladrones, los pecadores confesarán algunos fallos menores pero evitarán cuidadosamente todo lo que sugiera la necesidad de juicio. “Pecador” es un seudónimo aceptable. ¿Quién no peca alguna vez? Pero confesar una enemistad abierta contra Dios, los acerca demasiado al cadalso. Son como los judíos que exigían que el Rabsaces no hablara en hebreo a oídos del pueblo para no asustarlo (cf. Is. 36:11). Demandaban que hablase en otro idioma. También los pecadores prefieren que no se les diga llanamente la verdad a oídos de su conciencia. Prefieren que se les hagan cosquillas en los oídos, antes que enterarse de lo peor.
Podrías tener todos los imperios del mundo en tu mano, y a las naciones arrastrándose a tus pies, como los animales se presentaron delante de Adán. Tu vida podría ser el doble de larga que la de Matusalén para disfrutarlo todo, sin ni siquiera una nube que lo oscureciera. Pero si te falta la paz, yo preferiría ser un gusano bajo tus pies o un sapo en una zanja, que tú mismo en tu palacio. Un pensamiento acerca de la muerte cercana y del tormento que te aguarda puede destruir al instante toda tu felicidad presente.
Rechazar la paz de Dios en los términos evangélicos hace que los grandes dirigentes del mundo —de hecho todo pecador no reconciliado de la condición que sea— vayan a la tumba como un oso baja una colina: andando hacia atrás. Mirar adelante podría matarlos del susto, viendo hacia donde se dirigen. Van hacia allí sin una coraza: la seguridad de la paz con Dios.
¿Qué deberías hacer entonces? ¿Encerrarte como un pecador condenado, apartado de los amigos halagadores que consuelan tu alma con una falsa seguridad, lo cual constituye la cuna en la que el diablo mece a las almas hasta su destrucción? Más bien, busca a aquellos que se atreven a ser fieles, como Samuel, para decirte toda palabra de Dios que haya contra ti, sin tapujos.
Lee tu propia sentencia con los ojos puestos en la Palabra; acepta tu sentencia de la boca de Dios, no del hombre: “No hay paz, dijo mi Dios, para los impíos” (Is. 57:21). Medita la Palabra hasta que se adhiera a tu alma como la venda a una herida, y saque la costra de orgullo y confianza carnal que han endurecido tu corazón. Para entonces, la angustia de tu propio espíritu te impulsará a desear la paz con Dios por encima de todo. Esto es lo que Dios ha estado esperando oír de ti.
2.- Asegúrate de tener buenas motivaciones
Nada es tan odioso para Dios como las blandas palabras de paz, mientras en el corazón se mantiene la guerra fría. Ten cuidado de no tener intenciones indignas cuando pides la paz de Dios, porque Él las escudriña todas. Dios nunca ha cambiado de parecer acerca de nadie al que haya perdonado y acogido en su paz, porque nunca ha sido engañado como a veces nos engañan los falsos hermanos. Cuando Joab mató a Amasa, este no se había percatado de la daga que Joab llevaba en la mano (2 S. 20:9-10). Pero Dios escudriña el corazón para ver lo que llevas dentro; por tanto, asegúrate de tener claro en la mente tu motivo verdadero.
Dios permite que te pongas de su parte porque es seguro. Nadie ha hecho las paces con él sin que este motivo fuera uno de los factores para ello. Si Jacob hubiera estado seguro en su casa, nunca habría acudido a Labán. De alguna manera, a todos se les arranca de su propia autoconfianza antes de que se entreguen a Dios. Ten cuidado de que no sea este tu único motivo; Dios no permite la paz cuando el tratado solo se hace por egoísmo. Un hombre sorprendido por la tormenta bien puede cobijarse bajo el techo de su peor enemigo sin cambiar para nada de actitud hacia él.
Hay dos cosas más importantes que la supervivencia cuando buscas la paz.
a). La reconciliación debe buscar honrar a Dios
Si Dios no se glorificara en perdonarnos más que en condenarnos, sería egoísta que lo deseáramos. Pero no pierde nada por sus actos de misericordia: “Ayúdanos, oh Dios de nuestra salvación, por la gloria de tu Nombre; y líbranos y perdona nuestros pecados por amor de tu nombre” (Sal. 79:9).
Dios es libre de escoger lo que complace a su corazón y exalta su nombre. Vemos en la Palabra que Él ama la misericordia y no el sacrificio (cf. Mt. 12:7). Se complace más en la misericordia mostrada a un pecador que en la sangre de todos los condenados que se han de sacrificar a su justicia.
Pero Dios tiene un fin más alto que el sufrimiento en la condena de los pecadores: magnificar la gloria de su misericordia en los hijos salvados. Esto es lo que deleita a Dios, y el juicio es solo la sombra de ello.
Puedes buscar la paz con Dios cuando tu corazón está dispuesto a colmarlo de honra, porque la alabanza es un motivo que Dios no rechaza. Abigail le dijo a David: “No tendrás motivo de pena ni remordimientos” (1 S. 25:31). Quería decir que nunca se lamentaría de haber evitado el derramar sangre. El cristiano ora entonces: “Señor, cuando esté en el Cielo entre hombres y ángeles alabándote por el perdón y la gracia, no te lamentarás de que tu misericordia haya evitado el que condenaras mi alma al Infierno”.
Hoy en día está claro que muchos que persiguen la paz esperan el perdón de Dios, aunque no les importa para nada su honra, y son totalmente ignorantes de Él y de su Hijo Jesús. Quieren que Dios haga las paces con ellos mientras ellos hacen guerra contra Él y contra su Palabra. Como un ladrón ante el tribunal, esta clase de personas ruega al juez que les perdone la vida como sea, para bien o mal, de forma legal o ilegal. ¿Qué les importa mientras se les perdone? ¿Consideran acaso la honra del juez? No te engañes, Dios no despreciará sus propios atributos para hacer las paces contigo.
b). La reconciliación debe buscar la comunión con Dios
Supongamos que Dios te dijera: “Soy tu amigo; he mandado que nunca vayas al Infierno. Tengo en mi mano tu indulto, para que jamás seas arrestado por tu deuda conmigo. Pero en cuanto a la comunión, no la esperes; he acabado contigo y nunca vas a conocerme mejor”. Si le escucharas esto al Padre, ¿cuánto te agradaría la paz? Aunque se apagaran los fuegos del tormento, la angustia infernal permanecería en las lúgubres tinieblas sin la presencia de Dios.
Absalón no concebía término medio entre ver el rostro de su padre y morir: “Vea yo ahora el rostro del rey; y si hay en mí pecado, máteme” (2 S. 14:32). Juró diciendo: “Si no soy digno de disfrutar del amor y la presencia de mi padre, no quiero vivir”. Por otra parte, el corazón inconverso busca la paz sin anhelar la comunión con Dios. Como el traidor, está dispuesto a prometerle al rey lo que sea, con tal de salvarse de la ejecución.
- – – – –
Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall