La conciencia es una cerradura que no se abre fácilmente. Aunque la llave encaje, una mano débil no la puede girar. Así que cuando un mero hombre tiene la llave del consuelo, la conciencia se niega a abrir; sus dudas y temores no se resuelven sin una obra del Espíritu de Dios.
La conciencia es un policía de Dios; aunque la deuda se haya pagado completamente desde el Cielo, este policía no libera al alma hasta tener la autorización del Espíritu de Dios en una orden divina: “Si él diere reposo, ¿quién inquietará? Si escondiere el rostro, ¿»quién lo mirará?” (Job 34:29). Sígueme en la demostración de por qué una paz abundante de conciencia no se puede hallar aparte del evangelio y de la obra del Espíritu Santo.
a.- Solo el evangelio presenta al Espíritu de Dios como Consolador
El consuelo del Espíritu Santo descansa sobre la expiación de Jesucristo. Después de derramar su sangre y pagar todo el precio de la paz del pecador con Dios, Jesús volvió al Cielo para pedirle al Padre que enviara al Consolador. Cristo no podría haber hecho esta petición, ni el Padre la hubiera concedido, si su muerte no hubiese protegido la justicia de Dios de sufrir daño cuando los creyentes recibieran consuelo del Espíritu.
Cristo dijo a sus discípulos: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré” (Jn. 16:7).
El Espíritu fue enviado a los creyentes en cuanto Jesús apareció en el Cielo, con su sangre, como Intercesor. Te preguntarás cómo podían los creyentes del Antiguo Testamento tener esta paz y este consuelo, ya que vivían antes del regreso de Cristo al Cielo, aun antes de que viniera por primera vez a la tierra. La respuesta es que encontraron consuelo en la misma Persona que compró su redención. Fueron perdonados por la sangre de Cristo, el Cordero inmolado desde antes de la fundación del mundo; y se consolaban por su Espíritu. Todo su perdón se apuntaba en la cuenta de Cristo, que aun entonces estaba dispuesto a poner su vida una vez llegado el cumplimiento de los tiempos; y de esa misma cuenta, les llegaban las consolaciones del Espíritu Santo.
Así que el Espíritu es Consolador por el pacto evangélico de Dios; nunca podría haber dicho palabra alguna sin esta promesa del evangelio. Por tanto, cuando el Padre lo envía para consolar, viene en el nombre de Cristo, que se ha puesto en la brecha entre Él y los pecadores; esto es, por su causa y a petición suya.
¿Qué dice el Espíritu Santo cuando consuela? La alegre noticia que trae es la revelación evangélica: “No hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere” (Jn. 16:13). Es decir, que su enseñanza no traerá nueva luz, distinta de la que brilla en el evangelio, sino que enseñará la misma verdad que Cristo predicaba.
Cuando el Espíritu Santo consuela, los ingredientes de sus refrigerios que reaniman el alma se han recogido en el huerto del evangelio: “Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (v. 14). Esto es: la muerte de Cristo, su dignidad, resurrección, ascensión e intercesión, así como las promesas compradas y selladas con su sangre.
b.- El Espíritu Santo tiene poder para consolar
El evangelio posee poder suficiente para satisfacer a la conciencia más perturbada del mundo: la plena satisfacción que la preciosa sangre de Cristo ha hecho por los pecadores. Pero si uno tuviera que comprender y aprovechar este plan por su cuenta, habría de seguir con el dolor de una conciencia con quemaduras por falta de una gota de bálsamo para sanarla. Igual que el amor y la sabiduría de Dios proveyeron un Salvador para comprar nuestra eterna redención, también enviaron a un Consolador para aplicarnos la redención comprada. A esta obra divina se la llama acertadamente “un fortísimo consuelo” (Heb. 6:18).
Cristo demostró su fuerza cuando abrió las puertas de la muerte y salió de su oscura prisión en su resurrección gloriosa. Por esta demostración “fue declarado Hijo de Dios con poder” (Rom. 1:4). Se necesita ese mismo poder para abrir la mazmorra en donde se confina a la conciencia culpable. De hecho, la misma piedra que sellaba la tumba de Cristo para evitar su resurrección a la vida, pesa sobre la conciencia del pecador para evitar que resucite al consuelo. Recuerda que el sello más fuerte sobre la tumba de Jesús no era la piedra que colocaron los hombres, ni el sello que pusieron los judíos, sino la maldición de la ley, por causa del pecado, que le impuso la justicia divina. Ni siquiera el ángel que removió la piedra podría haber borrado esa maldición.
Supongamos que examináramos la tumba de una conciencia afligida, en donde la culpa la ha enterrado, y sintiéramos su temor y aprensión infernales: “Estoy condenado”, es la frase que resuena continuamente en sus oídos. ¿Qué es lo que mantiene cautiva su conciencia? ¿Por qué no se puede levantar de esa fosa de terror? En vano derramas el óleo del consuelo, porque la maldición divina es como una daga en su corazón; la ira de Dios pesa como una montaña de plomo sobre la conciencia del pecador. A no ser que puedas quitar esta maldición y esa ira, la paz y el consuelo son imposibles: la misma lápida cubre a los dos.
Pero viene el Consolador trayendo buenas noticias. El mismo Espíritu que evitó que Jesús viera corrupción en la tumba, que evitó que la muerte se cebara en Él, que reavivó su cuerpo muerto y lo levantó no solo a la vida sino a la inmortalidad, es Aquel a quien Cristo llama para satisfacer, con su amor, tu conciencia afligida.
Este bendito Espíritu Santo tiene todas las características de un Consolador. Es tan puro y santo que no puede engañar; su Nombre es “el Espíritu de verdad” (Jn. 14:17). Si Él dice que tus pecados son perdonados, puedes creerlo; Él no te halagará. De no ser así te lo diría, porque sabe reñir tanto como consolar; puede convencer de pecado igual que de justicia. El Espíritu Santo es tan sabio que no se le puede engañar; nunca llama a la puerta equivocada ni da un mensaje erróneo, sino que conoce el propósito exacto del corazón de Dios para cada persona en la tierra. “El Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios” (1 Cor. 2:10).
“Lo profundo de Dios” son los consejos del amor divino que están en el fondo de su corazón, hasta que el Espíritu los saca de allí y los revela a hombres y mujeres. Él también conoce perfectamente el corazón humano. Sería extraño que el carpintero que hizo el armario no conociera cada compartimento secreto del mismo. A pesar de su prolongado estudio, ni el hombre ni el diablo se acercan ni siquiera a un conocimiento pleno de ese pequeño mundo: el microcosmos del alma humana. Pero, como en todas las cosas, Dios conoce este campo a la perfección, y a Él no se le puede engañar.
En resumen, el Espíritu de Dios es tan irresistible que nadie puede hacer frente al poder de su paz. El perdón que Natán llevó a David no era todo lo esperado, de forma que David rogó al Consolador que aliviara su dolor. Se arrodilló y oró que se le restaurara el gozo perdido, y se afirmara su corazón quebrantado por el Espíritu de Dios. Se puede asombrar al hombre, y hasta hacer trampas para eludir las verdades que traen los cristianos para consolarte; pero cuando viene el Espíritu Santo mismo, toda disputa termina. Ante Él, Satanás no puede apelar a su rango ni a la falsa lógica. La confusión se desvanece, y con ella nuestro temor, como las tinieblas ante el sol. El Espíritu Santo rebosa del corazón con tal dulzura y fuerza, que el alma ya no ve el pecado o la culpa más de lo que Noé veía los hormigueros cuando toda la tierra se cubrió de agua.
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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall