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 Consuélate: sabes que es “el Dios de verdad” que te ofrece la paz sin fraude ni traición. Nunca ha derramado sangre en nombre de la paz, ni entregado a nadie a la espada de su ira después de concederle dicha paz: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar” (1 Jn. 1:9). Las promesas de Dios no son “sí y no”, como las del diablo, que las dispone para aprovecharse de todas maneras. El corazón de Dios se ve como por un cristal en estas promesas: todas ellas son “sí y amén” en Cristo (2 Cor. 1:20).

  1. – La ofrece con afecto

El corazón de Dios está absorto con las formas tiernas de mostrar misericordia a los pecadores, y esta compasión se revela de tres maneras:

a.- En su forma de reconciliar a los pecadores consigo mismo. Los hombres se esfuerzan al máximo por conseguir el deseo de su corazón. Dios ha ideado una forma única de reconciliar a los pecadores consigo mismo, de forma que hasta los ángeles estudian este misterio de la misericordia divina para conocer “la multiforme sabiduría de Dios” (Ef. 3:10).

b.- En la inicial revelación de la salvación a los hijos de los hombres.

En cuanto el primer hombre se rebeló contra su Hacedor, el corazón del Señor tuvo compasión de él, y no dejó que el sol se pusiera sobre su enojo. En el mismo día que pecó el hombre, Dios predicó la paz por medio de la simiente de la mujer (cf. Gn. 3:15).

Adán no se imaginaba que Dios tendría un mensaje semejante para él cuando lo escuchó acercarse y decir: “¿Dónde estás tú?”. Para sus oídos culpables la voz sonaba como la de un Dios vengador; pero ese sonido resultó ser la llamada de un Padre de gracia, que deseaba aliviar la conciencia dolorida de su hijo con la compasión y la misericordia que había concebido por él (Gn. 3:9). Sin duda el corazón de Dios rebosaba de esta misericordia, o no habría aparecido tan pronto.

c.- En la ordenanza del ministerio evangélico. Se podría pensar que bastaría con que Dios imprimiera sus pensamientos y propósitos de misericordia en la Palabra, y los encerrara en un libro. Cuando los gobiernos promulgan una ley, se espera que todo ciudadano la busque, la lea y la obedezca plenamente. No envían a un mensajero por todo el país persuadiéndolos a someterse a ella. Pero esto es exactamente lo que hace Dios: envía ministros para convencer a los pecadores para que se reconcilien con Dios. Observa estos detalles en cuanto a los ministros de Dios:

2.- Las personas que Dios envía a predicar.

Aunque los ángeles ministran a los herederos de la salvación, siguen siendo extraños para nosotros. En lugar de utilizarlos a ellos para predicar el evangelio, Dios envía a hombres, seres humanos con pasiones como las nuestras, cuya naturaleza los pone bajo las mismas limitaciones y tentaciones que a los demás. Puesto que conocen sus propios corazones, pueden revelarnos libremente la vileza de los nuestros. El fuego de la ira de Dios que los ha chamuscado por sus pecados, puede indicar el peligro que corremos por la misma clase de impiedad. Por otra parte, el perfume del amor de Cristo en sus vidas nos invita a saciarnos de esa misma abundancia.

“Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen (2 Tim. 2:24-5). Dios no quiere que haya nada en el predicador que predisponga el juicio del pecador, ni endurezca su corazón, contra el ofrecimiento de la gracia. Si el siervo es soberbio y exigente, ¿cómo va a saber la gente que su Amo es manso y paciente? La brecha no debe hacerse más ancha de lo que ya es; de hecho, el que caza el ave no la debe asustar. Además, no se lleva a los pecadores a Cristo lanzándoles duras y provocadoras piedras de retórica, sino que se les atrae y se les encandila con exhortaciones que ablanden el corazón.

3.- La comisión de Dios para sus embajadores.

Las dos partes principales del llamamiento de Dios incluyen su amplitud y su rigor. Primero, la amplitud dice: “Id […] y predicad el evangelio a toda criatura” (Mr. 16:15). Jesús quería decir: “Ofrece la paz a todos. No hagas distinciones: rico o pobre, pecadores empedernidos, viejo o joven. Invítalos a todos, porque tengo sitio para todo aquel que se arrepienta y crea”.

Por otra parte, el rigor de Dios subraya la importancia de proclamar su mensaje fielmente. Pablo temblaba al pensar en la pereza: “¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1 Cor. 9:16). Cristo buscó en lo profundo de su corazón para persuadir a Pedro: “¿Me amas? […] Pastorea mis ovejas” (Jn. 21:16). Como si dijera: “Pedro, lloras y te sientes culpable porque tu cobardía te hizo negarme; pero hay una manera de demostrar tu amor: pastorea mis ovejas. Hazlo y deja de preocuparte por la traición del pasado”. De nuevo, Cristo mostró mayor cuidado por sus ovejas que por sí mismo.

4.- El gozo que Dios expresa cuando los pecadores aceptan su paz.

El gozo es el mayor testimonio de nuestra paz. El amor es para el gozo como la leña para el fuego. Si el amor solo reúne algunas astillas (pequeños deseos del corazón), la llama del gozo no calentará mucho. Pero puesto que Dios se goza tanto en perdonar a los pecadores, su afecto también es grande en su ofrecimiento de paz. De hecho, el motivo por que Dios perdona a los impíos es que “se deleita en [la] misericordia”: “¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia” (Miq. 7:18).

Si preguntas a un pescador por qué está con el anzuelo en el agua toda la noche, responderá que le gusta la pesca. Por eso sabemos el por qué Dios espera a los pecadores durante meses o años, predicándoles: se complace en perdonarlos por su gracia y misericordia. De vez en cuando, un funcionario perdona a algún criminal más por complacer a otros que a sí mismo, pero Dios perdona para alegrar su propio corazón. Por eso, cuando Cristo vino a reconciliar a los pecadores con Dios, su ministerio se identificó con “la voluntad de Jehová” (Is. 53:10).

Dios se empeñó tanto en la misión de reconciliación de Jesús, que solo le satisfizo la muerte de su Hijo: “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento” (Is. 53:10). Los padres terrenales lloran profundamente la muerte de un hijo; pero el gozo de Dios por aquel acto violento de obtención de la paz, surgió porque así se abría un camino para que él pudiera tomar a los pecadores en sus brazos. Viendo lo mucho que Dios desea que acudas a él, te pido que consideres otro asunto, antes de decidir si tomas el camino de su paz o sigues tu propio sendero hacia el Infierno.

5.- Considera lo que ocurre cuando rechazas la paz de Dios

 La declaración de guerra o de paz suele ser resultado de una deliberación y un consejo madurados. Entonces, ¿qué haces cuando no aceptas el tratado divino de paz? ¿No estás dando meramente más trabajo al arrepentimiento cuando el mismo no valdrá ya para nada? Si no eres lo bastante fiel a Dios y a tu alma como para dejar que tu conciencia hable libremente en este asunto, yo lo haré por ti, y te diré exactamente qué es lo que haces cuando rechazas la paz.

Primero: cualquiera que rechaza el perdón, o bien está negando que ha hecho mal o, peor aún, está defendiendo dicho mal. Tus acciones dicen que no quieres ser amigo de Dios, y en términos prácticos pretendes seguir con la guerra. Amílcar Barca fue tan enemigo de Roma que al morir legó su odio a su hijo Aníbal. ¿No basta con que hayas luchado tanto aquí en la tierra contra tu Creador? ¿Vas a seguir con la lucha en el otro mundo también, donde no cabe más posibilidad de terminar con ella que con la eternidad misma?

Además, estás despreciando a Dios mismo, como si su amor y su ira fueran tan triviales que no pudieran inclinar la balanza de tus pensamientos ni hacia la confianza ni hacia el temor. En resumen, que consientes en tu propia condenación y te lanzas al horno abrasador del juicio divino.

Por supuesto que te das cuenta de que el Señor ha jurado destruirte si mueres así. La muerte es la trampilla por la que te baja a la mazmorra del Infierno; una vez allí, tendrás tiempo de sobra para lamentar tu decisión, aunque aquí no te molestas en trabar amistad con Dios. Los recuerdos de sus ofrecimientos de paz serán como sal y vinagre, con los que tu conciencia acusadora te aderezará continuamente mientras te asas en las llamas infernales. Si eres pecador, ya sé que este lenguaje te crispa los nervios, pero es mucho menos horrible que el crujir de dientes en el Infierno.

He leído acerca de una ley tonta y cruel que había entre los espartanos, la cual decía que nadie podía recibir malas noticias en cuanto a sí mismo de otra persona. En su lugar, cada cual tenía que descubrirlas por su cuenta. Tristemente, muchos hoy estarían contentísimos de que tal ley cerrara las bocas de los pastores para evitar que asustaran a los pecadores hablándoles del pago del pecado y de la muerte. La mayoría de los impíos se ofenden más porque se les hable del Infierno que por el estado pecaminoso que los lleva allá.

¿Cuándo vamos a mostrar el amor de Dios a los pecadores, si no lo hacemos ahora mismo? En el Infierno el amor no podrá hacer nada por ellos; ya que aquel es la peor clase de casa de apestados, no podremos escribir en sus puertas: “Señor, ten piedad de los aquí residentes”. No; aquellos que oran por su salvación ahora, y lloran por su estado perdición, un día tendrán que votar juntamente con Cristo por la condenación de los impenitentes, sean estos sus maridos, esposas o hijos. ¡Cuidado pecador!, ahora es el tiempo aceptable para hacer las paces con Dios, antes de que te despiertes en el Infierno y veas los corazones de Dios y de tus seres queridos endurecidos contra ti.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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