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La paz es un término amplio: “Esperamos paz, y no hubo bien” (Jer. 8:15). La paz conlleva bien, como el sol da luz al mundo. Cuando Jesús expresó su mayor deseo para los discípulos, envolvió toda la felicidad de su gran corazón y la envió con esta bendición: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn. 14:27). La paz en su mayor grado, si no es falsa, surge siempre de esta raíz evangélica. Entonces, la verdadera paz es únicamente la bendición del evangelio. La bendición de la reconciliación con Dios constituye la primera clase de paz que hay que examinar.

1.- La necesidad de paz con Dios

Los actos de hostilidad entre las naciones anuncian el principio de una guerra. Igualmente, a pesar del hecho de que dispara corto (aunque no falla a propósito), el hombre lanza andanadas de pecado e iniquidad contra Dios. Aun los cristianos más maduros recuerdan la antigua vida antes de que la nueva les diera la gracia transformadora: “Porque nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos…” (Tit. 3:3). Es decir, éramos esclavos de Satanás: estábamos dispuestos a luchar contra Dios y ponernos del lado de su único enemigo.

No hay parte ni facultad del hombre inconverso que no se resista y luche contra Dios. Pablo dice al respecto: “Los designios de la carne son enemistad contra Dios” (Rom. 8:7). Si la guerra estalla en la mente, tampoco habrá paz en el fondo del alma. Por naturaleza, la enemistad contra Dios está en las facultades superiores del alma. Los soldados rasos a menudo se interesan más por las ganancias personales recibidas de la batalla, mientras que los oficiales miran los principios que están en juego, y entran en combate llenos de desprecio por el enemigo. Las facultades inferiores solo buscan saciar su apetito sensual con la excitación del pecado, mientras que las superiores de la mente se enfrentan más directamente con Dios oponiéndose a su soberanía. De hecho, si fuera posible quitarle a Dios la misma vida, hay odio de sobra en la mente carnal para hacerlo.

No solo está el hombre en guerra con Dios, sino que Dios también lo está con el hombre: “Dios está airado contra el impío todos los días […]. Armado tiene ya su arco, y lo ha preparado. Asimismo, ha preparado armas de muerte” (Sal. 7:11- 13). Dios ha levantado su estandarte real para desafiar a todos los hijos e hijas de Adán, traidores a su corona. Ha salido a combatir con fuego y espada contra todo rebelde a su Palabra. Dios testifica suficientemente de su ira al revelar cómo juzga a los pecadores, aplastados por su justo pie: un destino adecuado para su dañino amo.

En toda puerta por donde el pecado entra, la ira de Dios le sale al encuentro. Ya que toda facultad del alma y miembro del cuerpo se usa como arma impía contra Dios, todos, hasta la punta de la lengua, reciben su parte de la ira divina. Igual que el hombre es totalmente pecaminoso, también es completamente maldito: dentro y fuera, alma y cuerpo por igual. Las maldiciones y los castigos están escritos en él tan apretadamente que no cabe ni uno más.

En resumen, el desagrado del Señor con el pecador es tan ardiente que toda la creación lo comparte. Aunque Dios apunta al hombre, y dirige sus flechas principalmente contra él, estas también hieren a otras criaturas. De modo que la maldición divina golpea a toda la Creación a causa del hombre, y parte de la miseria humana se paga con la Creación caída, con todas las fuerzas y criaturas del mundo natural que originalmente se ordenaron para servir al hombre y contribuir con sus gotas a llenar la copa humana de gozo.

Podemos comparar las plagas divinas con un ejército iracundo que saquea la tierra enemiga, destruyendo sus bienes, envenenando el agua y quemando sus casas. Nada escapa a su furia. El pan que comemos, el aire que respiramos, el agua que bebemos, están envenenados con la maldición divina; de forma que aun el anciano más sano, con el tiempo, morirá.

Todas estas expresiones de la ira divina contra el pecado no se pueden comparar con el Infierno; como tampoco se puede comparar una compañía de soldados con un ejército entero. Dios no tiene más que escaramuzas con los pecadores aquí abajo; solo envía una muestra de su juicio para que sepan que cuentan con un enemigo vivo, que lo ve todo y puede derrotarlos cuando quiera. Solo en el Infierno liberará Dios toda la furia de su poder como Juez, porque allí castigará a los pecadores, “los cuales sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder” (2 Ts. 1:9). Esto entonces confirma el hecho de que existe una disputa entre Dios y el hombre.

2. La paz solo proviene del evangelio

La Palabra de Dios presenta primero los artículos del tratado de paz evangélica y luego sirve como instrumento, por la Escritura predicada y publicada, para efectuar esta bendición.

a.- La Palabra presenta los artículos del tratado de paz El evangelio es el corazón de Dios puesto por escrito; y sus preciosas promesas son verdades celestiales traducidas al idioma humano. En ellas vemos los propósitos de amor y misericordia acordados por Padre, Hijo y Espíritu Santo para que Jesús redimiera a la humanidad perdida. Estas promesas se exponen a la vista de nuestra fe para que las creamos, sabiendo que el Padre autorizó a su Hijo a predicar su paz y comprarla con la muerte en la cruz. Finalmente, Dios envió al Espíritu Santo para sellar estas promesas a todos los que crean en las credenciales de Jesús (los milagros confirmadores y el testimonio bíblico), recibiéndole como Salvador, con fe no fingida.

El pecador está rodeado de un diluvio de ira, sin esperanza ni ayuda, hasta que el evangelio, como paloma, trae la rama de olivo de la paz, y le dice que la marea ha cambiado y el torrente de ira volcado sobre él por su pecado ha caído sobre Cristo. Ya que este se hizo maldición por nosotros, el abismo que estorbaba nuestro viaje hacia Dios se ha cerrado, y donde antes había mar ahora vemos tierra seca y segura descrita como “el camino vivo” (Heb. 10:20), por el cual todo pecador creyente y arrepentido puede cruzar. Jesús se ofrece como puente para cambiar el juicio de Dios por su amor y su favor: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom. 5:1).

Estamos totalmente en deuda con la Palabra por estas verdades de justicia y paz. Filósofos como Cicerón y Aristóteles guardan profundo silencio acerca del tema; no pueden decirle al pecador la forma de encontrar paz con Dios. Tampoco se encuentra esta reconciliación en el pacto divino con Adán, que encierra al transgresor en una mazmorra oscura de desesperación, y le manda no esperar más que la ira de un Dios justo.

Pablo reconoce que solo Cristo trae “la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2 Tim. 1:10). Estaban ocultas en el vientre del propósito divino hasta que vino el evangelio para darlas a conocer; como la luz del sol revela lo que estaba ya presente, pero era invisible sin su luz. Por tanto, la paz de Dios no solo se describe como “el camino vivo”, sino como “el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo”, tan nuevo que el corazón humano no supo nada de él hasta que el evangelio lo abrió: “Guiaré a los ciegos por camino que no sabían, les haré andar por sendas que no habían conocido” (Heb. 10:20; Is. 42:16).

b.- El evangelio predicado y publicado efectúa la paz Antes de completarse la paz entre Dios y el hombre, ambos deben ponerse de acuerdo en lo siguiente: Dios perdona, y el pecador acepta y abraza la paz según los términos de Dios. ¿Cómo se logra esto? El corazón humano tiene una enemistad tan arraigada contra Dios, que hace falta una gran  fuerza como para arrancar montañas y llevar piedras de un lado a otro, a fin de arrancar el corazón de ese terreno malvado. El evangelio predicado es la herramienta poderosa de Dios para lograr esto: “Porque no me avergüenzo del evangelio —declaró Pablo—, porque es poder de Dios para salvación” (Rom. 1:16). Es el carro que lleva victorioso al Espíritu Santo cuando entra en el corazón humano, y se le conoce como “el ministerio del Espíritu” (2 Co. 3:8). Renueva el corazón de la misma manera que afirmó el mundo en el principio: por su Palabra hablada.

Este es el día del poder divino, cuando gana la voluntad de su pueblo y hace que sean amigos suyos aquellos que llevaban en su naturaleza la simiente de la guerra. ¡Poder inaudito! Es como si el son de los tambores del ejército tuviera una influencia asombrosa que obligara a los soldados enemigos a soltar sus armas y buscar la paz en aquel a quien habían resistido con tanta rabia furiosa. Ese es el poder secreto que acompaña al evangelio. No solo le quita la espada al pecador que la desenvaina contra Dios, sino que cercena la enemistad de su corazón y obliga a arrodillarse al más rebelde, haciéndole anhelar la paz publicada en el evangelio. Hace al pecador tan obediente al llamamiento de Dios en este último, que de repente abandona y olvida los abrazos de sus amados deseos, para no seguir apartado de Dios ni un momento más.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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