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 Dios compró nuestra paz por medio de Cristo para proteger a los creyentes del orgullo

El orgullo es la piedra que hizo tropezar a hombres y ángeles. Para que el hombre se volviera a levantar, Dios apartó esta piedra y depuso el arma con que se herían sus hijos. Para proteger a su familia de las huestes infernales que en el futuro intentaran entrar por esa puerta, Dios escogió este modo de salvarlos, tan seguro que, cuando acude el príncipe de este mundo para tentarlos con el orgullo, no encuentra nada en ellos que responda al ofrecimiento.

Nos preguntamos cómo puede crecer el orgullo, entre todos los pecados, ya que su única raíz proviene de la imaginación y la fantasía humana. Y sin embargo se desarrolla como un hongo o musgo entre piedras, donde tiene poca o ninguna tierra para fijar la raíz. Con esta manera evangélica de reconciliar a los pecadores por medio de Cristo, Dios obliga a Satanás a traer la tierra desde fuera.

¿Quieres la paz con Dios? No esperes encontrarla en la penitencia: “El castigo de nuestra paz fue sobre Él” (Is. 53:5). ¡Ten por seguro que nunca podrás tener tu propia paz! Es por el nombre de Cristo, y Él hizo la obra solo: “Porque Él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno” (Ef. 2:14). Judíos y gentiles son uno con Dios y entre sí.

¿Quieres justicia? No aparezcas ante Dios con tu propia vestimenta. Alguien ha provisto tu justicia: “Y se dirá de mí: Ciertamente en Jehová está la justicia y la fuerza” (Is. 45:24). ¿Deseas el derecho a la gloria celestial? Tu plata y tu oro no bastan para comprarlo. El precio no puede salir de tu bolsillo; tiene que salir del corazón de Cristo. Él lo ha comprado, no con plata ni con oro sino con su sangre preciosa, una herencia tan gratuita como los bienes de un padre legados a sus hijos (cf. Ef. 1:14).

Dios escogió darnos este tesoro de reconciliación para humillarnos, para que se doblegara nuestra soberbia y Él pudiera ser exaltado en el día de nuestra salvación: “Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo” (Jn. 6:33). Observa la razón por que Dios escogió alimentar así a sus hijos en el desierto: “En el desierto te alimentó con el maná que tus padres no habían conocido, para humillarte” (Dt. 8:16).

Examinemos este proceso de humillación. Naturalmente, damos por hecho que los israelitas se volverían tanto sabios como humildes, cuando Dios mismo los alimentaba con “pan de ángeles” (Sal. 78:25). Pero el hombre es soberbio, y prefiere ser su propio proveedor; no disfruta tanto de una comida enviada por caridad, a costa de otro, como de la comida que él mismo ha ganado. Este orgullo hizo que los israelitas anhelaran las cebollas de sus huertas egipcias: una comida inferior, pero comprada con su propio dinero en lugar de aquella que procedía de Dios.

La reconciliación de Dios con los pecadores apunta a una unión más perfecta que la que tuvo con Adán

Dios no habría permitido que su primera obra se deteriorara tanto con el pecado de no haber planificado edificar algo más magnifico sobre sus ruinas. Ya que pensaba escribir la felicidad humana en la segunda edición con una letra más perfecta que la primera, utilizó a Cristo como único instrumento digno de lograr este fin: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Jn. 10:10). No vino para darles a los muertos condenados una paz yerma, una vida desnuda, sino vida más abundante de la que nunca tuviera el hombre antes de separarse de Dios por causa del pecado.

Cristo fue el que llenó el segundo templo con una gloria mayor que la primera; Cristo, en la segunda creación del hombre, es quien levanta su cabeza sobre su primera felicidad. Igual que Adán fue el patrón para toda su simiente (lo que él era, habrían sido ellos, de haber permanecido inocente), Cristo es el patrón de esa gloria con que los revestirá: “Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como Él es” (1 Jn. 3:2). Nuestro cuerpo terrestre será “semejante al cuerpo de la gloria suya” (Fil. 3:21), y nuestra alma se parecerá a su alma gloriosa. Mientras tanto, la condición de un pecador reconciliado en Cristo sobrepasa la primera condición de Adán, por la unión y comunión con Dios del redimido.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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