Si se propusiera una votación, ¿no se decidirían los hombres a millares a deshacerse de Cristo y su evangelio? La historia misma profetiza el futuro de esta gran probabilidad. Cada vez que Dios se ha retirado de un pueblo, ha habido unos pocos santos mezclados con los impíos. Sardis contaba con varios que no habían “manchado sus vestidos”, pero, aun así, se le quitó el candelero. Lo único que aquellas personas tuvieron fue una promesa para sí mismas:
“Andarán conmigo en vestiduras blancas, porque son dignas” (Ap. 3:4), pero no se prometió protección alguna para toda la iglesia. Dios puede derribar una casa a la vez que proporciona seguridad para los santos que encuentra dentro.
Unas pocas voces se ahogan fácilmente entre los gritos de la muchedumbre, y una docena de copas de vino apenas se perciben en un barril entero. Así, a veces, un remanente de cristianos poco puede hacer para salvar a los millones de desgraciados incrédulos que los rodean. Cuando la enfermedad controla un cuerpo débil, la naturaleza se esfuerza al máximo, pero no puede sanarlo; tal vez sus mejores esfuerzos solo consigan prolongarle un poco la vida. Unos pocos santos encerrados en una época de malvados que desprecian a Cristo, pueden obtener una prórroga del juicio; pero si los mismos incrédulos no deciden cambiar, inevitablemente llegará la ruina.
La mayor parte de la cristiandad se compone de discípulos viejos, no de recién convertidos
La matriz del evangelio ha sido cerrada para no alumbrar almas mediante una sólida obra de conversión. Por supuesto que si se cuentan los que se bautizan a sí mismos en nuevas emociones religiosas, con buenas intenciones y sanas opiniones, hay muchos “cristianos”. Pero en esta época de profesiones de fe marchitas y una práctica de la santidad aún más débil, ¡cuesta encontrar a un verdadero converso!
Naturalmente que Dios se complace en traer de vez en cuando dolores de parto a nuestras iglesias, para que sus despreciados siervos tengan el sello divino que confirma su ministerio y así frenar el ardiente ultraje al evangelio. Pero su escasez es un aviso solemne a la nación.
Al ver un árbol antiguamente cargado de frutos, que ahora produce unas pocas manzanas de vez en cuando en contadas ramas, damos por sentado que el árbol se está muriendo. Por su fecundidad, Lea pensaba que Jacob se uniría más a ella. Por el contrario, ¿no abandonará Dios al pueblo que se ha vuelto estéril bajo su abundante cobertura de gracia? El Señor mismo lo promete: “Corrígete, Jerusalén, para que no se aparte mi alma de ti”. Y si Dios quita su presencia, la Palabra confirma lo peor: “Para que no te convierta en desierto, en tierra inhabitada” (Jer. 6:8).
Cuando los entierros superan los nacimientos, se está perdiendo la batalla. Hay una triste lista de nombres que se dan de baja cada día; ¿pero dónde están los que nacen en Dios? Si los buenos se van y los que quedan van de mal en peor, tenemos razones para temer que Dios esté limpiando el campo para dar paso al juicio.
Hay divisiones en el pueblo de Dios
Las contenciones siempre evidencian problemas. Cristo nos da la luz del evangelio para alumbrar nuestro camino y trabajo, no nuestras riñas y disputas. No debemos sorprendernos entonces si Él decide apagar y terminarlo todo. Si la tempestad contra la Iglesia hiciera que todos los creyentes remaran en la misma dirección, como aquella tormenta en Galilea hizo con los primeros discípulos, cabría esperar que Jesús se acercara con misericordia para llevarnos a buen puerto. Pero cuando tiramos el remo y empezamos a pelearnos en la barca mientras ruge el viento, tenemos más probabilidades de ahuyentar a Jesús que de invitarle a entrar. Entonces corremos más peligro de hundirnos que de salvar la embarcación.
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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall