En BOLETÍN SEMANAL

Como todo el linaje humano quedó corrompido en Adán, nuestra dignidad y nobleza de nada nos sirve y más bien se convertiría en ignorancia, si Dios no se hubiera hecho nuestro Redentor en la Persona de su Hijo unigénito, quien no reconoce ni tiene por obra suya a los hombres viciosos y llenos de pecados. Por tanto, después de haber caído nosotros de la vida a la muerte, de nada nos aprovechará todo el conocimiento de Dios en cuanto Creador si a Él no se uniese la fe que nos presenta a Dios por Padre en Cristo. Ciertamente el orden natural era que la obra del mundo nos sirviese de escuela para aprender la piedad, y de este modo encontrar el camino hacia la vida eterna y la perfecta felicidad. Pero después de la caída de Adán, sea donde sea que pongamos los ojos, en el cielo o en la tierra, no vemos más que maldición de Dios, que al extenderse por culpa nuestra a todas las criaturas y tenerlas como envueltas en ella, por necesidad colma nuestra alma de desesperación. Porque, aunque Dios nos insinúa aún de muchas maneras el paternal amor que nos profesa, sin embargo, por la mera consideración de las cosas del mundo no podemos tener seguridad de que sea verdaderamente nuestro Padre; porque interiormente la conciencia nos convence y nos hace sentir que, a causa del pecado, merecemos ser rechazados por Dios y que no nos considere ni tenga por hijos suyos.

A esto hay que añadir la torpeza e ingratitud; pues nuestro entendimiento está tan ciego, que no percibe la verdad, y todos nuestros sentidos tan pervertidos, que injustamente privamos a Dios de su gloria. De ahí que debemos concluir con san Pablo: «Pues ya que en la sabiduría de Dios el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Cor. 1:21). Llama él sabiduría de Dios a este admirable espectáculo del cielo y de la tierra, adornado y lleno de tan infinitas maravillas, por cuya consideración podíamos llegar al conocimiento de Dios sabia y prudentemente; mas como nada adelantamos con todo esto, nos llama el Apóstol a la fe de Jesucristo, que por su apariencia de locura, es objeto de desdén para los incrédulos. Así pues, aunque la predicación de la cruz no satisfaga los juicios de la carne, no obstante hemos de abrazarla con humildad, si deseamos volver a nuestro Creador, de quien estamos apartados, para que de nuevo comience a ser nuestro Padre.

Desde la caída de Adán los hombres han tenido necesidad de un Mediador. De hecho, después de la caída de Adán, ningún conocimiento de Dios ha podido valernos para lograr nuestra salvación sin el Mediador. Porque cuando dice Jesús: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn. 17:3), no lo entiende solamente de su tiempo, sino que lo dice de todos los tiempos y épocas. Por lo cual es tanto más de condenar la necedad de los que abren la puerta del cielo a todos los incrédulos y toda clase de gente profana sin la gracia de Jesucristo, el cual, según la Escritura enseña en muchos pasajes, es la única puerta por donde podemos entrar al camino de la salvación.

Y si alguno quiere restringir lo que dice el Señor a la promulgación del Evangelio, es bien fácil de refutarlo; porque en todo tiempo y por todos se tuvo como cierto que los que están alejados de Dios no pueden agradarle, si antes no se reconcilian con Él, y que son considerados como malditos e hijos de ira. Se añade a esto lo que Cristo responde a la samaritana: «Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos» (Jn.4:22). Con estas palabras condena todas las religiones de los gentiles, y da la causa diciendo que el Redentor había sido prometido bajo la Ley solamente a los judíos. De donde se sigue que ninguna clase de servicio fue jamás del agrado de Dios, sino el que tuvo por objetivo a Cristo. Por eso afirma san Pablo que todos los gentiles han estado sin Dios y excluidos de la esperanza de la vida (Ef. 2:12).

Además, como quiera que san Juan enseña que la vida estuvo desde el principio en Cristo, y que todo el mundo se apartó de ella (Jn. 1:4-5), resulta del todo necesario recurrir a esta fuente. Y por esta causa Cristo, en cuanto es Mediador para aplacar al Padre, dice que Él es la vida.

Ciertamente la herencia del Reino de los cielos no compete más que a los hijos de Dios; y no es razón que los que no están incorporados a Jesucristo, único Hijo de Dios, sean tenidos ni contados en el número de sus hijos. Y san Juan claramente afirma, que los que creen en el Nombre de Jesucristo tienen la prerrogativa y el privilegio de ser hechos hijos de Dios (Jn. 1:12).  

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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