En BOLETÍN SEMANAL

La vida de los patriarcas demuestra que aspiraban por la fe a la patria del cielo:

Esto es lo que vamos a considerar, si los fieles del Antiguo Testamento fueron instruidos por el Señor de tal manera, que supiesen que después de esta vida les estaba preparada otra mejor, para que despreciando la presente, meditasen en la que habría de venir.

En primer lugar, el modo de vida en que los había colocado era un perpetuo ejercicio, que debía advertirles que eran los hombres más desdichados del mundo, si solamente contaba la felicidad de esta vida.

Adán, el cual, aunque sólo fuera por el recuerdo de la dicha que había perdido, era infeliz y con gran dificultad logra mantenerse pobremente (Gn. 3:17-19). Y como si fuera poco esta maldición de Dios, de allí donde pensaba recibir gran consuelo, le viene mayor dolor: de sus dos hijos, uno de ellos muere a manos de su propio hermano (Gn. 4:8), quedándole aquel a quien con toda razón había de aborrecer. Abel, muerto cruelmente en la misma flor de la edad, es un ejemplo de la calamidad humana. 

Noé, gasta buena parte de su vida en construir con gran trabajo y fatiga el arca, mientras que el resto de la gente se entregaba a sus diversiones y placeres (Gn. 6:14-16,22). El hecho de que escape a la muerte le resulta más penoso que si hubiera de morir cien veces; porque, aparte de que el arca le sirve de sepulcro durante diez meses, nada podía serle más desagradable que permanecer como anegado en los excrementos de los animales. Y, por fin, después de haber escapado a tantas miserias, encuentra nuevo motivo de tristeza, al verse hecho objeto de burla de su propio hijo (Gn. 9:20-24), viéndose obligado a maldecir con su propia boca a aquel a quien Dios con un gran beneficio había salvado.

 Abraham, nos vale por el testimonio de innumerables testigos, si consideramos su fe, la cual nos es propuesta como regla perfectisima en el creer (Gn. 12:4); hasta tal punto que para ser hijos de Dios hemos de ser contados entre su linaje. ¿Qué cosa, pues, puede parecer más en contra de la razón que el que Abraham sea padre de los creyentes, y que no tenga ni siquiera un rincón entre ellos? Ciertamente no pueden borrarlo del número de los mismos, ni siquiera del lugar más destacado de todos sin que toda la Iglesia quede destruida. Pero en lo que toca a su condición en esta vida, tan pronto como fue llamado por Dios, tuvo que dejar su tierra y separarse de sus parientes y amigos, que son, en el sentir de los hombres, lo que más se ama en este mundo; como si el Señor de propósito y a sabiendas quisiera despojarlo de todos los placeres de la vida. Cuando llega a la tierra en la que Dios le manda vivir, se ve obligado por el hambre a salir de ella. Se va de allí para remediar sus necesidades a una tierra en la cual, para poder vivir, tiene que dejar sola a su mujer, lo cual debe haberle sido más duro que mil muertes. Cuando vuelve a la tierra que se le había señalado como morada, de nuevo tiene que abandonarla por el hambre. ¿Qué clase de felicidad es ésta de tener que habitar en una tierra donde tantas necesidades hay que pasar, hasta perecer de hambre, si no se la abandona? Y de nuevo se ve obligado para salvar su vida, a dejar a su mujer en el país de Abimelec (Gn. 20:2). Mientras se ve forzado a vagar de un lado para otro, las continuas riñas de los criados le obligan a tomar la determinación de separarse de su sobrino, al que quería como a un hijo; separación que sin duda sintió tanto como si le amputaran un miembro de su propio cuerpo. Al poco tiempo se entera de que sus enemigos lo llevaban cautivo. Dondequiera que va halla en los vecinos gran barbarie y violencia, pues no le dejan beber agua ni en los pozos que con gran trabajo había él mismo cavado; porque si no le hubieran molestado no hubiera comprado al rey de Gerar el poder de usar los pozos.

Entretanto llega a la vejez y se ve sin hijos, que es lo más duro y penoso que puede suceder en aquella edad; de tal manera, que perdida ya toda esperanza, engendra a Ismael. Pero incluso su nacimiento le costó bien caro, cuando su mujer Sara le llenaba de oprobios, como si él hubiera alimentado el orgullo de su esclava y fuera la causa de toda la perturbación de su casa.

Finalmente, nace Isaac; pero la recompensa es que su hijo Ismael, el primogénito, sea echado de casa, como si en vez de hijo, fuera un enemigo. Cuando sólo le queda Isaac en quien encontrar el solaz de su vejez, Dios le manda que le dé muerte. ¿Puede el entendimiento humano imaginar desgracia mayor que la de que un padre tenga que ser el verdugo de su propio hijo? Si hubiera muerto de enfermedad, ¿quién no tendría a este pobre anciano por desdichado, al cual, como en son de burla, se le había dado un hijo, que redoblaría su dolor de encontrarse sin ninguno en su vejez? Si algún desconocido lo hubiera matado, el infortunio se agravaría con la indignidad del hecho. Pero que tenga que morir a manos de su propio padre, sobrepasa cuantos ejemplos se conocen de desventura.

En resumen: de tal manera se vio atormentado durante su vida, que si alguno quisiera pintar un ejemplo de vida desgraciada, no encontraría otro más apto.

Y que nadie objete que Abraham no fue del todo desdichado, pues al fin se libró de tantas dificultades y vivió prósperamente. Porque no se puede decir que lleva una vida dichosa el que, a través de dificultades sin cuento, después de largo tiempo, al fin logra salir de ellas, sino el que, sin apenas experimentar trabajos, ni saber qué son, goza en paz de los bienes de este mundo.

Isaac, estudiemos a lsaac, que, si bien no padeció tantos trabajos, sin embargo, el más pequeño placer y alegría le costó grandes esfuerzos. Las miserias y trabajos que experimenté son suficientes para que un hombre no sea dichoso en la tierra. El hambre le hace huir de la tierra de Canaán; le arrebatan de las manos a su mujer; sus vecinos le molestan y le atormentan por dondequiera que va; y esto con tanta frecuencia y de tantas maneras, que se ve obligado a luchar por el agua, como su padre. Las mujeres de su hijo Esaú llenan la casa de disgustos (Gn.26:35). Le aflige sobremanera la discordia de sus hijos, y no puede solucionar tan grave problema más que desterrando a aquel a quien había otorgado su bendición.

Jacob. En cuanto a Jacob, ciertamente es un admirable retrato de suprema desgracia. Pasa en casa de su padre la juventud atormentado por la inquietud a causa de las amenazas de su hermano mayor, a las cuales tiene que ceder, huyendo (Gn.28:5). Proscrito de la casa de su padre y de la tierra en que nació, aparte de que es muy penoso sentirse desterrado, su tío Labán no le trata con más afecto y humanidad. No le basta que pase siete años en dura y rigurosa servidumbre, sino que al fin es injustamente engañado, dándosele una mujer por otra (Gn.29:25). Para conseguir la mujer que antes había pedido, tuvo que ponerse de nuevo aservir, abrasándose de día con el calor del sol, y sin dormir de noche a causa del frío, según él mismo se lamenta. Después de veinte años de tanta miseria, cada día se veía atormentado por nuevas afrentas de su suegro (Gn. 31:7). En su casa no había tranquilidad alguna, pues la destruían los odios y las envidias de sus mujeres.

Cuando Dios le manda que se retire a su país, tuvo que preparar de tal manera el momento de su partida, que más bien pareció una huida afrentosa; e incluso no pudo escapar de la iniquidad de su suegro, sin ser molestado en el camino por los denuestos e injurias del mismo.

Después de esto se encuentra con otra dificultad mayor, porque al acercarse a su hermano, contempla ante sí tantos géneros de muertes, como se pueden esperar de un enemigo cruel (Gn. 32:11); y por eso se ve atormentado con horribles temores mientras espera su venida. Cuando se encuentra ante él, se arroja a sus pies medio muerto, hasta que lo ve más aplacado de lo que se atrevía a esperar (Gn. 33:3).

Cuando al fin entra en su tierra muere Raquel, a quien amaba especialmente (Gn. 35:16-19). Algún tiempo después oye decir que el hijo que le había dado Raquel, a quien por esta razón amaba más que a los otros, había sido despedazado por una fiera. Cuánta tristeza experimentó con su muerte, él mismo nos lo deja ver, pues después de haberlo llorado, no quiere admitir consuelo alguno, y sólo desea seguir a su hijo muerto. Además, ¿qué pesar, qué tristeza y dolor no le proporcionaría el rapto y la violación de su hija, el atrevimiento de sus hijos al vengar tales injurias, que no solamente fue causa de que le aborreciesen todos los habitantes de aquella región, sino que incluso le puso en grave peligro de muerte? Después tuvo lugar el horrendo crimen de su primogénito Rubén, que debió afligirle muy hondamente; pues si una de las mayores desgracias que pueden acontecerle a un hombre es que su mujer sea violada, ¿qué hemos de decir cuando es el propio hijo quien comete tamaña afrenta?

Poco después su familia se ve manchada con un nuevo incesto (Gen. 38:18); de tal manera, que tal cúmulo de afrentas eran capaces de destrozar el corazón del hombre más fuerte y paciente del mundo.

Y al fin de su vejez, queriendo poner remedio a las necesidades que él y toda su familia padecían a causa del hambre, le traen la triste nueva de que uno de sus hijos queda en prisión en Egipto, y para librarlo es necesario enviar a Benjamín, a quien amaba más que a ningún otro (Gn.42:34-38).

¿Quién podría pensar que entre tantas desventuras haya tenido un solo momento para respirar siquiera seguro y tranquilo? Por eso él mismo afirma hablando con Faraón que los años de su peregrinación habían sido pocos y malos (Gn.47:9). El que asegura que ha pasado su vida en continuas miserias, evidentemente niega que haya experimentado la prosperidad que el Señor le había prometido. Por tanto, o Jacob era ingrato y ponderaba mal los beneficios que Dios le había hecho, o decía la verdad al afirmar que había sido desdichado en la tierra. Si lo que decía era verdad, se sigue que no tuvo puesta su esperanza en las cosas terrenas y caducas.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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