No cabe duda de que la Biblia habla de dos principios o sustancias distintos en el hombre  el cuerpo y el alma. Esto aparece con toda claridad en el primer libro de la Biblia, en el que, al relatar la creación del hombre, se dice: "Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida y fue el hombre un ser viviente." Pero esta idea forma parte tan íntima de toda la Biblia que citar pasajes concretos para , demostrarlo parecería casi superfluo

 Cuando Jesús distingue entre alma y cuerpo con las solemnes palabras, «Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno,»  no hace más que expresar en forma explícita lo que en realidad constituye parte esencial de toda la enseñanza de la Palabra de Dios.

La Biblia no enseña de hecho que sea bueno para el alma estar separada del cuerpo; no está en modo alguno en favor de la idea griega de que el cuerpo es la cárcel del alma, y que el estado de separación del cuerpo es un estado de libertad que deberíamos anhelar. Por el contrario, enseña bien claramente que la relación entre cuerpo y alma es algo normal y deseable y que un estado sin cuerpo es un estado de desnudez del que el cristiano quiere verse libre. Así pues, la doctrina cristiana de la resurrección del cuerpo es muy diferente de la doctrina griega de la inmortalidad del alma.

Sin embargo la Biblia sí enseña que el alma es una sustancia distinta del cuerpo, y que puede subsistir, y en el caso de los que mueren antes del retorno de Cristo y del juicio final, subsiste de hecho, separada del cuerpo.

Al afirmar, pues, la existencia del alma, la Biblia está en pugna directa con muchas tendencias poderosas de la incredulidad moderna. Muchos no creyentes niegan no sólo la existencia de un Dios personal sino también la del alma humana. De hecho las dos negaciones van íntimamente unidas. Hay un dicho que afirma que si uno no cree que existe el alma en el pequeño mundo de la vida del hombre, tampoco es probable que crea que hay un Dios en el gran mundo del universo.

La manera más completa de negar la existencia del alma se halla en la doctrina materialista que se ha resumido de forma pintoresca en el aforismo que dice que el cerebro segrega el pensamiento como el hígado segrega la bilis.

¿Hay algo misterioso, verdad, en la conexión íntima que vemos entre la mente y el cerebro? Ciertas funciones mentales se ha demostrado que están en conexión con ciertas zonas cerebrales. Si se lesionan dichas zonas esas funciones mentales se interrumpen. ¿Acaso no demuestra esto que todas las funciones mentales no son más que reacciones físicas   formas especialmente complicadas de reacciones físicas, claro está, pero con todo simples reacciones físicas?

Si se toca una planta de hojas sensibles, se contrae y cierra. En el caso de la planta no hay actividad mental alguna. Ahora bien, ciertas reacciones de los animales y del hombre no parecen ser esencialmente diferentes. Hay un cierto estímulo sensorial; este estímulo se transmite al cerebro por medio de los nervios censores; de inmediato se transmite un impulso desde el cerebro a los músculos, y se sigue una acción inmediata . Parece como si no fuera más que una máquina de gran precisión y delicadeza.

En el caso de algunos estímulos sensoriales la acción no se sigue de inmediato. Los rayos de luz que proceden de una página impresa hieren la retina del ojo; el nervio óptico trasmite la impresión al cerebro; de momento no parece que suceda nada. Vemos al hombre leer. Sigue sentado tranquilamente en el sillón; no parece reaccionar en ninguna forma inmediata a esas impresiones sensoriales.

Pero, dice el materialista, se ha producido una impresión en el cerebro. Esa tontería impresa ha dejado una huella en el cerebro. Después de haberla leído nunca más volveré a ser como antes. La impresión física en el cerebro es demasiado diminuta para que ni siquiera el microscopio más poderoso la pueda descubrir; pero ahí está, y en determinado momento,  quizá años después,  es posible que afecte a mi conducta. El cerebro, en otras palabras, posee la facultad de grabar impresiones de forma física, igual que lo que se graba en un disco, y en determinado momento en el futuro lo así grabado se puede reproducir.

Esa teoría materialista ha explicado todas las acciones físicas del hombre; se explican como debidas en última instancia a impresiones físicas dejadas en el cerebro. Pero en este caso no se olvida algo? ¿Cómo se explica el pensamiento, y cómo la conciencia? ¿No viene a resultar un mecanismo más bien curioso después de todo? ¿Tiene la máquina, por complicada que sea, conciencia de sí misma y del mundo que la rodea? ¿No deberá por tanto ser algo más que una máquina? ¿No deberá ser la mente algo diferente del cerebro?

    Bien, el materialista no presta atención a preguntas tan necias como éstas. Desde luego, admite que existe esa curiosa asociación de ciertos fenómenos cerebrales que llamamos conciencia o pensamiento. No se sabe muy bien como explicarlo. No se puede contemplar con el microscopio; no se puede pesar en una balanza. Pero no debemos preocuparnos mucho por ello. Lo que no se puede ver en el microscopio ni se puede pesar en la balanza no merece consideración científica. No produce efectos en el poderoso proceso de la naturaleza. Este permanece siempre bajo la ley de la conservación de la energía prescindiendo de esos extraños fuegos fatuos de la conciencia que intervienen en ciertas operaciones naturales. No, no hay por qué preocuparse por minucias intangibles como ésas. «Males y bienes, dolores y gozos»   esto está muy bien para poetas y niños; pero no merecen la atención del científico.

Entonces le digo al materialista: «Sí, sé que no le gusta este imponderable que se llama conciencia. No me sorprende que no le agrade, porque echa por completo por tierra su solución del problema del universo. Lo siento por usted, amigo. Debe ser muy desagradable tener que volver a comenzar a buscar la solución del problema. Pero, a la verdad es que no lo puedo evitar. Después de todo tenemos que aceptar los hechos tal como son. No podemos descartar ninguno por el solo hecho de que no nos agrade. Como científico, debería estar de acuerdo con esto.»

El hecho es que lo que conocemos en forma más inmediata es nuestra propia mente. Puedo decir, en realidad, que percibo otras cosas aparte de mi propia mente. Digo que percibo un micrófono que está frente a mi rostro en esta estación de radio. Para remedar las palabras de Mark Twain, «parece un micrófono, está situado como un micrófono, y que me maten si no creo que es un micrófono.» Así razono si razono como el simplón de Mark Twain al examinar el agujero en el techo, y así razono también si razono como una persona corriente.

Pero luego viene el filósofo idealista, y éste razona de forma distinta. «Dice que ve un micrófono frente a sí,» me dice. «Bien, no me querrá decir que cree que el micrófono existe en realidad.» Ante esto me alarmo algo. ¿Algo funciona mal en mí? ¿Estoy viendo visiones? Casi temo contestar. Pero por fin me atrevo a hacerlo. «Sí, señor,» digo, «sí creo que es un verdadero micrófono.» «¿Cómo sabe que lo es?» me dice él. «Porque lo veo,» afirmo. «Ahí lo tiene; es un micrófono de color café.» Mi filósofo idealista se sonríe burlón. Es evidente que piensa que me ha acorralado. «¿Qué me dijo?» pregunta. «¿Dijo que el micrófono es color café? Bien, ¿qué quiere decir con «café»? Suponga que el micrófono hubiera siempre estado en un lugar completamente oscuro, y’ nunca pudiera estar en ningún otro lugar más que en una habitación completamente oscura; y suponga, además, que no hubiera nadie ni nunca pudiera haber nadie que viera el micrófono, ¿tendría sentido decir que el micrófono era café, negro o blanco? ¿No es, pues, el color del micrófono en realidad algo que está en la mente del que lo contempla y no algo que está en el micrófono mismo?»

Bien, comienzo a reflexionar, y puede que llegue a la conclusión de que quizá haya algo de verdad en lo que mi amigo filósofo dice. El color del micrófono sí parece quizá ser algo que está en la mente del que lo contempla y no algo que pertenece al micrófono mismo. Pero luego me acude a la mente un pensamiento brillante. ¿No soy consciente de la existencia del micrófono por otros medios además de por el sentido de la vista? «Cómo,» le digo a mi amigo idealista, «sé que el micrófono existe porque lo puedo tocar. ¡ Tenga ! Lo he tocado. Es duro, tiene un cierto tamaño porque me toma tiempo pasar el dedo de un lado al otro. Entonces, amigo filósofo, ¿qué me dice a esto? No es posible que reduzca algo tan duro y grande como este micrófono a una simple idea de la mente. No se puede tropezar con una idea. Si tropiezo con algo o lo toco sé que no es una idea de mi mente sino algo que sin duda existe.»

Pero cuesta mucho reducir al silencio a esos filósofos en una discusión. Para todo tienen respuesta. Y por ello mi amigo filósofo idealista no se impresiona en lo más mínimo con mi argumentación a base del sentido del tacto. «Después de todo,» dice, «los sentidos bajo el punto de vista filosófico son todos esencialmente iguales, y todos por igual no merecen confianza. Cuando digo que toco el micrófono, lo único de lo que puedo estar seguro es de una cierta sensación en la mente. Como filósofo no puedo decir más. Así que, si hubiera un mundo externo independiente de mi mente nunca podría saber cómo es. 

Así habla el filósofo idealista acerca del problema de la mente y la materia. ¿Qué se puede decir acerca del filósofo idealista? Me temo que algunos de ustedes quizá no tengan reparos en decir muchas cosas. Me temo que algunos de ustedes incluso lleguen a decir que está «chiflado.» ¿Por qué perder el tiempo en «necedades» como ésa?

Es posible que casi tengan razón en cuanto al filósofo idealista. No digo que no la tengan. Pero, comprendan, cuando una forma de necedad se generaliza tanto como esta filosofía idealista, con su escuela de escepticismo acerca de la existencia de un mundo externo, lo ha hecho en el curso de la historia humana, y cuando prevalece en épocas enteras y se filtra a través de filósofos y poetas hasta llegar a la vida del hombre ordinario en mil aspectos distintos, entonces me parece que hay que dedicarle cierta atención si es que amamos a nuestros semejantes.

Desde luego que tengo que decir que en su forma lógica   la única forma en la que se puede hallar algo plausible acerca de ello   se puede fácilmente demostrar que conlleva consecuencias del todo absurdas. Parte de la base de que es difícil ver cómo se puede estar del todo seguro de cualquier realidad que exista independientemente de la mente. Pero decir que no hay realidad ninguna fuera de la mente es del todo absurdo. Significaría que China, Japón y la India no existieron hasta que tuve conciencia de ellos. Pero, afirman muchos filósofos idealistas, hay otras mentes aparte de la mía, y por ello China, Japón y la India existían antes de que tuviera conciencia de ellos porque existían en otras mentes. En realidad, existían, y todas las cosas existen, como yo existo y ustedes existen, en la mente de Dios.

Así llega el idealismo, a partir de la idea absurda pero consecuente de que las cosas sólo existen en la mente, al deprimente pero menos obviamente absurdo panteísmo que sostiene que las cosas existen sólo en la mente divina.

El problema es, sin embargo, que al dar ese paso la filosofía idealista ha sacrificado todo lo que hace su contenido en cierto modo plausible. En el momento en que admito que hay otras mentes aparte de la mía, he admitido que hay una realidad fuera de mi mente; y cuando he admitido esto he dado un paso realmente difícil y no hay razón ninguna para no seguir adelante y admitir la existencia de todo el mundo externo como lo hace el hombre ordinario.

Me temo, sin embargo, que algunos de ustedes empiecen a impacientarse con toda esta exposición. ¿No es hora, dirán, de que volvamos al sentido común? Y quizá otros quieran volver a la Biblia. ¿No es hora de que regresemos a la Biblia? quizá digan. ¿Acaso esta hora no se suponía que estaba dedicada a la exposición de lo que la Biblia enseña ? Y aquí estamos perdiendo el tiempo en una serie de sutilezas filosóficas.

Por inclinación simpatizo mucho con ambas sugerencias. Estoy del todo dispuesto a volver al sentido común, y a la Biblia. Y lo mejor del caso; es que si hacemos cualquiera de las dos cosas respecto al tema que nos ocupa también hacemos la otra.

La Biblia es un libro con un sentido común extraordinario. En medio de los excesos a derecha o a izquierda, la Biblia sigue el sendero recto del sentido común ; y no parece que le dé vergüenza hacerlo. Con una cierta seguridad majestuosa confirma el juicio común del género humano de que la mente es una cosa y la materia otra, y que ambas existen realmente.

Pero, quizá digan, ¿ qué responderemos a nuestra dificultad inicial ? ¿ Qué diremos de la conexión entre los hechos de la conciencia y los cambios físicos que se producen en el cerebro? ¿Niega acaso que haya cierta conexión?

No, respondo, no niego que existe cierta conexión. Cuando me dedico al poco común ejercicio mental de pensar, a veces acabo con dolor de cabeza. Me atrevo a decir que mi pensar y sentir siempre van acompañados de cierto cambio físico en el cerebro.

Pero ¿cómo explicarlo? El materialista explica esa conexión entre los procesos físicos cerebrales y el pensar de la mente diciendo que sólo existen los procesos físicos y que lo que llamamos mente no es más que una forma muy complicada de proceso físico. La explicación es completamente absurda, cuando se piensa bien. ¿Pero no hay otra explicación satisfactoria? ¿Por qué no explicar la conexión entre procesos cerebrales y procesos mentales diciendo que la mente utiliza el cerebro como instrumento? Esta tesis la defendió vigorosamente Thomson en su obra Brain and Personality que vio la luz hace unos años. Nada se le puede oponer.

No cabe duda de que la relación entre la mente y el cerebro es un gran misterio. Los procesos mentales y los físicos parecen ser tan completamente opuestos. Pero hay muchas cosas misteriosas que sin embargo han de aceptarse como hechos. Por ello con gran confianza podemos aceptar la enseñanza de la Biblia en cuanto a que el hombre tiene un cuerpo y también un alma, y que ni el uno ni la otra son simples apariencias sino que ambos realmente existen.

 Extracto del libro: «el hombre» de J. Gresham Machen

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