En ARTÍCULOS

El tercer aspecto de la obra de Cristo es su posición como Rey. A diferencia de las otras dos funciones que tienen una base textual explícita y limitada, el material bíblico sobre el Reino de Cristo es voluminoso.

Primero, tenemos el tema de la Soberanía de Dios sobre toda su Creación. Como Jesús mismo es Dios, esto claramente se refleja sobre su propio gobierno o soberanía. Existen profecías mesiánicas en particular sobre el reinado del Mesías, tal y como Dios le prometió a David: «Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente» (2 Sam. 7:16). Más adelante, cuando la casa de David estaba en clara decadencia, el profeta Isaías intensificó las promesas y señaló al Mesías que habría de venir. «Y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre. El celo de Jehová de los ejércitos hará esto» (Is. 9:6-7).

Existen numerosos salmos cuyo tema también es este (por ejemplo, Sal. 45; 72; 110).  Miqueas 5:2 nos habla del lugar de nacimiento de este futuro rey: «Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad». En el libro de Daniel tenemos una visión de alguien a quien «le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lengua le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido» (Dn. 7:13-14).

El nacimiento del Señor fue anunciado en estas categorías y cuando comenzó su ministerio sobre esta tierra Él también habló sobre este tema. El ángel que anunció su nacimiento a María dijo: «Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Luc. l:32-33).

Más adelante, Juan el Bautista habló sobre la inminencia del Reino de Dios en la venida de Cristo. Y luego, Jesús mismo comenzó su ministerio con la sorprendente proclamación: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado» (Mt. 4:17).

Al final del Nuevo Testamento encontramos la culminación de este tema: el Señor sentado sobre un trono, sus enemigos sujetos a Él y un nombre nuevo: «Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: Rey de reyes y Señor de señores» (Ap. 19:16). Y sin embargo nos enfrentamos aquí con un problema. Si este tema es tal prominente como parece serlo y si Jesús realmente es el Rey de reyes y Señor de señores, ¿por qué el mundo ha cambiado tan poco y su Reino casi no es reconocido? ¿Se trata de un Reino futuro? Esta sería una manera de encarar este problema, pero ¿cómo entenderíamos entonces la afirmación del propio Cristo que dijo que el Reino de Dios «está entre vosotros»? (Luc. 17:21). ¿Es un reino espiritual? Si fuera así, ¿cómo debemos interpretar las profecías explícitas sobre la continuación del trono de David y las promesas sobre una justicia y una paz utópicas que acompañarían el reinado del Mesías?

Observamos, por ejemplo que la falta de justicia y de paz en el mundo es uno de los motivos que la comunidad judía aduce para negarse a creer que Jesús de Nazaret es el verdadero Mesías. ¿Podemos eliminar estos elementos de nuestro entendimiento sobre el gobierno de Cristo? ¿O hemos de limitar el reinado de Jesús exclusivamente a la iglesia? Las respuestas a cada una de estas preguntas son complejas, pero es sólo en la medida en que nos las planteamos y comenzamos a buscar las respuestas en la Biblia cuando podemos llegar paulatinamente a entender realmente el concepto del reinado de Cristo.

En determinada ocasión me formularon una pregunta sobre si el Reino de Dios era pasado, presente, o futuro. Quien me hizo esa pregunta tenía en mente el debate que ya hacía unos años estaba teniendo lugar sobre ese tema en los círculos teológicos, entre personas de la talla de T. W. Manson y C. H. Dodd de Inglaterra, Rudolf Bultmann y Martin Dibelius de Alemania, y Albert Schweitzer. Le respondí con un breve resumen del debate y luego con la afirmación qué el punto de vista bíblico no podía ser expresado de manera adecuada por ninguno de esos tres términos. En un sentido el Reino de Dios era pasado, porque Dios siempre había reinado sobre su pueblo y la historia. Pero al mismo tiempo era presente y futuro. Es así como Dios reina en la actualidad y continuará reinando. Cuanto más estudiamos las afirmaciones de la Biblia sobre su Reino más sentimos que trasciende estos conceptos temporales. Quizá lo más importante que deba decirse sobre el Reino de Dios es que es el Reino de Dios. Lo que esto significa es que está por encima de cualquier reino humano y es infinitamente superior a estos reinos.

Al hojear las páginas de la historia vemos que los reinos de este mundo prosperan y luego se desintegran a través de los siglos. Los historiadores nos dicen que el mundo ha conocido veintiuna grandes civilizaciones, todas las cuales han sobrevivido por un tiempo y luego han desaparecido sin ninguna ceremonia. Egipto fue una fuerza muy poderosa en el mundo, pero hoy es débil. No es capaz ni siquiera de contender con el pequeño estado de Israel. Babilonia fue poderosa. Hoy no existe, su territorio está dividido. Siria, en otro tiempo poderosa, se ha convertido en una curiosidad arqueológica. Grecia y Roma han caído. Además, sabemos que los Estados Unidos de América y la Unión Soviética, si bien hoy ocupan el pináculo del poder en esta tierra, no podrán escapar a esta inexorable ley de Dios para la historia: «La justicia engrandece a la nación; mas el pecado es afrenta de las naciones» (Pr. 14:34). El orgullo las puede hacer caer.


Extracto del libro “Fundamentos de la fe cristiana” de James Montgomery Boice

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