Este tipo de conocimiento con el que entendieron cuál era el Dios que creó el mundo y ahora lo gobierna, precedió primeramente; después siguió el otro que es interior, el cual, únicamente, vivifica a las almas muertas, con el que Dios es conocido, no sólo como Creador del mundo y Único autor y rector de todo cuanto hay en el mundo, sino también como Redentor en la persona de nuestro Mediador Jesucristo. Mas porque aún no nos toca tratar de la caída del hombre ni de la corrupción de su naturaleza, dejaré ahora el tratar de su remedio.
Así que acuérdese el lector de que cuando yo aquí trato de cómo Dios es conocido por la Palabra, no me refiero a aquel pacto con que Dios adoptó como suyos a los hijos de Abraham; ni tampoco a aquella suerte de doctrina con que los fieles se diferencian propiamente de los gentiles e idólatras, porque esta parte de la doctrina se funda en Jesucristo. Mi intento es solamente exponer de qué manera Dios, que es el Creador del mundo, deba por ciertas notas ser diferenciado de toda la otra multitud de dioses que los hombres han inventado; después, el mismo orden y manera de proceder nos encaminará a tratar del Redentor. Y aunque cite muchos textos del Nuevo Testamento, de la Ley y de los Profetas, en los que se hace expresa y evidente mención de Cristo, sin embargo, todos ellos no pretenden probar otra cosa sino que Dios, Creador del mundo, nos es manifestado en la Escritura, y qué es lo que debemos saber de Él para que no andemos dando vueltas perdidos buscando otro Dios desconocido.
– Dios quiso que la Palabra que dirigió a los Patriarcas quedara registrada en las Sagradas Escrituras:
Sea que Dios se haya manifestado a los patriarcas y profetas por visiones y revelaciones, o bien sea que Dios haya usado el ministerio y servicio de los hombres para enseñarles lo que ellos después habrían de enseñar a sus descendientes, en todo caso es cierto que Dios imprimió en sus corazones tal certidumbre de la doctrina a fin de que ellos se convencieran y entendieran que aquello que se les había revelado y ellos habían aprendido, había sido manifestado por el mismo Dios. Porque Él siempre ha ratificado y mostrado que su Palabra es ciertísima, para que se le diese mucho mas crédito que a todas las opiniones de los hombres.
Finalmente, a fin de que por una perpetua continuación la verdad de su doctrina permaneciese en el mundo para siempre, quiso que las mismas revelaciones con que se manifestó a los patriarcas, quedaran por escrito como en un registro público. Por esta causa promulgó su Ley y después añadió como intérpretes de ella a los profetas. Porque aunque la doctrina de la Ley sirva para muchas cosas, como muy bien veremos después, sin embargo Moisés y todos los profetas insistieron sobre todo en enseñar la manera y forma en la que los hombres son reconciliados con Dios. De aquí vemos que san Pablo llama a Jesucristo el fin y cumplimiento de la Ley (Rom. 10,4); sin embargo, vuelvo a repetir que, además de la doctrina de la fe y el arrepentimiento, la cual propone a Cristo como Mediador, la Escritura tiene muy en cuenta engrandecer con ciertas notas y señales al verdadero y Único Dios, que creó el mundo y lo gobierna, a fin de que no fuese confundido con el resto de la multitud de falsos dioses.
Así que, aunque el hombre deba levantar los ojos para contemplar las obras de Dios, porque Él lo puso en este hermosísimo teatro del mundo para que las viese, sin embargo es menester, para que saque mayor provecho, tener atento el oído a su Palabra. Y así, no es de maravillar si los hombres nacidos en tinieblas se endurecen más y más en su necedad, porque muy pocos hay entre ellos que dócilmente se sujeten a la Palabra para mantenerse dentro de los límites que les son impuestos; antes bien, se regocijan licenciosamente en su vanidad.
Hay pues que dar por resuelto que, para ser iluminados con la verdadera religión, nos es menester comenzar por la doctrina celestial y también comprender que ninguno puede tener siquiera el menor gusto de la sana doctrina, sino aquel que fuere discípulo de la Escritura. Porque de aquí procede el principio de la verdadera inteligencia, cuando con reverencia abrazamos todo cuanto Dios ha querido testificar de sí mismo. Porque no sólo nace de la obediencia la fe perfecta y plena, sino también todo cuanto debemos conocer de Dios. Y en realidad, por lo que se refiere a esto, Él ha usado en todo tiempo con los hombres una admirable providencia.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino