En ARTÍCULOS

“Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto.”—Mt. 4:1
La representación de que la naturaleza humana de Cristo recibió influencias e impulsos que estimularon y dieron cualidades directamente de Su naturaleza divina, aunque es incorrecta, contiene algo de verdad.

A menudo distinguimos entre nuestro ego y nuestra naturaleza. Decimos: “Mi naturaleza está contra mí,” o “Mi naturaleza está a mi favor”; de ahí se desprende que nuestra persona activa y anima nuestra naturaleza. Aplicando esto a la Persona del Mediador, se debe distinguir entre Su naturaleza humana y Su Persona. Esta última ha existido desde la eternidad; la primera, fue adoptada en el tiempo. Y puesto que en el Hijo, la Persona divina y la naturaleza divina son casi una, se debe reconocer que la Divinidad de Nuestro Señor controló directamente Su naturaleza humana. Este es el significado de la confesión de los hijos de Dios, respecto de que Su Divinidad dio apoyo a Su naturaleza humana. Sin embargo, es erróneo suponer que la Persona divina alcanzó en Su naturaleza humana lo que en nosotros es realizado por el Espíritu Santo. Esto pondría en peligro Su humanidad real y verdadera. Las Escrituras lo niegan absolutamente.

En segundo lugar: La obra del Espíritu Santo en la consagración de Jesús a Su oficio. Esto debería observarse cuidadosamente, en especial porque la Iglesia nunca ha confesado con suficiente fuerza la influencia que el Espíritu Santo ejerce sobre la obra de Cristo. La impresión general es que la obra del Espíritu Santo se inicia sólo una vez que ha terminado la obra del Mediador en la tierra, como si antes de ese momento hubiera estado celebrando Su día de descanso divino. Sin embargo, las Escrituras nos enseñan una y otra vez que Cristo realizó Su obra mediadora controlada e impulsada por el Espíritu Santo. Ahora consideraremos esta influencia en relación a Su consagración a Su oficio.

Cristo ya había dado testimonio de este rescate por medio del espíritu de los profetas, a través de la boca de Isaías: “El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos.” Pero el gran hecho del cual uno no puede enterarse a través de la profecía es el del descenso del Espíritu Santo en el Jordán. Isaías, seguramente, se refería en parte a este evento; pero principalmente, a la unción en el consejero de paz. Sin embargo, cuando Jesús emergió del Jordán y el Espíritu Santo descendió sobre Él como paloma, se oyó una voz del cielo diciendo, “Este es mi Hijo amado,” sólo entonces la unción se volvió real.

En lo que respecta al evento en sí, mencionaremos sólo unas pocas palabras. Que el Bautismo de Cristo no fue puramente un rito, sino que el cumplimiento de toda justicia demuestra que Él se sumergió en el agua cargado con nuestros pecados. De ahí, por lo tanto, que San Juan haga que las palabras, “He aquí el Cordero de Dios” (Jn. 1:29), precedan al relato de Su Bautismo. Por tanto, es incorrecto decir que Cristo fue instalado en Su oficio Mesiánico sólo en Su Bautismo. Por el contrario, Él fue ungido desde la eternidad. Por ello, Él no puede ser representado como si, de acuerdo con la medida de Su desarrollo, hubiera sido inconsciente por un momento respecto de la tarea de Mesías que recaía sobre Él. Esto radica en Su santa Persona; no fue añadida a Él en un período posterior, sino que fue Suya antes de que Adán cayera. Y aunque en Su conciencia humana, Su Persona alcanzaba estatura gradualmente, siempre se trató de la estatura del Mesías. Esto se hace evidente cuando, en Su respuesta a la edad de doce años, habló de las cosas de Su Padre de las cuales debía ocuparse; y aún más claramente, en las palabras que con autoridad dijo a Juan el Bautista: “Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia.” Y, sin embargo, es sólo en Su Bautismo cuando Jesús recibe la verdadera consagración a Su oficio. Esto se demuestra por el hecho de que inmediatamente después del Bautismo, Él entró públicamente en Su papel como Maestro; y también por el propio evento, y por la voz del cielo que lo señalaba a Él como el Mesías; y especialmente por el descenso del Espíritu Santo, el cual no puede ser interpretado de ninguna otra manera sino como la consagración a Su santo oficio. Lo que hemos dicho en relación a la comunicación del Espíritu Santo, que capacita a alguien para el oficio, tal como en el caso de Saúl, David, y otros, resulta tener aquí aplicación directa.

Aunque en Su naturaleza humana, Jesús estuvo personalmente en constante comunión con el Espíritu Santo, aun así la comunicación oficial fue establecida sólo en el momento de Su Bautismo. Sin embargo, por causa de esta diferencia, mientras que en otros la persona y su oficio son separados al momento de la muerte, en el Mesías ambos permanecen unidos incluso durante y después de la muerte, para continuar de ese modo hasta el momento en que Él deba entregar el Reino a Dios el Padre, para que así Dios sea todo en todo. De ahí la observación descriptiva de Juan: “Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y permaneció sobre Él” (Jn. 1:32).

Y, por último, ante la pregunta de por qué la Persona del Mediador necesitaba este importante evento y los tres signos que lo acompañan, nuestra respuesta es la siguiente:

En primer lugar, Cristo debe ser un verdadero hombre incluso en Su oficio, por lo que debe ser instalado de acuerdo a la costumbre humana. Él entra a Su ministerio público a los treinta años; Él es públicamente instalado y ungido por el Espíritu Santo.

En segundo lugar, debido a Su conciencia humana, esta sorprendente revelación del cielo era de suma necesidad. El conflicto de la tentación debía ser absoluto, es decir, indescriptible; de ahí que la impronta de Su consagración debe ser indestructible.

En tercer lugar, era necesario distinguir frente a los apóstoles y la Iglesia, y sin dejar lugar a dudas, al verdadero Mesías respecto de todos los pseudo-mesías y anticristos. Este es el motivo del firme interés de San Juan en este evento.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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