​La doctrina de la providencia, que es la gran fuerza del cristiano en sus tribulaciones, es también el gran consuelo de los que sufren por la muerte de sus seres queridos, ya que la muerte no es un factor del azar, sino más bien una manifestación de la voluntad de Dios hacia nosotros, puesto que nada sucede fuera de Su designio.

por JEAN-DANIEL BENOÍT
 
Este propósito de llevar la paz y el descanso a las mentes se revela asimismo en las enseñanzas de Calvino sobre la autoridad de la Escritura. Los hombres tienen necesidad de sentirse seguros. Dios se lo suministra en la Biblia. Esta Biblia contiene dentro de sí misma su propia evidencia y demuestra su autoridad como los objetos blancos demuestran su blancura y las cosas amargas su amargor, por una especie de inmediata percepción. Esto es lo que Calvino llama el testimonio interno del Espíritu Santo. La autoridad de la Biblia, por tanto, no tiene que estar sometida al juicio de la iglesia, ya que si éste fuera el caso —pregunta Calvino—, ¿qué ocurriría a esas pobres conciencias que buscan una firme seguridad de la vida eterna? Cuando se les dice que la iglesia ha decidido la cuestión, ¿puede tal clase de respuesta dejarlas satisfechas? (Inst., I, vii, 1). De nuevo vemos aquí que Calvino quiere asegurar la tranquilidad y la paz de las conciencias. No quiere verlas ansiosas, perplejas, vacilantes. Quiere que tengan una inquebrantable seguridad y fe en la Palabra de Dios. Compara a los hombres desprovistos de tal seguridad, a los marineros sacudidos por un mar tormentoso: las olas surgen a su alrededor como montañas que les aprisionan y les impiden ver, haciéndoles perder toda esperanza de ser salvados. Pero de repente, en medio de la vorágine tormentosa, aparece la estrella polar: desde ese momento pueden corregir su rumbo y encontrar refugio guiándose por las estrellas de los cielos. La Palabra de Dios es la estrella polar: nos saca de la desesperación y nos permite mantener nuestro rumbo hacia el fin a que Dios nos llama (Inst., III, iv, 17; O. C., VI, 579). Calvino se apercibe del trágico significado de la vida. Desea ayudar a esos que atraviesan ese mar proceloso y asegurarles la paz incluso en medio de la tormenta.

Calvino, repetimos, siempre tuvo un agudo sentido del trágico significado de la vida y de los deseos del hombre en confrontación con las hostiles fuerzas del universo. Describe certeramente las amenazas que incesantemente se ciernen sobre nosotros y pregunta: «¿Qué desventura podemos imaginar mayor que la de estar constantemente en un estado de temblor y angustia?» Y aquí es donde la doctrina de la providencia entra en juego. Calvino no la presenta abstractamente como en el vacío. Por el contrario, mantiene siempre viva la figura del hombre en toda su debilidad y su zozobra. Frente a todos los peligros Calvino quiere asegurar al hombre, devolverle su confianza, enraizarle profundamente en la paz. «Es un maravilloso consuelo para nosotros —concluye— saber que el Señor tiene así todas las cosas en Su poder, que gobierna por Su voluntad y reprime por Su sabiduría, de modo que nada ocurre que El no haya dispuesto y ordenado…, de forma que no hay ni agua, ni fuego, ni espada, ni nada que pueda dañarnos, excepto en la medida que Su infinita sabiduría lo quiere» (Inst., I, xvii, 10, 11). Aquí, de nuevo, la exposición dogmática está orientada en la dirección de una verdadera guía espiritual. De acuerdo con ese principio, las cartas de Calvino son formulaciones aplicadas a las particulares circunstancias del individuo, de esos consuelos y estímulos.

Si el gran consuelo del creyente en la tribulación consiste en saber que nada ocurre sin la voluntad de Dios, es porque sabe también que Dios es un buen Dios, un Dios justo que no hace nada por casualidad, nada que no tenga un propósito preciso. La verdadera guía espiritual ayudará así al fiel a descubrir el significado que Dios pone intencionadamente en sus tribulaciones. No se pondrá en lugar del Espíritu Santo, a fin de declarar con autoridad: «Esto es lo que Dios quiere que comprendamos», sino que escuchará cuidadosamente al afligido con objeto de intentar descubrir con él el oculto significado de su aflicción. «Dios —dice— tiene que darnos la comprensión para juzgar bien las aflicciones de los demás.»

De hecho, la lección no es la misma para todos: no todos nosotros estamos enfermos de la misma forma y, consecuentemente, la cura no es aplicable a todos. Esta es la razón de por qué Dios trata a unos con un tipo de cruz y a otros con otra (Inst., III, viii, 5).
Así es cómo a través del sufrimiento Él quiere que nos demos cuenta de nuestras faltas para conducirnos al arrepentimiento. Desea humillar nuestra vanidad y nuestra loca autosuficiencia, por la cual nos imaginamos a nosotros mismos capaces de eximirnos de Su gracia. Él quiere «moldearnos» y que desaparezcan las raspaduras de nuestro orgullo. Él quiere enseñarnos a que nos volvamos hacia El incluso cuando probamos las profundidades de nuestra debilidad, para que experimentemos su ayuda y reforzar y enseñarnos a conocer mejor el valor del Evangelio. Si la prueba es prolongada es porque Dios quiere enseñarnos la paciencia, ejercitar nuestra fe por medio de la oración y reforzar nuestra confianza en las promesas de Su Palabra. Las aflicciones y pruebas que sufrimos en esta vida tienen su propósito al despegarnos de la tierra y llevarnos a la contemplación de las cosas eternas. La presente vida, en efecto, tiene muchos atractivos que nos tientan y nos seducen con sus diversiones. Sólo nos hacemos cargo de nuestra fragilidad existencial, con las dificultades, pues vivimos como si nuestra vida aquí abajo contuviera en sí misma nuestra felicidad. De cara a las atracciones del mundo, el objeto del sufrir será para que volvamos los ojos hacia los cielos «nuestra patria», nuestro verdadero hogar, nuestra verdadera «herencia», y el de avivar la esperanza cristiana en nosotros. Así es como somos mortificados, con objeto de no echar raíces en el amor de este mundo (Inst., III, ix, 2; O. C., 685). Por eso, dos siglos más tarde las humildes voces surgidas de la prisión hacían eco a la voz que procedía de Ginebra. Isaac Le Févre, desde la profundidad de su mazmorra, donde iba a morir, escribió estas palabras: «Dios quiere ponerme en una mano el desprecio por una vida tan mísera y tan desgraciada, y en la otra, el deseo de pasar al amado hogar patrio donde la paz es perfecta y el descanso eterno… Nuestra verdadera felicidad está en el cielo; no puede establecerse en la tierra.» Es como si el propio Calvino hubiese estado hablando.

Habría que añadir una última función al sufrimiento: que nos une más a Jesucristo. En sus Instituciones Calvino escribe: «El apóstol declara que Dios tiene destinado este fin a Sus hijos: que sean conformados con Cristo. De este hecho surge una singular consolación que consiste en que, soportando toda suerte de desdichas y desventuras a las que nosotros llamamos adversidad y mal, participamos en la cruz de Cristo… Cuanto más nos sintamos afligidos por la miseria, más es confirmada nuestra aproximación con Cristo» (Inst., III, viii, 1). Leyendo estas líneas, entre muchas otras, comprendemos cómo las Instituciones han podido ser válidas como segura guía espiritual a las almas de los hombres.

Podemos preguntarnos si existe algo que pueda llamarse misticismo calvinista, cuyo término de por sí ya resulta un tanto ambiguo. De ningún modo nuestra unión con Cristo —la unión mística, término que usa Calvino— puede solamente significar morir con El, ser enterrados con El y resucitados con El. Ello es alcanzado en la fe y por la fe. Se alcanza solamente sufriendo y por el sufrimiento. Nunca se hace en nosotros más efectiva la muerte en nosotros, y el ser enterrados con Cristo, que cuando aceptamos las pruebas con paciencia y confianza, y es en conexión con las aflicciones donde Calvino elige desarrollar el tema místico. El resultado es que las pruebas se convierten en una bendición y el cristiano acaba por encontrar en medio del sufrimiento un gozo misterioso y sobrenatural. «Aunque tengamos que compartir lo que llamamos adversidades con el no creyente, Dios, no obstante, bendice a aquellos que sufren, haciéndolo de tal manera que tenemos siempre consuelo y alegría aun en nuestra tristeza» (O. C., XVII, 322). De esta forma, el propósito de la guía de Calvino es el descanso, la paz de la mente, la confiada aceptación e incluso la alegría espiritual. Y así, «en la medida en que nuestro corazón está contraído por la natural aflicción de la cruz, será expandido por el gozo espiritual… La aflicción que se encuentra naturalmente en la cruz tiene necesariamente que estar atemperada por el gozo espiritual» (Inst., III, viii, 11). Se aprecia que esta preocupación por las almas está inscrita como una filigrana en las páginas de los escritos del Reformador. Eso es lo que les da, incluso hoy, una tal vitalidad.

Si la sublime doctrina de la providencia conduce a una pacífica y confiada entrega a la voluntad de Dios, e incluso en medio del sufrimiento, a un verdadero gozo espiritual, esta confianza no está caracterizada por la pasividad, y el gozo queda como el más glorioso triunfo del Espíritu Santo dentro de nosotros. No hay nada en ello que pueda debilitar las almas o nutrirlas sobre la base de una actitud servil o una insípida piedad. Con las bendiciones del sufrimiento Calvino también conoce las tentaciones. El sabe que la aceptación se opone a nuestros naturales sentimientos. «Refrenemos nuestras afecciones naturales —dice— para que puedan ser dominadas como bestias salvajes» (O. C., XXXIII, 352).

Este esfuerzo tiene que manifestarse particularmente por nuestra obediencia. Sólo marchando por los senderos de la obediencia se puede verdaderamente contar con la ayuda de Dios. Sin nuestra obediencia la confianza es ilusoria. Sólo pasando por donde Dios manda, no estamos expuestos al abandono (O. C., XVII, 538). Si no queremos cerrar la puerta de Su gracia deliberadamente, hemos de no fallar en nuestro deber (O. C., XIX, 350). ¿Cómo podría Calvino no hablar de obediencia? La sublime afirmación de la soberanía de Dios, de la cual fluye la seguridad de Su providencia, implica nuestra obediencia. Y porque Dios es soberano, no nos pertenecemos, sino que lo hacemos en el Señor. «Pueda, por tanto, Su voluntad y su sabiduría gobernar sobre todas nuestras acciones; y puedan todos los aspectos de nuestras vidas ser referidos a Él como su única meta» (Inst., III, vii, 1). Calvino emplea incesantemente este mismo tema en sus cartas y en sus sermones. Este es un programa para toda la vida y una vieja fórmula de nuestros padres: ¡Para el honor y la gloria de Dios!

Es evidente que muchos pasajes de las Instituciones puede considerarse que se refieren a la guía espiritual. Leyendo las Instituciones sentimos frecuentemente que estamos leyendo una carta dirigida a nosotros personalmente, o escuchando en la intimidad de un tete á tete el consejo paternal de un pastor que nos conduce con seguridad y firmeza por los senderos de la vida cristiana.

La doctrina de la providencia, que es la gran fuerza del cristiano en sus tribulaciones, es también el gran consuelo de los que sufren por la muerte de sus seres queridos, ya que la muerte no es un factor del azar, sino más bien una manifestación de la voluntad de Dios hacia nosotros, puesto que nada sucede fuera de Su designio. Aquí está implicada la misma visión de la soberanía de Dios. Puesto que todo procede de Él, tenemos que recibir sin protesta y con confianza todo lo que Él nos dispense, ya que Dios no hace nada que no sea justo y sabio, aunque no podamos comprender Sus actos.

Respecto a la muerte que nos aguarda a todos, Calvino sabe bien que es salario del pecado y, por tanto, el rey de los terrores, «como un vestíbulo a los abismos del infierno». Pero la fe nos permite sobreponernos el horror de la muerte, ya que la muerte queda anulada en la victoria de Cristo. Para el cristiano, la muerte está coronada por la gloria de la resurrección; es el gran día de la esperanza. «Podemos, por tanto, llegar a Dios con la frente alta cuando El nos llama a Su presencia.»

La ausencia del temor, y lo que es más, la alegría frente a la muerte, he aquí los dos distintivos principales del creyente verdadero. «Es un signo de falta de fe el que el horror de la muerte nos domine y destruya en nosotros la alegría y el consuelo de la esperanza» (Com., II Cor. 5:8). «No ha aprendido en la escuela de Cristo aquel que no espera con gozo y paz el día de su muerte» (Inst., III, ix, 5). Tal fe, tal anticipación de la celestial bienaventuranza, hacen de Calvino el pastor eminentemente idóneo para venir en ayuda de quienes están muriendo y para consolar a los que sufren la muerte de sus seres queridos.

De continuar esta revista a las variadas posiciones de Calvino en materia doctrinal, veríamos que está constantemente preocupado con el cuidado de las almas y constantemente pensando en el beneficio que esto puede ser para la iglesia. Mostrémoslo a guisa de conclusión en el asunto de la libertad cristiana. Calvino está preocupado por aquellas conciencias que necesitan seguridad, porque sin esta libertad no se atreverían a emprender nada, cayendo en la duda. Frecuentemente vacilan y se detienen y siempre tiemblan y titubean (Inst., III, xix, 1). Sin esta libertad nunca tendrán descanso y estarán incesantemente viviendo en la superstición (XIX, 7). En esto, como hizo con la justificación por la fe, Calvino trata de ahuyentar las dudas paralizantes, la ansiedad, el temor y, para abreviar, la servidumbre que impele al cristiano a la consideración de las cosas externas, cosas que en sí mismas son indiferentes, tales como ciertas observaciones legales, o incluso esas mortificaciones que, siempre en aumento, nunca alcanzan un fin. «Ya que —escribe— todos aquellos que están implicados en tales dudas tendrán siempre ante ellos algo ofensivo en su conciencia, no importa a donde se vuelvan» (XIX, 7). La totalidad del capítulo está repleto de una profunda y sabia psicología. Calvino intenta corroborar la fe de los fieles, hacerles libres, mientras que al mismo tiempo les sostiene en una prudente temperancia, incitándoles a la moderación y recordándoles las demandas del amor al prójimo que constituye una «buena moderación» de nuestra libertad. Resulta evidente que el bien que Calvino quiere reafirmar en nosotros es el íntimo consuelo de nuestras almas (XIX, 1) para que podamos tener en paz nuestras conciencias (XIX, 3). «Toda la fuerza de esta doctrina reside en calmar las conciencias aterradas ante Dios» (XIX, 9), y en darnos confianza «para que podamos tener paz y descanso con Dios» (XIX, 8).

Una vez que nuestra atención se dirige a esta cuestión, notamos en cada página y en cada consideración este aspecto pastoral del pensamiento de Calvino. Lo encontramos en las cartas que fluyen sin cesar de su pluma y que hace de su correspondencia un verdadero monumento de guía espiritual. Lo encontramos en sus predicaciones, donde el texto bíblico se aplica siempre en nuevas formas para las vidas de los que le escuchan, lo mismo en el aspecto material que en el espiritual. Y lo encontramos, ni que decir tiene, en sus visitas, particularmente en las que hace a los enfermos y a los moribundos sobre los cuales derraman su luz tales textos poco usuales. Lo encontramos de nuevo —y con este último punto terminaremos— en la forma en que enfoca su ministerio en Estrasburgo y en Ginebra.

Calvino administró el bautismo. No importa qué problemas planteara por la noción de los sacramentos, Calvino nunca olvida que los sacramentos son para el creyente. Los considera en este aspecto como auxiliares de la fe. Calvino se da cuenta, ciertamente, de la debilidad de nuestra fe y las luchas que hay que sostener contra los ataques del mundo. No nos supone más fuertes de lo que realmente somos. Conoce que estamos precisados de apoyo y ayuda y que necesitamos muletas para no caer al suelo. Dios, que conoce bien de lo que estamos hechos, tiene piedad de las inclinaciones naturales de nuestros corazones, tan por completo apegados a las cosas materiales, y nos ha dado los sacramentos. Son, por así decirlo, una Biblia pauperum, una Biblia puerorum; son como imágenes o espejos en donde podemos contemplar la acción redentora de Cristo. A través de ellos «Dios nos da cosas espirituales bajo signos visibles, y se nos manifiesta en la forma que nuestras mentes están en condiciones de conocer».
Calvino compara también los sacramentos con los pilares diseñados para soportar la estructura de nuestra fe. Indudablemente, nuestra fe tiene su fundamento en la Palabra de Dios, pero cuando se añaden los sacramentos sirven como pilares sobre los cuales se pueda apoyar con más fuerza (Inst., IX, xiv, 6).

Este es el caso del bautismo. Calvino se da cuenta de que para los padres es una gran fuente de fortaleza el «ver con sus ojos la unión del Señor rubricada sobre el cuerpo de su criatura». No obstante, hay casos donde este apoyo puede sernos rehusado. Por ejemplo, un caballero de Turín había perdido un niño que había muerto sin ser bautizado. Estaba atormentado al pensar en el destino eterno de su hijito. Calvino le consoló y disipó sus dudas. No había existido ni descuido ni desprecio del sacramento por parte de los padres. Ni tampoco lo habían demorado con objeto de haber celebrado una gran fiesta de la ocasión, para satisfacer así su vanidad. Más bien, planeando retirarse a una localidad reformada, había esperado con la idea de que el bautismo de su criatura fuese «completo y verdadero». No debían, por tanto, tener temor, sino confiar absolutamente en la promesa de Dios, que dijo: «Yo soy el Dios de tu simiente» (O. C., XV, 227-28). Se percibe constantemente la vivida preocupación por parte de Calvino para disipar las dudas y llevar la paz y el descanso a las mentes turbadas.

Calvino celebraba la Cena del Señor. En esto también surge a luz su preocupación: liberar de la duda a aquellos cuya sensación de indignidad podía inducirles a que se apartasen de la Mesa del Señor. Calvino era demasiado buen pastor para no darse cuenta de los temores y las vacilaciones de las almas que, discriminando con exceso, quedan paralizadas por el pensamiento de sus pecados. Con una gran solicitud desea ser útil para ayudarles e intenta aplacar sus temores. Leamos de nuevo el Tratado sobre la Santa Cena. Calvino muestra que nadie puede enorgullecerse de tener una perfecta confianza de corazón y un perfecto arrepentimiento, y que aunque algunos son más imperfectos que otros, sin embargo no hay ninguno que no haya fallado en muchos aspectos. De hecho, la Santa Comunión es para los pecadores con tal de que no se endurezcan en su pecado, para los enfermos, y sería estúpido rehusar el tomar una medicina precisamente bajo el pretexto de que se está enfermo (O. C., V, 444-45). En las Instituciones pronuncia la palabra final: «Si hemos de encontrar nuestro propio valor dentro de nosotros mismos estamos perdidos. Esto sólo puede traernos la ruina, la confusión y la desesperanza» (IV, xvii, 41).

Resaltaremos dos formas en las cuales esta preocupación por las almas de parte de Calvino se manifiesta en lo que respecta a la Comunión. Primero de todo están las conversaciones privadas que tuvo en Estrasburgo con cada uno de los que participaron en la Santa Comunión. Calvino explica este propósito a su amigo Farel diciendo que él lo hace así con objeto de que aquellos que están, por ignorancia, pobremente informados puedan estar mejor preparados, de manera que quienes necesiten una especial admonición puedan recibirla finalmente, y, por último —y en esto vuelve a revelarse el corazón pastoral de Calvino—, para que aquellos que están atormentados por escrúpulos de conciencia puedan ser consolados (O. C., XI, 41). En las Instituciones declara que le gustaría que esta costumbre se observase en todas partes, para que aquellos cuya conciencia tenga impedimentos puedan hacer uso de esta oportunidad de ser consolados (III, vi, 13). Siempre nos encontramos con esta preocupación por las almas turbadas, con escrúpulos de conciencia y que necesitan ser liberadas y recibir aliento.

Esta preocupación e interés se manifiestan de nuevo en el deseo expresado a veces por Calvino de poder administrar la Santa Comunión a los enfermos. Escribe a Zuleger: «Me disgusta que la Santa Cena no se administre entre nosotros a los enfermos. Ciertamente, la responsabilidad no ha sido mía en el hecho de que aquellos que van a dejar esta vida se encuentren desprovistos de tal consuelo» (O. C., XVII, 311-12). Calvino sabe que el enfermo, más que otros, necesita ser alentado en vista de la lucha espiritual que tiene que padecer. «De hoy en adelante —escribe—, si cualquier creyente piensa ha llegado el momento de abandonar este mundo, algo que no puede ocurrir sin ser asaltado y atormentado por muchas tentaciones, es propio que desee estar equipado para soportar la lucha» (O. C., XX, 200).

La opinión de Calvino no prevaleció, sin embargo, ni en Ginebra ni en las iglesias reformadas de Francia, donde la principal preocupación estaba en la lucha contra la superstición respecto al contenido de los elementos (el pan y el vino). Calvino, más que otros, se dio cuenta del peligro de la superstición. No obstante, su preocupación por el enfermo y el moribundo pudieron más en su ánimo que el temor a tal peligro. Por tanto, levantó su protesta contra el excesivo rigor de la disciplina que despojaba al enfermo y al moribundo de la Santa Comunión, y su deseo de administrar este consuelo fue conocido para la posteridad. ¡Qué emocionante fue su protesta! ¡Qué revelación del alma pastoral de Calvino!

Cuando fue necesario, Calvino oyó en confesión y otorgó la absolución. Realmente no condenó la confesión en sí misma, conocía demasiado bien las necesidades del corazón humano y sabía qué consuelo puede aportar en ciertos momentos de turbación y confusión. En consecuencia, «si cualquiera se siente angustiado por el remordimiento de sus pecados de tal forma que no encuentre descanso sin una ayuda exterior, dejémosle buscar a su pastor y descargarse de lo que le pesa en su conciencia» (Inst., III, iv, 12).

Sin embargo, esta misma preocupación previene a Calvino de requerir la misma conducta de todos, como hace el catolicismo. No se debe atar una conciencia más apretadamente de lo que ya lo está por la Palabra de Dios. El hacer la confesión obligatoria es provocar nuevas perturbaciones y nuevas dudas. Por encima de todo, el Reformador protesta contra la pretensión de la iglesia de Roma de que el pecador enumere todos sus pecados. Primero de todo, porque ello constituye un cruel tormento de conciencia y porque es infligir una serie de perplejidades sin fin, como si se «arrancase la piel» a las pobres almas, dejándolas perpetuamente en duda. Segundo, porque una exhaustiva enumeración de nuestras faltas es imposible cuando se considera «cuántas cabezas tiene el monstruo del pecado y cuan larga es la cola que hay tras él» (Inst., III, iv, 16).

Este no es un punto de vista puramente teórico. Tolstoi habla en sus Memorias de su primera confesión. Salió de ella —dice— feliz, confortado, sintiéndose moralmente renovado y como vuelto a nacer. Pero, ¡ay!, al llegar la noche y encontrarse en la cama comenzó a dormirse, cuando súbitamente un vergonzoso pecado que no había confesado le vino a la mente. Estuvo cruelmente atormentado, incapaz de conciliar el sueño, esperando minuto a minuto ser castigado por Dios y pensando en una muerte inminente. Sólo le abandonó aquella angustia cuando llegó el nuevo día y fue en busca del sacerdote con quien había confesado la tarde anterior, con objeto de confesar el pecado que había olvidado de mencionar.
Se comprende mejor, leyendo este relato, la sabiduría pastoral de Calvino, quien, si bien sostenía la confesión como un remedio para aquellos que la precisaran, tuvo mucho cuidado de no exigirla de todos, salvando así la fe de las perplejidades y dudas que implica la necesidad de no olvidar un simple pecado.

La confesión lleva implícita la absolución. Calvino tiene conciencia del valor de la absolución concebida, no como sacramento, sino como un solemne testimonio a la verdad de las promesas de Dios y de la realidad del perdón para aquellos que se arrepienten. «Los ministros de Dios —declara— están ordenados como testigos y como fiadores para asegurar en las conciencias la remisión de los pecados» (Inst., III, iv, 12). El ministro en sí mismo no perdona, sino que se remite a la Palabra de Dios, porque Dios es el fin de la fe, El no puede mentir y es el Dios del perdón y de la gracia. El que recibe tal absolución en su corazón «será librado de todas sus dudas con objeto de quedar en un estado de paz de conciencia» (IV, 14). Siempre hallamos en él esa obsesión para liberar almas, para disipar sus ansiedades, para otorgarles el descanso, la calma interior, la paz y la alegría espiritual incluso en el sufrimiento y de cara a la muerte, que es la señal más auténtica de un cristianismo vital y viviente.

Sólo hemos escogido unos cuantos hitos, bosquejado un método y resaltado un motivo, dentro de la inmensa obra de Calvino, esta perpetua preocupación por las almas, esta pastoral solicitud que nunca le abandona. No pretendemos, ni con mucho, haber agotado tan vasto tema dentro del alcance de unas pocas páginas; para hacer eso habría que haber tomado en consideración las Instituciones enteras, lo mismo que sus tratados, las cartas y los sermones. En todas partes saca a luz, incluso en las páginas que parecen más áridas, este deseo, anclado en su alma de Reformador, de llevar la paz y el descanso a las conciencias turbadas, y el llevarlas a un cristianismo confiado, alegre y sin sobresaltos, al mismo tiempo que heroico, como correspondía al siglo xvi, en donde la guerra estaba en todas partes y en donde estaban encendidas las hogueras de la persecución.
A modo de conclusión, nos gustaría resaltar la humanidad de Calvino, la humanidad de su guía espiritual, la humanidad de su teología. Es una humanidad que surge a la luz, a despecho de la aparente paradoja en la predicación de la doctrina de la predestinación, y cuyos sabrosos frutos nos gustaría mostrar como provechosos para las conciencias cristianas.

Esta humanidad se revela a sí misma en su rechazo del estoicismo y del ascetismo. El estoicismo se le aparece como una filosofía inhumana que desnuda al hombre de toda sensación y sentimiento y le hace ser como un tronco. Refiriéndose a Jesús cuando lloró, Calvino afirma el derecho a las lágrimas. «No le pido que no sufra —escribe a M. de Richebourg, que había perdido un hijo—. Todo lo que estoy diciéndole tiene como fin que se modere en su sufrimiento y que tras haber enjugado sus lágrimas, resultado de la humana naturaleza y de sus sentimientos paternales, no acabe Por sentir placer en su dolor» (O. C., XI, 194). Si uno tiene el derecho de llorar, también lo tiene para reír. ¿Quién ha afirmado que Calvino no ha reído nunca? «Me duele —escribe a M. de Falais— no poder estar con usted, aunque sólo fuese medio día, para reír con usted, aunque mientras intentemos hacer reír a su hijito, éste no cese de gritar y llorar» (O. C., XXII, 378). En las Instituciones, Calvino declara: «En ninguna parte está prohibido llorar o divertirse con instrumentos musicales o beber vino» (III, xix, 9).
Resulta, pues, claro que Calvino no es ni un estoico ni un ascético. No ve razón para no oler una flor, para admirar una bella estatua de mármol o para disfrutar en un banquete con amigos, habida cuenta de que en esto, como en todas las cosas, existen unos prudentes límites.

Esta humanidad de Calvino se me aparece a mí como el gran secreto de su conducta espiritual. Poseía una gran capacidad para hacerse amar de los que con él se correspondían. Nunca se hurtó de las exigencias del cristianismo y de la necesidad de «seguir a Cristo hasta la cruz», pero no pidió a nadie que fuese un superhombre o un ángel del Paraíso. Conocía las luchas del hombre, sus sufrimientos y su debilidad. Y así es como no urgió a los fieles, con corazón frío, a abandonar Francia para que pudiesen adorar a Dios con toda pureza, dirigiéndoles con su autoridad al camino del exilio. Conocía muy bien, por propia experiencia, el sacrificio que ello representaba. No habiendo estado nunca en prisión, se imaginaba el sufrimiento y las tentaciones de la cárcel y se siente con ellos «como un prisionero». ¿No estableció las reglas de la verdadera consolación en un sermón sobre los amigos de Job? «Para consolar verdaderamente a los afligidos —dice— no tenemos que exigirles un valor inhumano como si fuesen de hierro o acero, más bien debemos mostrarnos misericordiosos. No dejemos que el hombre piense de sí mismo que es capaz de llevar el consuelo a aquellos que están en dificultades y en desgracia, a menos que él mismo lleve sus pasiones (sufrimientos), es decir, a menos que se coloque él mismo en su lugar (O. C., XXIV, 41). Sin embargo, su simpatía no suaviza su firmeza, y cuando los creyentes condenados eran obligados a andar por el camino de la tortura, les acompañó con abierto coraje y trata de inspirar en su interior una casi alegre esperanza, porque para ellos es el sendero dispuesto por Dios, el sendero de la obediencia y el testimonio.

Del mismo modo, cuando invita las almas a la fe, no lo hace con el despego de un corazón árido. En sus descripciones de las luchas por la fe sentimos la nota y el acento de la experiencia personal. Qué queridas son para nosotros las palabras que se escapan de sus labios y nos revelan su alma: «Que Dios es justo, nadie puede convencerse de ello sin un grande y difícil combate» (Inst., III, ii, 15). Y de nuevo, «cuando enseñamos esa fe, tenemos que estar ciertos y seguros de que no estamos pensando en una seguridad insensible a la duda, o que no esté asaltada por alguna preocupación» (Inst., TU, ii, 17).

Más aún, sosteniendo las inflexibles necesidades y requerimientos del cristianismo, Calvino infunde valor. En una bella imagen, compara la fe a un hombre armado que lucha, palmo a palmo de terreno, retirándose a veces, pero sin dejar de luchar incluso cuando su escudo está roto (III, ii, 21). El sabe que la victoria no se consigue fácilmente, que no se llega a una meta sin un largo y penoso recorrido; pero nada está perdido si uno continúa diariamente su sendero, si cada día obtiene un cierto progreso, un paso adelante, no importa cuán modesto sea «si el hoy supera al ayer» (III, vi, 5).
Calvino posee el arte de los verdaderos consoladores, esos buenos jardineros de almas que, comprendiendo que vivimos en el tiempo, no tratan de «invadir el terreno de la Providencia», como ha dicho San Vicente de Paúl.

Calvino escribe a Madame de Cany: «Dios obrará con usted en el tiempo para darle fuerzas con arreglo a sus necesidades, aunque ello no aparezca así a primera vista» (O. C., XIV, 557). Llega tan lejos, hasta el punto de decir que, a veces, la intención es suficiente y que uno tiene que hacer lo posible para «cumplir por lo menos con la mitad». Consuela a la duquesa de Ferrara, concerniente a ciertos fallos, con estas palabras tan humanas y tan verdaderas: «Cuando apuntamos hacia la meta, Dios acepta el deseo como un hecho» (O. C., XVII, 261). ¿Se puede imaginar una conducta más comprensiva y humana, cuidando de no desalentar ni repeler a nadie? ¡Qué injustos han sido los reproches hechos por los católicos a Calvino, al afirmar que gobernó las almas con una frialdad calculada, llamándolas a la perfección por imperiosos y difíciles requerimientos. No hay nada más falso. Por el contrario, en su interior latía una gran humanidad, una gran fuerza de simpatía, una ternura espiritual, una preocupación pastoral que le abría todos los corazones. Esta preocupación constituye un fluido vital, que se desprende de toda la obra del Reformador, que todo lo anima y vivifica y que le asegura una influencia permanente.

Al leer a Calvino nos sentimos sorprendidos incluso en nuestros días. Encontramos en él el eco de nuestras luchas, de nuestras dudas, de nuestras tentaciones, de nuestras perplejidades. A través de cuatro siglos nos sentimos animados con el calor de su simpatía, alentados, guiados, reforzados por sus exhortaciones. El nos habla a nosotros; es él quien desea que marchemos por el seguro sendero de una vida cristiana; es él quien nos hace ver las dificultades y las alegrías; él quien nos llama a la lucha y a la victoria, es él quien nos reanima.

El desea asegurarnos el descanso y la paz de la conciencia; es el peso de nuestras almas lo que sigue llevando sobre sí. Permanece ciertamente como un teólogo; pero lo que le hace parecer siempre viviente es el hecho de que también fue, y todavía lo es para nosotros hoy, un gran maestro espiritual.

Extracto del libro: Calvino, profeta contemporáneo.

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