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“Pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado.”— Juan 7: 39.

Hemos llegado a la parte más difícil en la discusión de la obra del Espíritu Santo, esto es, el derramamiento del Espíritu Santo en el décimo día después de la ascensión.

En el manejo de este tema, no es nuestro objetivo crear un nuevo interés en la celebración de Pentecostés. Lo consideramos casi imposible, pues la naturaleza del hombre es muy poco espiritual como para lograrlo con éxito. Pero de forma muy reverente, realizaremos un esfuerzo para dar, a todos aquellos en que el Espíritu Santo ya ha comenzado la obra en sus corazones, una visión más clara respecto de este evento. Pues, aunque el relato del segundo capítulo de Hechos pueda parecer simple, en realidad es muy complejo y difícil de explicar; y quien intente seriamente comprender y explicar este evento, a medida que profundice en los vínculos íntimos de la Sagrada Escritura, se encontrará cada vez con mayores dificultades. Por esta razón, establecemos que nuestra exposición no va a resolver totalmente este misterio. Simplemente procuraremos anclar más seriamente a él las mentes santificadas del pueblo de Dios; y convencerlo de que, en general, este tema es tratado con demasiada superficialidad.

En el análisis de este acontecimiento, surgen cuatro dificultades:

En primer lugar, ¿cómo explicaremos el hecho de que mientras que el Espíritu Santo fue derramado sólo en Pentecostés, los santos del Antiguo Pacto ya eran partícipes de Sus dones?

En segundo lugar, ¿cómo distinguiremos el derramamiento del Espíritu Santo ocurrido hace XX siglos, respecto de Su entrada en el alma de los inconversos el día de hoy?

En tercer lugar, ¿cómo podían los apóstoles—quienes ya habían hecho la buena confesión, abandonándolo todo, siguiendo a Jesús, y sobre quienes Él había soplado diciendo: “Recibid el Espíritu Santo”—no haber recibido el Espíritu Santo sino hasta el décimo día después de la ascensión?

En cuarto lugar, ¿cómo debemos explicar las señales misteriosas que acompañan el derramamiento? No hay ángeles alabando a Dios, sino que se escucha un sonido como el de un viento apresurado y poderoso; y no aparece la gloria del Señor, sino que lenguas de fuego se ciernen sobre sus cabezas; no se produce teofanía, sino un hablar con sonidos extraños e inusuales, pero que sin embargo, fueron entendidos por quienes se encontraban presentes.

Con referencia a la primera dificultad: Cómo explicar el hecho de que, mientras que el Espíritu Santo sólo fue derramado en Pentecostés, los santos del Antiguo Pacto ya eran partícipes de Sus dones. Llevemos esto a lo concreto: ¿cómo se deberían conciliar los siguientes pasajes? “porque yo estoy con vosotros, dice Jehová de los ejércitos, así mi Espíritu estará en medio de vosotros, no temáis” (Hag. 2:4-5); y “Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado” (Jn. 7:39).

Evidentemente, las Escrituras pretenden impresionarnos con ambos hechos, respecto de que el Espíritu Santo vino sólo en el día de Pentecostés, y que el mismo Espíritu ya había obrado durante siglos en la Iglesia del Antiguo Pacto. San Juan no sólo declara concluyentemente que el Espíritu Santo aún no había sido dado, sino que las predicciones de los profetas y de Jesús, y toda la postura de los apóstoles, demuestran que a este hecho no se le puede restar la más mínima importancia.

En primer lugar, examinaremos las profecías. Isaías, Ezequiel y Joel, contienen un testimonio innegable respecto de que esto era lo que los profetas esperaban. Isaías dice: “Porque los palacios quedarán desiertos, la multitud de la ciudad cesará—hasta que sobre nosotros sea derramado el Espíritu de lo alto, y el desierto se convierta en campo fértil, y el campo fértil sea estimado por bosque. Y habitará el juicio en el desierto, y en el campo fértil morará la justicia.” Esta profecía se refiere, evidentemente, a un derramamiento del Espíritu Santo, que efectuará una obra de salvación a gran escala, ya que termina con la promesa: “Y el efecto de la justicia será paz; y la labor de la justicia, reposo y seguridad para siempre” (Is. 32: 14-17).

De la misma manera, Ezequiel profetizó “Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra. Y os guardaré de todas vuestras inmundicias; No lo hago por vosotros, dice Jehová el Señor, sabedlo bien” (cap. 36: 25); Ez. 11:19 proporciona la introducción a esta profecía: “Así ha dicho Jehová el Señor: Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, para que anden en mis ordenanzas.” Joel pronunció su conocida profecía: “Y después de esto derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Y también sobre los siervos y sobre las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días” (Jl. 2:30-31); —una profecía que, según la magistral exposición de San Pedro, se refiere directamente al día de Pentecostés. Zacarías añade una hermosa profecía (12:10): “Y derramaré espíritu de gracia y de oración.” Es cierto que estas profecías fueron dadas a Israel durante su período tardío, cuando la vigorosa vida espiritual de la nación había ya muerto. Sin embargo, Moisés expresó el mismo pensamiento en su oración profética: “Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que Jehová pusiera su espíritu sobre ellos” (Nm. 11:29). Pero estas profecías son prueba de la convicción profética del Antiguo Testamento, respecto de que la dispensación del Espíritu Santo en esos días era en extremo imperfecta; de que la verdadera dispensación del Espíritu Santo aún se tardaba; y que sólo en los días del Mesías vendría en toda su plenitud y gloria.

En cuanto a la segunda dificultad, nuestro Señor, en varias ocasiones, puso el sello de Su autoridad divina sobre esta convicción profética; anunciando a Sus discípulos la aún futura venida del Espíritu Santo: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; porque mora con vosotros, y estará en vosotros” (Jn. 14:16-17); “Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí” (Jn. 15:26); “He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lc. 24:49); “Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré. Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Jn. 16: 7-8). Y por último: Él les mandó que no se apartaran de Jerusalén, sino que esperaran la promesa del Padre, “la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días. Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo” (Hch. 1:4-5,8).

La tercera dificultad se satisface, por el hecho de que los mensajes de los apóstoles concuerdan con la enseñanza de las Escrituras. Ellos, efectivamente, permanecieron en Jerusalén sin ni siquiera tratar de predicar durante los días que transcurrieron entre la ascensión y Pentecostés. Ellos explican el milagro de Pentecostés, como el cumplimiento de las profecías de Joel, y ven en él algo nuevo y extraordinario; y nos muestran claramente que en sus días, se consideraba que un hombre que quedó fuera del milagro de Pentecostés, no sabía nada sobre el Espíritu Santo. Pues cuando se preguntó a los discípulos de Efeso, ¿Recibisteis el Espíritu Santo?” ellos respondieron ingenuamente: “Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo.”

Por tal razón, no cabe duda de que la Sagrada Escritura pretende enseñarnos y convencernos de que el derramamiento del Espíritu Santo en Pentecostés fue Su primera y verdadera venida sobre la Iglesia.
Pero, ¿cómo puede conciliarse esto con pasajes del Antiguo Testamento, tales como los siguientes? “Pues ahora, Zorobabel, esfuérzate, dice Jehová; esfuérzate también, Josué… sumo sacerdote; porque yo estoy con vosotros,…así mi Espíritu estará en medio de vosotros, no temáis” (Hag. 2:4-5), y de nuevo “Pero se acordó de los días antiguos, de Moisés y de su pueblo, diciendo: ¿Dónde está el que les hizo subir del mar con el pastor de su rebaño? ¿Dónde el que puso en medio de él su santo Espíritu?” (Is. 63:11). David era consciente de que había recibido el Espíritu Santo, porque después de su caída él ora: “Y no quites de mí tu santo Espíritu” (Sal. 51:11). Hubo un envío del Espíritu, pues lo que dice es: “Envías tu Espíritu, son creados, Y renuevas la faz de la tierra” (Sal. 104:30). Parece haber ocurrido un descenso real del Espíritu Santo, pues Ezequiel dice: “Y vino sobre mí el Espíritu de Jehová” (cap. 11:5). Miqueas testificó: “Mas yo estoy lleno de poder del Espíritu de Jehová” (cap. 2:8). De Juan el Bautista, está escrito que él sería lleno del Espíritu Santo desde el vientre de su madre—Lc.1: 15. Aun el mismo Señor fue lleno del Espíritu Santo, a quién Él recibió sin medida. Ese Espíritu vino sobre Él en el Jordán, ¿cómo entonces se podría hablar de Él como si todavía estuviera por venir?—una pregunta todavía más desconcertante, ya que leemos que en la noche de la resurrección, Jesús sopló sobre sus discípulos, diciendo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn. 20:22).

Ha sido necesario presentar a nuestros lectores esta gran serie de testimonios, a fin de demostrarles el grado de dificultad que presenta el problema que nos esforzaremos en resolver en el siguiente artículo.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper  

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