En ARTÍCULOS

“Porque en Él vivimos y nos movemos y somos; como algunos de nuestros propios poetas han también han dicho: porque linaje Suyo somos.”—Hch. 17:28.

Es bastante peculiar la característica de la Confesión Reformada, la cual, más allá de cualquier otra confesión, humilla al pecador y enaltece al hombre libre de pecado. Empequeñecer al hombre no es bíblico. Al ser un hombre pecador, caído, y al dejar de ser un verdadero hombre, debe ser humillado, reprendido y quebrantado interiormente. Pero el hombre creado divinamente, llevando el propósito divino o restaurado por la gracia omnipotente sobre los elegidos, es digno de reconocimiento, ya que Dios lo ha hecho a Su propia imagen. Por estar tan en alto cayó tan bajo. Era un ser grandioso, y por eso pasó a ser un ser tan detestable. La excelencia del primer hombre es la fuente de su posterior maldición.

Se dice que nuestra doctrina sólo empequeñece al hombre mientras nuestra era actual acertadamente lo aprecia y exalta; pero aun considerando todo elogio y alabanza, nuestra actual era jamás ha concebido un testimonio más exaltado que el que da la Escritura cuando dice: “Dios creó al hombre a Su propia imagen.” (Gen. 1:27) Protestamos en contra del grito de nuestra época, no porque dice demasiado respecto al hombre, sino porque dice muy poco al expresar que el hombre es glorioso aun en su condición caída.

¿Qué pensarías del hombre que, pasando por tu jardín marchitado y destruido por una tormenta, dijera que los tallos rotos y flores cubiertas de barro son magníficos?

Y justamente esto es lo que hace nuestra era actual. Caminando por el jardín de este mundo, marchito y alterado por la tormenta del pecado, reclama en éxtasis, lleno de orgullo: “¡Cuán glorioso es el ser humano! ¡Cuán justo y excelente!” Y el botanista, al ver su jardín completamente destruido, diría: “¿A esto llamas bonito? Debieras haberlo visto cómo se veía antes de que la tormenta lo destruyera.” Así que le decimos a nuestra era: “¿Llamas a este hombre caído glorioso? Comparado a lo que debería ser, no tiene absolutamente ningún valor. Pero fue glorioso antes de que el pecado lo devastara, brillando en toda la belleza de su imagen divina.”

Por tanto, nuestra doctrina lo exalta a su mayor gloria. Después de la gloria de haber sido creados a imagen de Dios viene la gloria de ser Dios mismo. Tan pronto como el hombre presume ser Dios, arroja de inmediato toda la gloria de sí mismo; este es el pecado detestable de querer ser como Dios. Si se afirma que aun en el paraíso prevalecía la ley de que sólo Dios es grandioso y la criatura no es nada frente a Él, diríamos que aquel que fue creado a imagen de Dios no puede aspirar a más que ser un reflejo de Dios; excluyendo la idea de estar sobre o en contra de Dios. Por tanto, está claro que el hombre original fue glorioso y excelente; por lo cual el hombre caído es despreciable y miserable.

Entonces, ¿ha perdido el hombre caído la imagen de Dios?

Esta pregunta fundamental controla nuestra perspectiva del hombre en todo sentido, y por ende requiere de un análisis exhaustivo; especialmente porque las opiniones de los creyentes respecto a esta pregunta son diametralmente opuestas entre sí. Algunos dicen que después de la caída el hombre mantuvo algunos aspectos, otros dicen que perdió la imagen por completo.

Para evitar todo mal entendido, antes debemos decidir si ser creado a la imagen de Dios (1) se refiere sólo a la justicia original, o (2) también incluye la naturaleza del hombre, la cual llevaba puesta esta justicia original. Si la imagen divina consistía sólo en la justicia original, entonces, claramente, se perdió completamente; porque cuando el hombre cayó perdió su justicia para siempre. Pero si la imagen de Dios se imprimió sobre su ser, naturaleza, y sobre su existencia humana, entonces no puede desaparecer completamente; ya que, por muy hundido que esté en el pecado, el hombre caído sigue siendo hombre.

No queremos decir que quedó algo espiritualmente bueno en el hombre; entre los que finalmente se pierden, aun en los más hundidos en el pecado quedará alguna evidencia de que fueron creados a imagen de Dios. No nos queda ni la menor duda de adherirnos a la opinión de los padres que, si los ángeles, incluso Satanás, fueron originalmente creados a la imagen de Dios (lo cual la Escritura no afirma concluyentemente), aun el diablo con toda su inmundicia mostraría algunas características de esa imagen.

No queremos decir que después de la caída el hombre tuviera alguna voluntad, conocimiento, o cosa buena; y aquellos que infieren esto de la frase “algunos restos quedan” del Artículo xiv. de la confesión de fe, pervierten su enseñanza original. Aunque reconoce que algunos restos quedan, posteriormente afirma que “toda la luz que estaba en nosotros cambió a oscuridad”; y antes dice que “el hombre se convirtió en un ser perverso, malvado y corrupto en todos sus caminos,” y que “ha corrompido toda su naturaleza.” Por consiguiente, estos “restos no pueden entenderse como restos de vigor, voluntad o deseo de bondad.” No, el pecador en su naturaleza caída es enteramente condenable y no tiene, como dice el artículo, “ningún entendimiento que se conforme al entendimiento y voluntad de Dios, sino lo que Cristo ha formado en el hombre, lo cual nos enseñó cuando dijo: ‘Sin mí, nada podéis hacer.’” Por tanto, derribamos toda sospecha de que buscamos algo bueno en el hombre pecador. Junto a las Escrituras confesamos: “No hay justo, ni siquiera uno. No hay nadie que entienda, no hay nadie que busque a Dios. Todos se han descarriado, a una se hicieron inútiles, no hay quien haga lo bueno, ni siquiera uno.”

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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