​«Aquellos que desprecian la Escritura y suponen que tienen una vía particular para dirigirse a Dios, tienen que ser juzgados, no como influenciados por el error, sino por la locura. Hablan mucho respecto a la Palabra, embelleciéndola con los más sublimes epítetos; pero definitivamente la separan del Espíritu Santo que Dios ha dado a Su iglesia.

Hay una tremenda diferencia entre los católicos romanos y su iglesia y los exaltados sectarios. Calvino con razón pregunta: Estamos entre dos sectas que difieren grandemente entre sí. ¿Qué ostensible acuerdo hay entre el papado y los anabaptistas? Y, con todo, ambos eligen la misma arma contra nosotros. Cuando presuntuosamente hacen un gran elogio del Espíritu, no es con otro propósito que el de suprimir y enterrar la Palabra de Dios y así hacer sitio para sus propias falsedades (V, 395).

En la defensa de Calvino contra este doble ataque, viene en primer término el completamente nuevo empleo Reformado de la antigua doctrina de la inspiración. Calvino recarga el énfasis sobre el hecho de que Dios ha registrado Su revelación en la Biblia mediante la inspiración del Espíritu por una triple razón:
 Primera, porque la Sagrada Escritura ha de ser el único fundamento y guía para la enseñanza (doctrina) de la iglesia y (la vida) del creyente.
Segunda, que la Escritura ha de ser el inequívoco testigo de la presencia de Cristo y de Su salvación, y su función el mayor medio de gracia mediante la predicación.
Tercera, porque sólo Dios puede ser suficiente testigo de Sí mismo, puesto que la Palabra inspirada por el Espíritu puede ser comprendida solamente en virtud del testimonio del mismo Espíritu y todo llamamiento del Espíritu está decretado por la Palabra inspirada por el Espíritu Santo.

Por lo que respecta a la primera razón, se da una detallada aplicación en el octavo capítulo del cuarto libro de las Instituciones. Para empezar, resalta que toda la autoridad que el Espíritu confiere en la Escritura a los sacerdotes, profetas, apóstoles y a sus sucesores es totalmente otorgada por la Palabra de Dios que les es confiada (par. 2). Inicialmente fue transmitida de forma oral, pero cuando Dios determinó dar una forma más ilustre a la iglesia, quiso consignar por escrito Su Palabra, para que los sacerdotes viesen lo que tenían que enseñar al pueblo y toda doctrina entregada pudiera ser llevada a ella como refrendo. Después de eso, cuando el Señor quiso que la doctrina existiese en una más amplia y más clara forma, que era lo mejor para satisfacer a las conciencias débiles, ordenó que las profecías fuesen escritas y formaran parte de Su Palabra. A ello fue añadido el relato histórico, que es también composición de los profetas, pero dictado por el Espíritu. Los Salmos deben estar incluidos entre las profecías. La totalidad del cuerpo formado por la Palabra de Dios y por sus profetas y sacerdotes representativos fue unido a la doctrina para que su conjunto diese al pueblo las respuestas precisas procedentes de la boca de Dios (par. 6).

Después sigue la completa y final revelación en Cristo, y luego su transformación en Escritura por los apóstoles de la forma en que el Espíritu la dictó a ellos (par. 7 y 8). En la Palabra de Dios reside el poder de la iglesia en todas las épocas. No obstante, hay diferencia entre los Apóstoles y sus sucesores; los Apóstoles son seguros y auténticos amanuenses del Espíritu Santo y, por tanto, sus escritos deben ser considerados como oráculos de Dios, mientras que sus sucesores no tienen otro oficio que enseñar lo que ha sido revelado y sellado en la Escritura. Y en la conclusión de esta exhaustiva exposición Calvino de nuevo indica por qué Dios ha elegido esta maravillosa manera de dejar escrita Su Palabra por la inspiración del Espíritu. Sólo de esta forma la fe encuentra en la Palabra de Dios un fundamento inconmovible y un firme apoyo contra Satanás, las maquinaciones del infierno y el mundo entero. Así, sólo Dios permanece como nuestro Maestro en la enseñanza espiritual, ya que El solo es verdadero y no puede ni engañar ni decepcionar (par. 9). En este punto surgen los aspectos pastorales y teológicos, aunque obviamente el énfasis está sobre este último punto en este pasaje que trata del poder de la iglesia.

No obstante, no está ausente el elemento pastoral, cuya expresión viene ya en la segunda razón, que es tan absolutamente importante como la primera. Dios ha dado Su Palabra —declara Calvino— como el mejor medio para satisfacer las necesidades de las conciencias débiles y hacer la fe invencible en la lucha por la vida, dándole un inconmovible fundamento en la Palabra. En más de una ocasión se discute esto en las Instituciones, especialmente en lo concerniente a la fe. La fe no se contenta —recalca Calvino— con una dudosa y mudable opinión, ni con una oscura y mal definida concepción. Requiere una certidumbre completa, decisiva, como es usual en aquellas cosas que han de ser investigadas y probadas. Y no es sin causa que el Espíritu Santo repetidamente subraya para nosotros la autoridad de la Palabra de Dios (III, ü, 15). En consecuencia, la fe puede armarse y fortificarse a sí misma con tal Palabra que es absolutamente fiable. La fe no tiene menos necesidad de la Palabra que la fruta del árbol tiene de la raíz viva, ya que nadie puede esperar en Dios sino aquellos que conocen Su nombre (Salmo 9:11). Este conocimiento no se deja a la imaginación de cada hombre, sino que depende del testimonio que el propio Dios da de su Divinidad. «Que tu salvación venga sobre mí —dice David— de acuerdo con tu palabra» (Salmo 119:41). Y similarmente: «Esperé en tus palabras, sálvame» (Salmo 119:146, 147). Esto demuestra claramente la relación de la fe con la palabra y la salvación como su consecuencia (par. 31). El objeto general de la fe es la totalidad de la Palabra de Dios. Sin embargo, la fe nunca está segura hasta que ha alcanzado la promesa de la gracia de Dios y comprende que el único camino en dicha fe es el reconciliarnos con Dios por nuestra unión con Cristo (par. 30). Ciertamente, todas las promesas de Dios son verdaderas y definitivas en Cristo, para que podamos volver nuestros ojos hacia El cuando se nos hace cualquier promesa (par. 32). La credibilidad de la Escritura no está establecida hasta que estamos convencidos, sin ninguna duda en absoluto, de que Dios es su autor. De aquí la prueba más fuerte de la veracidad de la Escritura, que es uniformemente recibida de la misma persona de Dios que habla en ella (I, ii, 4). Quienquiera que afirme que Dios es justo y verdadero cuando manda y amenaza, no es por su posición o clase entre los creyentes. El real objeto de la fe es la promesa del favor de Dios en Cristo (III, ii, 29-30). En consecuencia, tenemos que sostener que Cristo no puede ser debidamente conocido en otra forma que mediante la Sagrada Escritura. De aquí se deduce que debemos leer las Escrituras con el expreso deseo de encontrar a Cristo en ellas. Quienquiera que se aparte de este objeto, aunque dedique toda su vida a aprender, nunca obtendrá el conocimiento de la verdad (XLVII, 125).

Por lo anteriormente expuesto, es evidente que para Calvino, en contraste con mucha de la subsiguiente ortodoxia, la creencia en la divina inspiración de la Escritura no es meramente una cuestión de reconocimiento de una verdad formal. Más bien es una orientación religiosa que tiene una existencia! importancia. Calvino no se dedica al análisis de una medicina, sino de su uso. Su interés no está en la lámpara, sino más bien en la luz que refleja. En ninguna parte da una exposición del milagro de la inspiración, sino que aparece abrumado con gratitud por la fiel preocupación de Dios para nosotros en la lucha por la vida, complaciéndose en hacer su revelación para nuestra salvación en la Escritura. Las palabras de Calvino se convierten en un himno espontáneo de alabanza cuando discute la incomprensible obra del Espíritu Santo, quien, como el gran testigo de Cristo en el mundo, ha representado infaliblemente a Cristo en las Sagradas Escrituras, haciendo así de la Palabra de Dios el gran medio de gracia. Los prefacios que Calvino escribió para varias traducciones de la Biblia, y de los que seleccionamos unos pocos al azar, son profundamente conmovedores. En el prefacio a la antigua Biblia de Ginebra, Calvino dirige unas palabras al lector, diciendo: «Si yo tuviera que escribir una larga introducción, comenzaría por resaltar qué tesoro es la Sagrada Escritura, qué gran dignidad posee y el incalculable beneficio que representa. Por lo que a la verdad concierne, es el principal y más precioso tesoro que poseemos en el mundo. Es la llave que lo abre todo en nosotros y nos lleva al Reino de Dios para que podamos conocer la forma de adorar a Dios y la tarea que Dios nos ha señalado. Es la guía segura que nos dirige para que no estemos errantes y vagabundos todos los días de nuestra vida. Nos suministra una guía segura para que podamos distinguir el bien del mal. Es la luz por la cual nos orientamos, la lámpara que ilumina la oscuridad de nuestro mundo, la escuela de toda sabiduría, el espejo en donde contemplamos el semblante de Dios, el cetro real con el que Nos gobierna como a Su Pueblo, y el pan que nos da como un signo de que desea ser nuestro Pastor. Es el medio de la alianza que ha hecho con nosotros, el testimonio de Su buena voluntad, aportando la paz a nuestras conciencias, el único alimento que nutre nuestras almas para la vida eterna. En resumen, es la única cosa que nos distingue de los paganos y los no creyentes, y en donde tenemos una religión asegurada y establecida por la verdad infalible de Dios. El recto uso de la Palabra de Dios es abandonar toda nuestra sabiduría y humildemente esperar la voz de Dios. Y puesto que Jesucristo es el fin de la Ley y los Profetas y la sustancia del Evangelio, no debemos de luchar por nada que no sea el conocerle a El (IX, 823-25).

En el igualmente importante prefacio a la traducción de la Biblia de Olivetanus, Calvino exclama: «Ciertamente, nuestro esfuerzo debe ser para conocer a Cristo de un modo real en toda la Escritura, y los infinitos tesoros que están en El y que nos son ofrecidos por el Padre a través de El. Si estudiamos convenientemente la Ley y los Profetas, no encontraremos en ellos simplemente una palabra escrita, sino toda guía y una dirección hacia El. Y puesto que todos los tesoros de sabiduría y de conocimiento están escondidos en El, no tenemos otro objetivo ni otra meta; a menos que deliberadamente nos apartemos de la luz de la verdad, errando en las tinieblas de la falsedad. Así, Pablo dice verdaderamente en un lugar que está determinado a no conocer otra cosa que a Cristo y a El crucificado. Nosotros no debemos perder el tiempo, sino dedicar nuestro estudio y ejercitar nuestra mente en aprovechar el conocimiento de Jesucristo que tenemos en la Escritura para ser llevados rectamente hacia el Padre por El (IX, 815). Todas estas cosas han sido anunciadas, establecidas, descritas y selladas para nosotros en este Testamento. ¿Hemos de permitir que sea apartado, oculto o corrompido? Sin este Evan¬gelio estamos vacíos y vanos, sin este Evangelio no somos cristianos, sin este Evangelio toda riqueza es pobreza, toda sabiduría es locura ante Dios, toda fuerza, debilidad y toda justicia humana condenada por Dios. Pero mediante el conocimiento del Evangelio nos convertimos en hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, ciudadanos compañeros de los santos, ciudadanos del Reino de los Cielos, herederos de Dios mediante Jesucristo, por el cual el pobre se hace rico; el débil, fuerte; el loco, sabio; los pecadores, justos; el desconsolado, gozoso; los que tienen dudas, ciertos en la fe, y los prisioneros, libres. El Evangelio es la palabra de vida y de verdad. Es el poder de Dios para la salvación de todos los creyentes. Y la llave del conocimiento de Dios que abre la puerta del Reino a todos los creyentes. Oh, cristianos, escuchad y aprended, ya que es cierto que el ignorante perecerá en su ignorancia, y que el ciego que es conducido por otro ciego, caerá en la fosa. No hay sino un camino de vida y salvación: la fe en la certidumbre de las promesas de Dios; las cuales no pueden ser tenidas sin el Evangelio que Dios nos ha revelado por su Divina Palabra (Ibid., 807).

En consecuencia, Calvino se opone a la Iglesia Romana que por siglos ha retirado la divina Palabra del pueblo de Dios.  ¿Qué debemos decir —exclama en el prefacio primeramente mencionado— de la diabólica presunción de aquellos que se han atrevido a robar al humilde pueblo de Dios esta bendición divina al prohibirles que lean la Sagrada Escritura, como si Dios no hubiese manifestado claramente que desea ser entendido en todas las tierras y en todas las lenguas? ¡Qué crueldad para las pobres almas el privarlas del verdadero alimento, alimentarlas con viento y darles veneno mortal en lugar de alimento nutritivo! (IX, 824). Pero no es menos vehemente contra los libertinos en este terreno. El capítulo de las Instituciones, que está especialmente dirigido contra este peligroso movimiento, se abre con las siguientes y significativas palabras: «Aquellos que desprecian la Escritura y suponen que tienen una vía particular para dirigirse a Dios, tienen que ser juzgados, no como influenciados por el error, sino por la locura (I, ix, 1). Hablan mucho respecto a la Palabra, embelleciéndola con los más sublimes epítetos; pero definitivamente la separan del Espíritu Santo que Dios ha dado a Su iglesia. Calvino advierte muy enfáticamente a sus hermanos cristianos contra las asechanzas de Satanás. En un sermón sobre II Timoteo 3:16, amonesta a los creyentes que la Palabra de Dios, que es una espada de dos filos contra Satán, tiene que ser comprendida no como otra cosa que como Palabra de Dios. Ha habido libertinos en todas las épocas que han buscado poner en duda lo que está registrado en la Sagrada Escritura, aunque no se atreven a negar que la Palabra de Dios tiene que ser aceptada sin contradicción. Así, ha habido malos espíritus que, según todas las apariencias externas, confiesan que la Palabra de Dios es tan majestuosa que todo el mundo tiene que inclinarse ante ella; y, con todo, no vacilan en difamar la Sagrada Escritura. Pero ¿dónde —pregunta Calvino— debemos encontrar la Palabra de Dios si no la buscamos en la Ley, los Profetas y el Evangelio? En ella es donde Dios nos ha hecho conocer Su voluntad. Y para silenciar completamente cualquier réplica o cualquier excusa de aquellos que declaran que desean conocer la Palabra de Dios, sin aceptar la Sagrada Escritura, Pablo declara enfáticamente sobre el particular que quien desee honrar a Dios y mostrar que está sujeto a El, tiene que aceptar todo cuanto está escrito en la Ley y en los Profetas» (LIX, 283). Y en su comentario a I Pedro 1:25 dice que «el Apóstol declara que la Palabra de Dios, que nos da la vida, es idéntica con la Ley, los Profetas y el Evangelio. Aquellos que van de un lado a otro más allá de esos límites de revelación de la Escritura no encuentran nada sino imposturas de Satanás y sus propias locuras y desvaríos. Debemos tener esto muy en cuenta, porque hay hombres impíos y diabólicos haciendo un uso astuto de la Palabra de Dios en su propio beneficio, mientras que nos quieren apartar de la Escritura. El texto citado de Pedro no hace referencia a la palabra que yace escondida en el seno de Dios, sino a la que procede de Su boca y ha llegado hasta nosotros. Por tanto, las palabras habladas por los Apóstoles y Profetas tienen que ser conocidas como la Palabra de Dios» (LX, 233).

Extracto del libro: Calvino, profeta contemporáneo.   Título del artículo: CALVINO Y LA INSPIRACIÓN DE LA ESCRITURA, por A. D. R. POLMAN

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