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No hay mayor necesidad de orientación divina para una persona, que cuando se compromete a enseñar acerca de la obra del Espíritu Santo, porque el tema es tan indescriptiblemente sensible, que toca los secretos íntimos de Dios y los misterios más profundos del alma.

Instintivamente, protegemos las intimidades de nuestra familia y amigos, de la observación entrometida; y nada hiere más al corazón sensible, que la exposición grosera de aquello que no debiera ser revelado y que sólo resulta bello en el retiro del círculo familiar. Aun mayor delicadeza es apropiada para acercarnos al santo misterio de la intimidad de nuestra alma con el Dios viviente. De hecho, apenas es posible encontrar palabras para expresarla, pues toca un ámbito que se encuentra muy por debajo de la vida social donde el lenguaje se forma y el uso determina el significado de las palabras.

Destellos de esta vida han sido revelados, pero la mayor parte se ha mantenido oculta. Es como la vida de Aquel que no gritó, ni se alzó, ni causó que Su voz fuera oída en la calle. Y aquello que se escuchó fue más bien un susurro, no hablado, un aliento del alma, suave pero sin voz, o más bien, una radiación del santo calor del alma misma. A veces, un clamor o un grito arrebatado rompen la quietud; pero, principalmente, ha sido un trabajo silencioso, la administración de un reproche severo o dulce consuelo, dada por ese maravilloso Ser de la Santísima Trinidad a quien con lengua tartamuda adoramos bajo el nombre de “Espíritu Santo”. La experiencia espiritual no puede proporcionar base alguna para la enseñanza, debido a que tal experiencia se basa en lo que tuvo lugar en nuestra propia alma. Ciertamente, tiene valor, influencia y voz en el asunto. Pero, ¿qué garantiza exactitud y fidelidad en la interpretación de dicha experiencia? Y nuevamente, ¿cómo podemos distinguir sus diversas fuentes de nosotros mismos, desde fuera, o del Espíritu Santo? La doble interrogante siempre sostendrá: ¿Comparten otros nuestra experiencia, y puede ésta no ser afectada negativamente por lo que es pecaminoso y espiritualmente anormal en nosotros?

Aunque no existe una materia, en cuyo trato más se incline el alma a recurrir a su propia experiencia, no existe ninguna que exija más que ésta, que nuestra única fuente de conocimiento sea la Palabra que nos fue dada por el Espíritu Santo. Después de ello, la experiencia humana puede ser tomada en cuenta, dando fe de lo que los labios han confesado; incluso permitiendo vislumbres de los santos misterios del Espíritu, los que son indescriptibles, y por lo tanto de los cuales, las Escrituras no hablan. Pero esto no puede ser el terreno de enseñanza a otros. Ciertamente, la Iglesia de Cristo presenta abundante expresión espiritual en relación a himnos y canciones espirituales, a sermones, exhortación y consolación; a confesión moderada de los estallidos de almas casi abrumadas por las avalanchas de persecución y martirio. Pero aun nada de esto puede ser la base del conocimiento sobre la obra del Espíritu Santo. Las siguientes razones harán esto evidente:

En primer lugar, se presenta la dificultad de discriminar entre las personas cuya experiencia se considera pura y saludable, y aquellas cuyos testimonios son dejados de lado, por considerarse tensos y poco saludables. Lutero, a menudo habló de su experiencia, al igual como lo hizo Caspar Schwenkfeld, el peligroso fanático. Pero, ¿cuál es nuestra garantía para aprobar las declaraciones del gran Reformador, y alertar en contra de las del noble Silesiano? Pues evidentemente, no puede ser igualmente verdadero el testimonio de ambos hombres. Lutero condenó como mentira, lo que Schwenkfeld elogió como un gran logro espiritual.

En segundo lugar, el testimonio de los creyentes presenta sólo un tenue esbozo de la obra del Espíritu Santo. Sus voces son débiles como si procedieran de un ámbito desconocido, y su destrozado discurso es sólo inteligible cuando nosotros, iniciados por el Espíritu Santo, podemos interpretarlo desde nuestra propia experiencia. De otro modo, oímos, pero no logramos entender; escuchamos, pero no recibimos información. Sólo el que tiene oídos puede oír lo que el Espíritu ha hablado secretamente a los hijos de Dios.

En tercer lugar, de entre aquellos héroes Cristianos cuyos testimonios recibimos, algunos hablan con claridad, con sinceridad y de forma contundente; otros hablan confusamente, como si se encontraran a tientas en la oscuridad. ¿De dónde viene la diferencia? Un examen más minucioso revela que los primeros han tomado todo su mensaje de la Palabra de Dios, mientras que los otros, trataron de añadirle algo novedoso que prometía ser importante, pero que demostró ser sólo burbujas, que se revientan rápidamente, sin dejar rastro.

Por último, cuando en esta antología del testimonio Cristiano, encontramos en cambio alguna verdad mejor desarrollada, más claramente expresada o más acertadamente ilustrada que en las Escrituras; o, en otras palabras, cuando el mineral de la Sagrada Escritura ha sido fundido en el crisol de la angustia mortal de la Iglesia de Dios, y se ha moldeado en formas más permanentes, entonces siempre se descubren determinados tipos rígidos en esas formas. La vida espiritual se expresa a sí misma de modo distinto entre los vehementes Samis y los nativos de Finlandia, que entre los desenfadados franceses. El fuerte escocés derrama su corazón desbordante de una manera diferente a la del emocional alemán.

Sí, de forma aun más sorprendente, cierto predicador ha tenido una marcada influencia sobre las almas de los hombres de una determinada localidad; un exhortador se ha aferrado a los corazones de la gente; o una madre en Israel ha arrojado su palabra entre sus vecinos; y ¿qué descubrimos? Que en toda esa región no encontramos otras expresiones de vida espiritual más allá de las acuñadas por ese predicador, ese exhortador, esa madre en Israel. Esto demuestra que el lenguaje, las propias palabras y formas en las que el alma se expresa a sí misma son, en gran medida, adoptadas; y rara vez surgen de la propia conciencia espiritual y, por lo tanto, no aseguran la exactitud con que interpretan la experiencia del alma.

Y cuando héroes tales como San Agustín, Thomas, Lutero, Calvino y otros, nos presentan algo sorprendentemente original, nos vemos en dificultades para comprender sus firmes y vigorosos testimonios. Pues la particularidad de estas selectas vasijas es tan marcada, que a menos que sean escudriñadas y examinadas, no podemos comprenderlas plenamente.  Todo esto, demuestra que la provisión de conocimiento concerniente a la obra del Espíritu Santo, que cuando es juzgada superficialmente parece indicar que brotaría indefinidamente de los profundos pozos de la experiencia Cristiana, no entrega más que unas pocas gotas.

Por lo tanto, para el conocimiento del tema debemos volver a la maravillosa Palabra de Dios, que como misterio de misterios, yace aun incomprendida en la Iglesia, aparentemente muerta como una piedra, pero una piedra que enciende el fuego. ¿Quién no ha visto sus brillantes chispas? ¿Dónde está el hijo de Dios cuyo corazón no ha sido encendido por el fuego de esa Palabra?

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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