En BOLETÍN SEMANAL

“Las ancianas asimismo sean reverentes en su porte; no calumniadoras, no esclavas del vino, maestras del bien; que enseñen a las mujeres jóvenes a amar a sus maridos y a sus hijos, a ser prudentes, castas, cuidadosas de su casa, buenas, sujetas a sus maridos, para que la palabra de Dios no sea blasfemada”. —Tito 2:3-5

¡Cuántos recuerdos relacionados de un modo hermoso con esa maravillosa palabra, madre! Al oírla, se despiertan las más tiernas emociones del corazón humano, lo mismo entre los salvajes como entre los sabios. La belleza y el poder de ese término son perceptibles para el príncipe y el campesino, el ignorante y el filósofo. Es una de las primeras palabras que aprenden los labios de un bebé y cuyo encanto siente desde el principio. Es la nota de una música y resulta difícil afirmar qué alma vibra con mayor sensibilidad, la de la madre o la del hijo. Aunque la humanidad esté semiembrutecida por la opresión, la ignorancia y hasta el vicio, rara vez ha caído tan bajo como para que la última chispa de amor maternal sea extinguida o para que la última sensibilidad que ésta inspira, quede aplastada. Es necesario hacer buen uso de la fuerza del amor de la mujer hacia su hijo y hacer que se ejercite para los mejores y más útiles propósitos…

En una conferencia pastoral celebrada no hace mucho, en la que se reunieron alrededor de ciento veinte clérigos estadounidenses, unidos por los lazos de una fe común, se invitó a cada uno de ellos a exponer la clase de mediación humana a la que atribuía el cambio de corazón bajo la bendición divina. ¿Cuántos de estos creéis que le atribuyeron el honor a su madre? ¡De los ciento veinte clérigos, más de cien! Estos son, pues, hechos escogidos de entre otros innumerables que demuestran el poder de una madre y, al mismo tiempo, su responsabilidad.

  1. El secreto de su poder

Pero, ¿cómo lo explicaremos? ¿Qué le da esta influencia? ¿Cuál es el secreto de su poder? Son varias cosas. En primer lugar, sin duda, la ordenanza de Dios. Él, quien nos creó, quien formó los lazos de la vida social y proporcionó todas las dulces influencias y las tiernas susceptibilidades de nuestras diversas relaciones, designó que el poder de la madre sobre el alma de su hijo fuera así de poderoso. Es ordenanza de Dios y la mujer que lo olvide o lo descuide está desobedeciendo una institución divina. Dios ha creado al hijo para que sea peculiarmente susceptible a este poder sobre su naturaleza.

A continuación, está el amor de la madre, más fuerte o, por lo menos, más tierno que el del padre. Hay más instinto, si no razón, en su afecto. Ella tiene más que ver con el ser físico de su criatura, por haberlo llevado en su vientre, haberlo alimentado de su pecho y haberlo vigilado en su cuna. Todo esto genera, de manera natural y necesaria, un sentimiento que ninguna otra cosa puede producir. El amor es el gran poder motivador en la conducta humana. “Con cuerdas humanas los atraje —dice Dios—, con cuerdas de amor” (Os. 11:4). Ésta es la verdadera filosofía, tanto de la constitución natural humana como de la fe evangélica. La naturaleza humana está hecha para ser conmovida, gobernada por el amor, no para ser atraída con las cadenas de la severidad. El corazón de la mujer está hecho de amor y el amor se ejerce con mayor suavidad, dulzura y restricción sobre su hijo por su parte que por el otro sexo. Esto la hace más paciente, más ingeniosa y, por tanto, más influyente. Sus palabras son más blandas, sus sonrisas más irresistibles y su ceño más imponente, porque es menos aterrador y repulsivo. La florecilla que ella tiene que criar abre sus pétalos con mayor facilidad a la dulce luz de su rostro…

La madre tiene más que ver con el carácter del hijo cuando todavía está en el estado flexible en el que es moldeable. Los ejercicios más prematuros de pensamiento, emoción, voluntad y conciencia se llevan a cabo bajo su vigilancia. Ella, no sólo tiene que ver con el cuerpo en sus primeros años, sino con el alma en su infancia. Tanto la mente como el corazón del hijo están en sus manos en ese período, cuando inicia su andadura para bien o para mal. Los niños aprenden a balbucear sus primeras palabras y a formar sus primeras ideas bajo la enseñanza de ella. Casi siempre están en su compañía y sin que ellos se den cuenta, y de forma imperceptible para ella, reciben de ella su predisposición correcta o incorrecta. Ella es el primer modelo de carácter que ellos ven; las primeras exhibiciones del bien y del mal en la práctica son las que ellos ven en ella. Ellos son los constantes observadores de las pasiones, las gracias, las virtudes y los defectos que se manifiestan en las palabras de su madre, en su humor y en sus actos. Por consiguiente, sin darse cuenta, ella, no sólo los está educando mediante la enseñanza definida, sino con todo lo que hace o dice en presencia de ellos… Por tanto, es inmensamente importante que cualquiera que mantenga esta relación, tenga un alto concepto de su propio poder. La madre debería estar profunda y debidamente impresionada por el gran potencial de su influencia…

  • 2. Familiaridad con la obra

Las madres deberían estar pues, familiarizadas a fondo con la obra que se les ha asignado. No me estoy refiriendo al entrenamiento físico de los niños ni, principalmente, a su cultura intelectual, sino a la educación social, moral y en la fe cristiana. El objetivo de la madre y su deber es la formación del carácter. No debe limitarse a comunicar un mero conocimiento, sino hábitos. Su ministerio especial consiste en cultivar el corazón y regular la vida. Su meta, no sólo debe ser lo que sus hijos tienen que saber, sino lo que van a ser y a hacer. Debe considerarlos como miembros futuros de la sociedad y cabezas de sus propias familias, pero sobre todo como candidatos para la eternidad. Esto debe adoptarse, repito, como la idea principal, la formación del carácter para ambos mundos… La madre debería mirar a su descendencia con esta idea: “Ese niño tiene que vivir en dos mundos y actuar como parte de ambos. Es mi deber iniciar su educación para ambos y establecer en sus primeros años el fundamento de su carácter y su felicidad para ahora y para la eternidad también. ¿Cuáles deberían ser mis cualificaciones y mis objetivos para semejante tarea?”… ¿Cuáles?

Una profunda reflexión, ciertamente, en la naturaleza transcendental de tu cargo. Ser padre es algo tremendo y, más aún, ser madre y ser responsable de la formación de hombres y mujeres, tanto para ahora como para la eternidad… ¡Mujer! El bienestar de tu hijo, en todo tiempo y en toda la eternidad, también depende mucho de tu conducta hacia él durante el periodo en que está bajo tu influencia, en los primeros años de su ser. A ti se te encomienda el cuidado del cuerpo del niño; su salud, energía y bienestar dependen mucho de ti para toda su existencia futura en la tierra. ¿Cuáles serían tus sentimientos de emotivo remordimiento si, por cualquier descuido tuyo, ya sea un fallo o un accidente, resultado de tu falta de atención, el pobre bebé se hiciera daño en la columna o sus miembros quedaran deformados? Pero, ¡qué es esto en comparación con el espectáculo más triste aún de un alma deformada y paralizada, un carácter distorsionado en formas deshonestas y espantosas, y llegar a la atormentada reflexión de que esto ha sido el resultado de tu descuido…!

  • 3. Una piedad sincera

Cualifícate para los deberes maternales por encima de todas las cosas, mediante una piedad sincera y eminente. Una madre no debería olvidar jamás que esas pequeñas criaturas encantadoras, que juegan tan contentas e inocentes por la habitación, con toda la inconsciencia de la infancia, son jóvenes inmortales… Uno casi debería pensar que la diligencia en este asunto sería tan abrumadora como para acabar con el deleite de los padres, pero una madre no puede contemplar al bebé al que está amamantando, que le sonríe dulcemente como si quisiera darle las gracias que aún no ha aprendido a expresar con palabras —o velar su sueño en su cuna, respirando tan suavemente como si viviera sin respirar— y, al mismo tiempo, sentir que su alma se estremece y se encoge en la sombra oscura que cubre su espíritu al pensar: “¡Oh, espero que no acabes siendo un libertino en este mundo y un condenado en el siguiente!”.

En lugar de una reflexión tan angustiosa para todo sentimiento maternal, ella tiene la gozosa esperanza de que el amado bebé será un cristiano santo, útil y feliz en la tierra y, después, un inmortal glorificado en el cielo. Tales pensamientos deberían cruzarse, en ocasiones, por la mente de todo padre y toda madre. Todos deberían darse cuenta de la sublime idea de que sus casas son los seminarios para la eternidad y sus hijos los estudiantes, ellos mismos maestros y la fe cristiana la lección. Sí, con cada bebé que nace en la familia llega el requerimiento de Dios: “Toma este niño y críalo para mí”. Es uno de los propios hijos de Dios por creación, enviado para ser formado en el camino por el que debería andar, es decir, en la crianza y el temor del Señor… Nos estremecemos ante las crueldades de quienes sacrificaron a sus bebés a Moloc; pero qué inmolación más temible practican aquellos que ofrecen a sus hijos e hijas a Satanás, al descuidar su educación en la fe y dejarlos crecer en la ignorancia de Dios y de su destino eterno.

Pero, ¿puede alguna madre enseñar o enseñará con eficacia esa piedad que no siente y practica ella misma? Por tanto, yo digo que el corazón de una madre debe estar profundamente lleno de piedad si quiere enseñársela a sus hijos. Sin esto, ¿podrá tener la voluntad de enseñar, el corazón para orar o el derecho a esperar? Madre, ¿puedes concebir una elevación más alta y noble que alcanzar en tu relación maternal que la de darle la primera idea de Dios a la mente abierta de tu hijo que se hace mil preguntas? ¿O la de dirigirle a ese bebé divino que nació en Belén; que estuvo sujeto a sus padres; que creció para ser el Salvador; que afirmó: “Dejad a los niños venir a mí” (Mr. 10:14), que los tomaba en sus brazos y los bendecía, y después murió en la cruz para salvarlos? ¿O la de hablarle del cielo, la morada de Dios y de sus ángeles? ¡Ver brillar la primera mirada de santa curiosidad y la primera lágrima de piedad infantil; escuchar la primera pregunta de preocupación o el primer aliento de oración de los labios infantiles! ¡Cómo se ha henchido de deleite el pecho de muchas mujeres en medio de semejantes escenas, en un éxtasis de sentimientos, y han caído de rodillas musitando una oración maternal sobre el hijo de su corazón, mientras este alzaba sus ojos, perplejo, sintiendo un misterioso poder descender sobre él que nunca podría expresar ni entender por completo!

Si tu fe es genuina, te enseñará de una vez la grandeza de la obra y tu propia insuficiencia para realizarla correctamente con tus propias fuerzas. Tu cometido es entrenar a mortales para la tierra y a seres inmortales para Dios, el cielo y la eternidad… Cultiva, pues, una conciencia temblorosa de tu propia insuficiencia y apóyate en Dios mediante la oración de fe, constante y ferviente. En un sentido excepcional, sé una madre de oración. No confíes en ti misma y, mediante la oración de fe, consigue la ayuda del Omnipotente.

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John Angell James (1785-1859): Predicador y autor congregacionalista inglés; nació en Blandford Forum, Dorset, Inglaterra.

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