En ARTÍCULOS

“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas.”—2 Cor. 5:17

En nuestro artículo anterior vimos que la regeneración es un acto real de Dios, en el cual el hombre es absolutamente pasivo e incapaz, en consonancia con las antiguas confesiones de la Iglesia. Examinemos ahora reverentemente esta materia en detalle, no para penetrar en cosas muy elevadas para nosotros, sino para cortar errores y aclarar nuestra conciencia.

La regeneración no es afectada sacramentalmente por el bautismo, aliviando la inhabilidad del pecador y ofreciéndole otra oportunidad para elegir a favor o en contra de Dios, como sostienen los buenistas. Ni tampoco es una mera rectificación del entendimiento, ni un simple cambio de disposición o inclinación, haciendo que los indispuestos se dispongan, para adecuarse a la sagrada voluntad de Dios. Tampoco es un cambio de ego, ni como muchos mantienen, un dejar al ego imperturbable y la personalidad inalterada, colocando simplemente al ego malvado a la luz y reflexión de la justicia de Cristo.

Los dos últimos errores deben refutarse y rechazarse tan positivamente como los dos primeros. En la regeneración el hombre no recibe otro ego, es decir, nuestro ser como hombre no cambia ni se modifica, pues antes y después de la regeneración es el mismo ego, la misma persona, el mismo ser humano. Aun cuando el pecado corrompe terriblemente al hombre, su ser permanece intacto. Nada falta. Todas las partes constitutivas que lo distinguen de otros seres están presentes en el pecador.

No su ser, sino su naturaleza se vuelve totalmente corrupta. Naturaleza y ser no son lo mismo. Aplicado a una máquina de vapor, el ser es la máquina misma, con sus cilindros, tubos, ruedas y tornillos, pero su naturaleza es la acción que se manifiesta tan pronto como el vapor entra a los cilindros. Aplicado al hombre, el ser es aquello que lo hace hombre y naturaleza es aquello que manifiesta el carácter de su ser y de su trabajo.

Si el pecado hubiese arruinado el ser del hombre, este no sería más un hombre y la regeneración sería imposible. Pero desde que su ser, su ego, su persona permanecen intactos y la profunda corrupción afecta sólo su naturaleza, la regeneración, es decir, la restauración de su naturaleza, es posible y esta restauración se efectúa por medio de un nuevo nacimiento.

Dejemos esto firmemente establecido. En la regeneración no recibimos un nuevo ser, ego o persona, sino que nuestra naturaleza es renacida.

La mejor y más satisfactoria ilustración de la manera en que la regeneración se lleva a cabo está en el curioso arte del injerto. El éxito del injerto de una parra sobre una vid silvestre da por resultado una vid fructífera creciendo sobre un tronco silvestre. Esto se aplica a todos los árboles frutales y árboles florales. Lo cultivado puede injertarse sobre lo silvestre. Dejado por sí solo, lo silvestre nunca rendirá nada bueno; la pera silvestre y la rosa silvestre permanecen atrofiadas, sin frutas ni flores. Pero deje que el jardinero injerte una rama de un peral sabroso sobre un peral silvestre o una doble rosa sobre una rosa silvestre y el primero dará frutas jugosas y el segundo magníficas flores.

Este milagro del injerto ha sido siempre un misterio para los hombres que piensan. Es un misterio. El tronco que se ha de injertar es absolutamente silvestre; con sus raíces succiona la sabia y la fuerza hacia sus células silvestres. Pero ese pequeño injerto tiene el poder para convertir la savia y fuerzas vitales en algo bueno, posibilitando que el tronco silvestre dé frutos nobles y preciosas flores. Es cierto que el tronco silvestre resiste vigorosamente la reformulación de su naturaleza mediante los vástagos que existen por debajo de lo injertado, y si tiene éxito, su naturaleza silvestre se esforzará para que la savia no pase a través del muñón. Pero manteniendo bajo control esos retoños salvajes, la savia puede ser forzada hacia el muñón, con excelentes resultados. Forzando el tronco viejo, el injerto llegará gradualmente hasta las raíces y nosotros llegaremos a olvidar que el árbol fue alguna vez silvestre.

Esto claramente representa la regeneración hasta lo que se puede representar objetivamente de este misterio divino. Porque en la regeneración algo se planta en el hombre, algo que por su naturaleza no tiene. La caída no sólo lo sustrajo de la esfera de la divina rectitud, a la cual la regeneración lo trae de vuelta, sino que la regeneración efectúa una modificación radical en el hombre como hombre, creando una diferencia tan grande entre él y el no-regenerado que finalmente lo llevan a ser polos opuestos.

Decir que entre el regenerado y el no-regenerado no hay diferencia, es equivalente a renegar de la obra del Espíritu Santo. Generalmente, no se notan al principio las diferencias, como tampoco en el árbol injertado. Los gemelos yacen en la misma cuna uno regenerado y el otro no, pero no podemos ver la menor diferencia entre ambos. El primero puede incluso tener genio peor que el último, pero se ven exactamente igual. Los dos surgen del mismo tronco salvaje. Ningún bisturí ni microscopio puede detectar la menor diferencia, porque aquello que Dios ha forjado en el niño favorecido es totalmente espiritual e invisible, sólo discernible por Dios.

Este hecho debe ser confesado definitiva y enfáticamente en oposición a aquellos que dicen que la semilla de la regeneración es material. Este error ocupa el mismo terreno que la herejía maniquea con respecto al pecado. Esto último hace del pecado un microbio; y esto hace que la semilla de la regeneración sea una suerte de germen perceptible de vida y santidad. Y esto falsea la verdad contra la cual, entre muchos, el doctor Böhl protestó enérgicamente.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper 

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