"Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás" ; El hombre fue creado a imagen de Dios no sólo por ser persona sino también por ser bueno. Sin embargo, debemos mencionar que si bien el hombre fue creado justo no fue creado en el estado más elevado que era capaz de alcanzar. Era justo, pero había en él la posibilidad de llegar a ser injusto, perverso.

Ya hemos hablado respecto a las ideas erróneas de distinta naturaleza, de que el hombre fue creado bueno.  La imagen de Dios, según la cual la Biblia nos dice que el hombre fue creado, y que no consistió tan sólo en libertad personal, sino que incluía también conocimiento, justicia y santidad. El hombre fue creado a imagen de Dios no sólo por ser persona sino también por ser bueno.
Sin embargo, debemos mencionar que si bien el hombre fue creado justo no fue creado en el estado más elevado que era capaz de alcanzar. Era justo, pero había en él la posibilidad de llegar a ser injusto, perverso. Le quedaba un estado más elevado por alcanzar. Era un estado en el que incluso la posibilidad misma de pecar no existiría.

Dios quiso colocar ante el hombre ese estado más elevado como meta a alcanzar por medio de un mandato concreto. «Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás,» dijo Dios.  Esa fue la piedra de toque de la obediencia del hombre; esa fue la prueba del hombre.

Si la prueba hubiera sido superada con éxito, entonces el hombre habría sido recibido de inmediato en la vida eterna. Esa vida ya la poseía antes, pero entonces habría tenido la seguridad de ella. Todos los «si» que afectaban a la promesa de vida habrían sido eliminados. La victoria habría sido conquistada. Nada jamás habría podido separar a Dios de su criatura.

El desenlace, sin embargo, fue muy diferente. El hombre quedó, como dice el Catecismo Menor, a merced de su propia voluntad, y la usó mal. Hubiera podido haber escogido el camino de la vida, pero de hecho escogió el de la muerte; al pecar contra Dios perdió el estado en el que había sido creado. Fue una decisión equivocada.

Cuando decimos que el hombre era libre y que escogió el camino de la muerte, no queremos decir que dicha decisión estuviera fuera de los planes eternos de Dios. No queremos decir que sorprendiera a Dios con su pecado. Por el contrario, el plan eterno de Dios, como vimos cuando tratamos de los decretos de Dios, lo abarca todo. Incluso el pecado del hombre ocurrió de acuerdo con el consejo de la voluntad de Dios.

Pero tal como observamos al tratar de ese tema, Dios hace que cada cosa suceda de forma distinta. Por ello Dios hizo que el hombre cayera de una forma que pusiera del todo a salvo la libertad personal y la responsabilidad del hombre. Dios no es el autor del pecado. El tentador y el hombre mismo fueron los autores del pecado del hombre. La justicia de Dios es siempre intachable. Con todo, Dios se sirvió incluso de un mal tan terrible para su propósito santo; Dios permitió que el hombre cayera.

No me pregunten, sin embargo, por qué lo hizo. No se lo puedo decir. Ese es el misterio eterno del mal; nos resulta un enigma insoluble. Debemos confiar en que la solución del mismo está en Dios.

Una cosa, no obstante, está clara. El hombre no tuvo excusas para pecar. Fue culpable ante Dios. Dueño de su propia voluntad, pecó contra Dios y por ello perdió el estado en el que había sido creado.

Esto nos lleva de la mano a un problema sumamente importante, el problema de «¿Qué es el pecado?» Es un problema que no podemos dejar de lado. Por haberlo resuelto erróneamente le han sobrevenido desastres sin fin al género humano y a la Iglesia, y en la solución adecuada al mismo se halla el comienzo de la senda de la salvación.

¿Dónde hallar la solución de problema tan importante?   Es muy conveniente comenzar con una revisión de lo que la Biblia dice acerca de la forma en que entró el pecado en el mundo.

El Libro de Génesis nos los describe en una forma muy precisa. El lenguaje es muy simple, casi elemental. Pero ¡qué visión tan penetrante nos ofrece de las profundidades del alma humana!

«Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás»  Se ha comentado que no se le da a Adán ninguna razón de por qué no debía comer de ese árbol, y se ha observado que ese hecho quizá es significativo. Comer del árbol en sí mismo desde luego que no era malo; el mandamiento de no comer del mismo no se basaba en ningún instinto de la naturaleza humana. Parece por tanto muy evidente que fue una simple prueba para la obediencia del hombre. ¿Obedecería el hombre los mandamientos de Dios sólo cuando alcanzara a descubrir la razón de los mismos, o los obedecería con sólo saber que se trataba de mandamientos de Dios, ya que ello implicaba que alguna razón había tenido al darlos y que eran santos, justos y buenos? ¡Con qué claridad y sencillez aparece esto en el relato de Génesis!

Igualmente sencilla y profunda es la descripción siguiente, la de la tentación y caída.

Adán y Eva se hallaban en el huerto. La serpiente le dijo a la mujer, «¿Con que Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto?»

Me parece que ya en esas palabras se puede descubrir el principio de la tentación. Se le pide a la mujer que contemple lo que Dios ha prohibido como algo deseable. Se da a entender que los mandamientos son duros; se insinúa que quizá incluían la prohibición de comer de cualquiera de los árboles del huerto.

0 bien quizá se intenta hacer dudar del hecho mismo del mandato. ¿Conque Dios os ha dicho?’ dice el tentador. Se le hacen ver a la mujer los mandamientos como un obstáculo que sería deseable superar. ¿No hay escapatoria? ¿Ha prohibido realmente Dios esto y aquello? ¿Quiso realmente prohibir comer de los árboles del huerto?

La respuesta de la mujer deja claro el hecho  cuanto menos en líneas generales. El mandato de Dios no prohibía comer de cualquier árbol del huerto, sino de uno. «Y la mujer respondió a la serpiente : «Del fruto de los árboles del huerto podemos comer; pero del fruto del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: No comeréis de él, ni le tocaréis, para que no muráis.»

Entonces por fin llega el ataque directo a la veracidad de Dios. «No moriréis,» dijo el tentador. «Morirás,» dijo Dios; «No moriréis,» dijo el tentador. Por fin se entabla la batalla cara a cara. Dios, dijo el tentador, ha mentido, y lo ha hecho para que el hombre no disfrute de algo bueno. «No moriréis,» dijo el tentador: «sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien .y el mal.»

A este respecto quizá nos preguntemos qué parte de verdad contenían esas palabras del tentador. Esas palabras fueron mentira, pero las mentiras verdaderamente diabólicas son las que contienen un elemento de verdad, o, mejor, son las que distorsionan dé tal modo la verdad que la mentira parece que sea  verdad.

Sin duda que fue cierto que de comer del fruto prohibido Adán iba a alcanzar un conocimiento que no tenía. Esta parece ser la idea del versículo 22 del mismo capítulo de Génesis, donde leemos: «Y dijo Jehová Dios: He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal.» Sí, parece haber sido verdad que al comer del fruto prohibido el hombre llegó a conocer algo que antes desconocía.

Antes no había conocido el pecado; ahora lo conocía. Antes sólo había conocido el bien; ahora conocía el bien y el mal. Pero ¡qué gran maldición fue ese nuevo conocimiento, y qué pérdida tan inmensa tanto de conocimiento como de todo lo demás trajo consigo ese nuevo conocimiento!

Ahora conocía el bien y el mal; pero, por desgracia, respecto a su propia experiencia, el bien sólo lo conocía en recuerdo; y el mal que conocía lo conocía para su condenación eterna. En otras palabras, la inocencia se había perdido.

Respecto a esto la pregunta que nos viene a la mente es si la inocencia era el estado más elevado del hombre. ¿Es la forma más elevada de bondad la que es buena sólo porque nunca se ha conocido el mal? ¿O hay una bondad más elevada que consiste en mantenerse firme ante la embestida del mal?

Bien, creo que hay que tener mucho cuidado en contestar a esa pregunta, y no me parece que debamos aceptar ninguna respuesta que haga necesario hacer el mal para producir el bien. Tal error sería en verdad destructor; porque si el mal es necesario para que exista el bien, si el bien no pudiera existir sin que estuviera presente el mal, entonces el dejaría a veces de ser mal y vendría a ser una especie de bien. De hecho, en un caso así   si el mal fuera necesario para el bien   debería aceptarse que el mal tuvo su lugar en la vida de Dios mismo antes de la creación del mundo; y esto es una blasfemia horrenda.

Pero creo que podemos decir que en el caso del hombre tal como de hecho fue creado, y con el mal  ya presente en el mundo de lo creado, la resistencia a la tentación era una senda hacia un nivel más elevado de perfección que la inocencia en la que fue creado.

No quiero decir que siempre sea adecuado buscar la tentación para poder demostrar lo bien que la podemos resistir. El pensar en semejante situación es una de las artimañas que el diablo emplea más a menudo. El hombre que siente disgusto por lo que Satanás llama inocencia infantil y busca de forma deliberada la tentación, ya ha cedido a la misma, y en ese esfuerzo por ir más allá de la ignorancia infantil ha demostrado ser, en el peor sentido de la palabra, un niño y un incauto. «No nos pongas a prueba»   esa petición de   la oración que el Señor enseñó a sus discípulos debería ser la oración del cristiano fuerte, y creo que es correcto decir que cuanto más fuerte y maduro es el cristiano tanto más fervientemente repetirá esa oración.

Es muy diferente, por el contrario, que la tentación llegue no por voluntad propia   cuando la odiamos y con todo llega. En esos casos puede ser ocasión de alcanzar nuevos triunfos. » «Tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas», dice la Carta de Santiago;  y el sentido’ del versículo no cambia ya sea que se tome prueba en el sentido de tentación ya en el de persecución, como las que tuvieron que afrontar los primeros cristianos. Esas «pruebas» se considera que implican tentación   la de desaliento, la de infidelidad a Cristo y otras por el estilo. Sea como fuere Santiago emplea en este caso la misma palabra griega que figura en la Oración del Señor tal como se refiere en el Evangelio de Mateo.

Así pues, nuestro Señor nos enseñó a orar, «No nos pongas  a prueba»;  y con todo el autor inspirado de la Carta de Santiago nos invita a tener por sumo gozo ser sometidos a pruebas. ¿Es acaso una contradicción? En absoluto. Buscar la tentación es malo; pero cuando llega puede ser instrumento de bendición, si Dios nos da fortaleza pare resistir. Sería malo, por ejemplo, pedir la tentación que acompaña a la persecución por parte de los enemigos de la fe; sería muy malo pedir a Dios: «Señor, haz que ese gobernante tirano persiga a la Iglesia, retire de su corazón el freno de lo gracia, a fin de que la Iglesia pueda recibir las bendiciones que la persecución podría traerle.» Sería un error muy grande orar de este modo, y sería sumamente equivocado provocar en alguna forma a un gobernante malo pare que desate la persecución. Pero cuando la persecución llega –a pesar de las oraciones del pueblo de Dios y de sus vidas apacibles- es cierto que muy a menudo «la sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia.» Dios saca bien del mal.

Lo mismo sucede en las tentaciones en nuestra vida personal. Es malo buscarlas; si las buscamos ya hemos cedido en parte a las mismas. Deberíamos apartar por completo los ojos de lo malo y obedecer la recomendación del apóstol: «Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad.»  Pero si la tentación llega, y si podemos decir con toda sinceridad en lo más íntimo del alma y en la presencia de Dios que penetra el corazón que no la hemos buscado sino que hemos orado pare que no nos llegue, entonces, si Dios nos da la gracia pare resistir, la tentación puede servirnos pare adquirir una fortaleza y poder nuevos.

No, no hay contradicción ninguna entre la Oración del Señor y la Carta de Santiago. El que ore con toda el alma, «No nos pongas a prueba,» será el que tendrá por sumo gozo verse frente a cualquier clase de tentación y tener el privilegio de sufrir deshonra y dolor en manos de hombres perversos por amor de su Señor.

Mucho de lo que acabo de decir se puede aplicar a la tentación contenida en el capítulo tercero de Génesis. Hay, es cierto, diferencias importantes. La situación de Adán en el huerto del Edén era muy diferente en aspectos importantes de la situación de los hombres que han vivido después de la caída. Era obviamente diferente de la situación de los que no han creído en Jesucristo para salvación del alma; porque Adán antes de la caída era bueno en tanto que esos hombres son esclavos del pecado. Pero también era diferente de la situación de los que han nacido de nuevo por el poder del Espíritu Santo y han sido redimidos por la sangre preciosa de Cristo. No, nunca más volverá a presentarse una situación igual a la de Adán antes de la caída. Esa situación sólo se dio una vez en toda la historia del género humano.

Pero hay ciertos principios fundamentales de la tentación que se pueden ver tanto en la lucha actual del cristiano contra el pecado como en la prueba a la que fue sometido Adán según los primeros capítulos de Génesis. En ambos casos sigue siendo cierto, de acuerdo con la enseñanza de la Palabra de Dios, que resistir a la tentación hace progresar el alma del hombre.

¿Qué progreso hubiera supuesto para Adán y Eva haber resistido a esa primera tentación?

Ya hemos señalado la característica básica de ese progreso. Hubiera significado, dijimos, que la posibilidad de pecar habría sido  eliminada. La prueba se habría superado con éxito; el hombre habría adquirido un estado de bienaventuranza del que habría desaparecido todo riesgo.

Pero el progreso que el resistir a la tentación habría producido hubiera sido también un progreso en conocimiento. Ese árbol se llamaba árbol de la ciencia del bien y del mal. Bien; quizá en un sentido verdadero ese árbol hubiera sido árbol de la ciencia del bien y del mal para el hombre aunque no hubiera comido de los frutos del mismo. Si hubiera resistido a la tentación de comer del fruto de ese árbol, habría venido a conocer el mal además del bien que ya conocía. No lo habría conocido por haber caído en él, sino porque en el proceso de resistir al mismo lo habría situado en la balanza con el bien y lo habría repudiado por voluntad propia. El estado de inocencia, en otras palabras, en el que se practicaba el bien sin oposición por parte del mal, habría cedido el lugar a un estado de bondad garantizada en el que el mal no hubiera tenido poder para perturbar.

Ese fue el estado bienaventurado en el que Dios quiso que el hombre entrara cuando hizo con él ese pacto de vida del que hablamos. Era un estado que incluía lo que creo podemos llamar conocimiento del bien y del mal. Sin duda que era un estado en el que se habría discernido con toda claridad la diferencia entre bien y mal.

El tentador prometió ese discernimiento. «Seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal,» dijo. Pero había una forma buena y otra mala de tratar de alcanzar tal objetivo. La forma buena era la de resistir al mal; la forma mala era la de ceder al mismo y tratar de conocerlo por experiencia.

¡Con qué frecuencia se les insinúa a los hombres esa forma mala en las tentaciones que les llegan! Como se desprecia la inocencia, la vieja mentira de que la única forma de alcanzar un estado superior al de inocencia es experimentar el pecado para ver cómo se le insinúa al corazón del hombre una y otra vez. Se cree que dejarse llevar por los instintos es una buena manera de superar la inocencia infantil y de llegar a ser un hombre fuerte y maduro.

¿Saben Uds. cuál es la mejor forma de desenmascarar esa mentira? Creo, amigos míos, que es con el ejemplo de Jesucristo. ¿Menosprecian la inocencia? ¿Creen que es ser flojo o infantil no experimentar en forma personal el mal? ¿Creen que si no adquieren esa experiencia del mal serán siempre niños?

Si sienten así, les invito a que contemplen a Jesús de Nazaret. ¿Les da la impresión de inmadurez e infantilismo? ¿Carecía de alguna experiencia necesaria para ser hombre completo? ¿Lo miran con condescendencia como si no fuera más que un niño, en tanto que se ven a sí mismos como hombres completos por haber experimentado el mal? .

  Jesús da la impresión de madurez absoluta y de fortaleza sorprendente a todos los que reflexionan. Sin parpadeos contempla el mal en el corazón del hombre. «Sabía lo que había en el hombre,» dice el Evangelio de Juan.  Y con todo nunca experimentó el pecado, eso que los necios consideran necesario para superar la inocencia y alcanzar la madurez. Ante su pureza inmaculada y su fortaleza avasalladora esa vieja mentira de que es necesario experimentar el mal para conseguir bienes más elevados es puesta en evidencia y retrocede avergonzada.

Esa fue la mentira que el tentador insinuó a Adán y Eva en el huerto del Edén. Se le dijo al hombre que buscara el discernimiento por el camino de Satán y no por el de Dios.

Si el hombre hubiera resistido a la tentación, ¡qué alturas de conocimiento y fortaleza hubiera alcanzado! Satanás se habría apartado de él tambaleante y el hombre habría entrado para siempre en un estado de realeza en unión con Dios.

Pero cedió, y ¿cuál fue la consecuencia? ¡Una muy triste! Trató de alcanzar conocimiento, y perdió el conocimiento del bien; trató de conseguir poder, y perdió el alma; trató de ser como Dios, y cuando Dios se le acercó en el huerto se escondió temeroso y avergonzado.

    Es en verdad una historia muy triste. Pero es el principio y no el fin de la Biblia. Los primeros capítulos de la Biblia nos hablan del pecado del hombre. La culpa de ese pecado ha caído sobre cada uno de nosotros, su culpa y sus terribles consecuencias. Pero esa no es la última palabra de la Biblia. La Biblia nos habla no sólo del pecado del hombre; también nos habla de algo mucho mayor; nos habla de la gracia del Dios ofendido.

 Extracto del libro: «el hombre» de J. Gresham Machen

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