Varios años antes de su muerte, el teólogo Karl Barth fue a los Estados Unidos de América para dar una serie de conferencias. En una de éstas, después de una exposición brillante, un estudiante hizo una de esas preguntas típicamente americanas. Preguntó: «Dígame, doctor Barth, ¿cuál ha sido el pensamiento más grande que ha tenido?». El profesor, ya anciano, se mantuvo largo rato callado mientras pensaba sobre su respuesta. Y entonces dijo con gran sencillez: Jesús me ama, bien lo sé, pues la Biblia lo dice así.
¿Si el amor de Dios es lo más grande que hay en el universo, por qué hemos demorado la consideración sobre el mismo hasta este momento? ¿Por qué no comenzamos con el amor de Dios, y luego colocamos todos los demás atributos de Dios desde esa perspectiva? …
La respuesta es que, si bien el amor de Dios es importante y grande, no podemos entender ni apreciar el amor de Dios en nuestro estado caído hasta que conozcamos algunas otras cosas sobre Dios y sobre nosotros mismos. Estas cosas deben necesariamente estar en una secuencia similar a la siguiente: primero, nuestra creación a imagen de Dios; segundo, nuestro pecado; tercero, la revelación de la ira de Dios contra nosotros por causa de nuestro pecado; y cuarto, la redención. Si no mantenemos esta secuencia firme en nuestra mente, no podremos apreciar el amor de Dios (y mucho menos maravillarnos de él como debiéramos). Por el contrario, nos parecerá lo más razonable que Dios debe amarnos. «Después de todo, somos encantadores», eso es lo que pensamos. Sin embargo cuando nos contemplamos, en abierta violación de la justa ley de Dios y bajo la ira de Dios, entonces, el saber que Dios nos ama resulta asombroso. Pablo resalta este hecho cuando escribe: «Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Ro. 5:8).
Esto nos conduce a otro motivo por el cual no hemos podido considerar el amor de Dios previamente. El amor de Dios sólo se ve en toda su plenitud en la cruz de Jesucristo. Las muestras del amor de Dios en la creación y la providencia son algo ambiguas. Hay terremotos tanto como hermosos atardeceres, cáncer y otras enfermedades además de salud. Sólo en la cruz Dios nos muestra su amor sin ambigüedades.
Es por esta razón que es difícil encontrar un versículo en el Nuevo Testamento que nos hable del amor de Dios sin hablar en el mismo versículo o en el contexto inmediato sobre la dádiva de Dios de su Hijo en el Calvario. Juan 3:16 —»Porque de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna»—. Gálatas 2:20 —»Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí»— 1 Juan 4:10 —»En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados» . Apocalipsis 1:5 —»Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre».
Todos estos versículos que hemos citado mantienen unidos el amor de Dios y la cruz de Cristo. Y, además, se encuentran entre los versículos más importantes sobre ambos temas. Únicamente después de que hayamos podido apreciar el significado de la cruz podremos apreciar el amor detrás de ella. Al entender esta verdad, Agustín llamó a la cruz «el púlpito» desde donde Cristo predicaba el amor de Dios al mundo.
Cuando decimos que podemos apreciar el amor de Dios en toda su plenitud únicamente después de haber comprendido las doctrinas de la creación, el pecado, la ira y la redención o sea, sólo cuando nos paramos del lado de la Pascua frente a la cruz debemos ser cuidadosos. Porque el amor de Dios no se origina allí sino que es anterior y mayor a todos estos temas subsidiarios. Si no podemos entender esto, corremos el riesgo de creer que Dios sintió ira hacia nosotros pero que ahora, después de que Cristo murió, su ira se ha transformado en amor. Esto es un error, y está distorsionando el significado de la cruz.
El amor de Dios siempre estuvo detrás de todo: detrás de la creación, detrás de la muerte de Cristo, y (si bien es difícil de comprenderlo) detrás de su ira contra el pecado. ¿Cómo puede Dios amarnos antes y en mayor medida que su ira hacia nosotros y sin embargo todavía permanecer encendida su ira hacia nosotros? Agustín dijo que Dios nos odiaba «en la medida que no somos lo que Él nos hizo», mientras que, de todos modos, amaba lo que había hecho y lo que volvería a hacer de nosotros. Somos reconciliados con Dios, no porque la muerte de Cristo haya cambiado la actitud de Dios hacia nosotros, sino porque Dios, en su amor, envió a Cristo para que abriera el camino, quitando de en medio, y para siempre, el pecado que obstruía la realización de su amor.
C. S. Lewis, hacia el final de su tratado, The Four Loves («Los cuatro amores»), expresa esta idea con claridad.
No debemos comenzar con el misticismo, con el amor de la criatura hacia Dios, o con las maravillosas pruebas del cariño de Dios derramada hacia algunos en su vida sobre esta tierra. Debemos comenzar en el verdadero principio, con el amor como la energía divina… Dios, que nada necesita, en su amor hizo que existieran unas criaturas completamente superfluas para que las pudiera amar y perfeccionar. Crea el universo, ya previendo … la espalda azotada contra el tronco rugoso, los clavos atravesando los nervios mesiánicos, los ahogos que se suceden mientras el cuerpo se arquea, la tortura infligida vez tras vez sobre los brazos y las piernas que son estirados, para facilitar la respiración. …
La ira ha intervenido para ocultarnos el amor de Dios, pero cuando la ira es quitada de en medio podemos ver su amor, que ya estaba allí, y nos atrae hacia Él.
—
Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice