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La paz de la reconciliación reconcilia al hombre con Dios; pero la paz de la conciencia lo reconcilia consigo mismo. Desde que el hombre rompiera la paz con Dios no ha podido ser amigo de su propia conciencia. Esta segunda clase de paz es tan necesaria que no se puede saborear la dulzura de la reconciliación con Dios, ni otra misericordia, sin ella.

La paz de la conciencia es para el alma lo que la salud para el cuerpo. Ni siquiera un traje de tisú de oro es cómodo para el enfermo. Nada alegra la conciencia intranquila. Cuando Moisés trajo buenas noticias a los israelitas afligidos en Egipto, “ellos no escuchaban a Moisés a causa de la congoja de espíritu” (Ex. 6:9). Ana acudió a la fiesta en Jerusalén con su marido, pero “lloraba, y no comía” (1 S. 1:7). De la misma manera el alma herida acude a escuchar el sermón, pero no participa del mismo; oye muchas preciosas promesas, pero no puede recibir la vida que ofrecen.

Poner un banquete real delante de un hombre afligido no alienta a este, que prefiere ir a un rincón apartado y llorar: “¿Quién soportará el ánimo angustiado?” (Pr. 18:14). Las enfermedades incurables son el reproche del médico. La perplejidad espiritual de la conciencia acusadora avergüenza al mundo en su intento vano de aplicar un remedio.

La paz de la conciencia es únicamente la bendición del evangelio. La conciencia conoce a Jesús, y el evangelio de Jesús. Se niega a obedecer a otro. Hay dos temas en particular que ejemplifican esta verdad: primero, qué es lo que satisface la conciencia, y segundo, qué es lo que aplica esta satisfacción a la conciencia.

1.- ¿Qué satisface la conciencia?

El pecado causa convulsiones de terror que distorsionan y atormentan la conciencia de una persona. Si esa pequeña palabra que representa tan gran plaga pudiese alguna vez borrarse de la mente humana, la tormenta pronto se calmaría y el alma tendría bonanza inmediata, tranquila y llana, sin la menor ola que perturbara su superficie. Pero el pecado es ese Jonás que causa la tormenta; vaya adonde vaya, le sigue la guerra.

Cuando Adán pecó, se bebió de golpe esa dulce paz de la conciencia. No es sorprendente que casi se le atragantara enseguida: “Y conocieron que estaban desnudos” (Gn. 3:7). Lo que traiga verdadera paz a la conciencia, primero deberá vencer a ese monstruo del pecado para que se termine la guerra.

Es verdad: la punta envenenada de la flecha del pecado, que arde en la conciencia del pecador, es la culpa. Le roba el descanso, haciendo sonar la alarma del juicio que viene y del castigo inevitable. Ya que el hombre teme lo que pasará cuando esta ira infinita del Dios eterno y viviente se le venga encima, vive con temor y expectación angustiosa.

Si quieres consolar a una conciencia que se asa en las brasas de la ira de Dios encendidas por su propia culpa, primero tendrás que apagarlas y darle la noticia de que Dios perdona el pecado, y de que se reconciliará con los pecadores que se arrepientan y crean. Nada sino este evangelio puede ofrecerle al hombre la verdadera paz con sus propios pensamientos. Jesús le dijo al paralítico: “Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados” (Mt. 9:2). No dijo: “Aliéntate, porque te devuelvo la salud” —aunque también le restauró esta última—, sino: “Tus pecados te son perdonados”.

En nada ayudaría al reo que va camino de su ejecución que alguien le pusiera una rosa en la mano, aconsejándole que oliera su perfume y cobrara aliento. Vería el cadalso allá delante. Pero si un mensajero real le pusiera en la mano un indulto, se llenaría de gozo. Eso es lo único que cambiaría el ánimo del hombre. Cualquier cosa que no sea la misericordia perdonadora, es tan insignificante para la conciencia afligida como lo sería aquella rosa para el condenado.

La conciencia es el sargento divino que arresta al pecador. Este sargento no tiene poder para liberar a su preso mediante un arreglo privado; debe recibir notificación oficial de que se ha pagado la deuda o se ha satisfecho al acreedor. Solo entonces puede dejar libre a su preso.

a.- La fuente del pacto divino de paz

No hay otra forma de que los pecados sean perdonados y el alma reconciliada con Dios que por el evangelio de Cristo. Solo este pacto de la paz puede mediar entre Dios y los pecadores; ese es el sacrificio que compra el perdón. Si los israelitas que fueron mordidos por las serpientes hubieran mirado a otra cosa distinta que la serpiente de bronce, no se habrían sanado. Tampoco se alivia la conciencia mordida por el pecado mirando a algo distinto de Cristo en la promesa del evangelio.

Tanto el sacerdote como el levita de la conocida parábola del samaritano vieron al herido, pero no se acercaron a él; no les importaba que muriera allí. Solo el buen samaritano lavó sus heridas. No es por la ley, sino por la sangre de Cristo, que la conciencia herida se lava y se sana. Todo el aceite del mundo no vale nada para sanar; solo sirve aquello que Dios ha guardado en el frasco de su evangelio.

Los judíos ofrecían muchos sacrificios, pero la sangre de todos aquellos animales no tranquilizaba ninguna conciencia, ni limpiaba un solo pecado. La “convicción de pecado”, o sea, la culpa, permanecía indeleble, al separarse del significado espiritual de los holocaustos (cf. Heb. 10:2). El apóstol nos da la razón: “Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados” (v. 4). No hay relación redentora entre el pecado y la sangre de animales, aunque se llenara con ella un océano. El pecado del hombre merece su muerte: la muerte eterna de cuerpo y alma en el Infierno. Este es el precio puesto por Dios a la cabeza de todo pecado.

Pero el evangelio nos trae la gozosa noticia de la sangre preciosa de Jesucristo, la cual Él derramó libremente en la cruz, “logrando así un rescate eterno” (Heb. 9:12, NVI). Esa es la única puerta por la que pueden entrar a la conciencia la paz y el gozo verdadero. Por eso, Dios nos manda anclar nuestra confianza y consolarnos solo con ella: “Acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia” (He. 10:22).

b.- El oficio de la conciencia

Dios designa a la conciencia para juzgar el estado espiritual del hombre, sea bueno o malo, esté perdonado o no. Si su estado es bueno, la conciencia te absuelve y consuela; si es malo, te acusa y condena. Por tanto, la Biblia llama a la conciencia acusadora “mala conciencia”.

La mala conciencia condena al pecador al castigo divino y justo por el pecado; pero aquel que ha sido lavado por la sangre de Cristo y ha aplicado esta ofrenda a su corazón por el Espíritu, es libre de disfrutar del perdón y la reconciliación con Dios. En la ley, la aspersión significaba que la persona estaba limpia de toda impureza legal. Por tanto, ahora comprendemos la esencia de la oración de David: “Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré emblanquecido más que la nieve” (Sal. 51:7). Esto es: “Aplica la sangre de Jesús a mi conciencia dolida, como los sacerdotes empleaban el hisopo mojado en sangre de animales para limpiar al leproso. El pecado que mancha mi conciencia se lavará y tendré paz, como si nunca hubiera pecado”.

El Espíritu Santo alude a esta aspersión de sangre al decir: “Os habéis acercado […] a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel” (Heb. 12:22,24). “Habla mejor” a la conciencia. La culpa de la sangre de Abel, rociada en la conciencia de Caín, hablaba para condenación; pero la sangre de Cristo rociada en la conciencia del pecador arrepentido habla de perdón y paz. Así se considera como “la demanda de una buena conciencia delante de Dios” (1 P. 3:21, RV 1909).

Por supuesto que una demanda implica una causa; y la “demanda delante de Dios” presupone que es Dios el que interroga y juzga. Le pregunta para el pecador es: “¿Qué dirás cuando seas condenado por la maldición de mi justa ley? ¿Por qué no has de sufrir la misma muerte anunciada contra todo pecador en todas las épocas?”.

El que ha oído hablar de Cristo, y lo ha acogido en el corazón por la fe, es el único que puede responder de forma que dé satisfacción tanto a Dios como a sí mismo. El Espíritu Santo dio la respuesta para todo creyente, por medio del apóstol Pablo: “¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Ro. 8:34). Ya que esta confesión es una respuesta que Dios no rechazará, Pablo representa a todo creyente al regocijarse en la fuerza invencible que tenemos contra los enemigos de nuestra salvación: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?” (v. 35).

 El apóstol desafía a la muerte y a los demonios con todos sus secuaces, a hacer lo peor que puedan contra los creyentes armados con la coraza de Dios. Finalmente deja la batalla, lleno de la santa confianza de que ninguno, haga lo que haga, podrá dañar al creyente: “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rom. 8:38,39). En resumen, el cristiano iza todas sus banderas de lealtad a Cristo y pone toda su confianza en Él. Si he dedicado mucho tiempo a este tema, hermanos, es porque se trata de la veta más rica en toda la mina del tesoro del evangelio.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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