En ningún ámbito del esfuerzo como cristiano son las influencias deprimentes más numerosas que el que ocupas como madre pero, bendito sea Dios, porque existe una fuente inagotable de todo lo que necesitas para tu estímulo y apoyo. Permíteme dirigir tu atención, en primer lugar, al hecho alentador siguiente:
La obra de Dios
La obra a la que estás dedicada es, directa y preeminentemente, la obra de Dios. El gran fin para el cual el universo creado fue llamado a existir y por el que se sostiene de siglo en siglo, es la manifestación de la gloria divina. En todo lo que Dios hace o permite que se haga, Él está motivado por esta consideración. Todos los instrumentos —angélicos y humanos, racionales e irracionales, animados e inanimados— sirven para favorecer este gran designio en todos sus actos. La tendencia del funcionamiento que, al parecer, está involucrado en toda la maquinaria del universo, ya sea moral o física, tiene por objeto producir movimiento en esta única dirección. Mediante las provisiones correctivas del evangelio, en la salvación del hombre caído se fomenta este gran fin de manera especial porque: “La multiforme sabiduría de Dios [se da] a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en los lugares celestiales” (Ef. 3:10).
¿Y por medio de quién se debe levantar una Iglesia redimida de entre los hijos pecadores de los hombres? Por medio de aquellos que, por la gracia de Dios, han sido liberados de la culpa y del poder del pecado, y convertidos en vasijas para honra, santificados, útiles al Señor” (2 Ti. 2:21). Por medio de la acción humana, una multitud que ningún hombre puede enumerar, será reunida en el redil del Redentor. ¡Y tu eres aquella a quien Dios ha nombrado para formar a aquellos que deben embarcarse en esta gloriosa empresa! ¡A las madres se les ha encomendado la tarea de moldear y formar a esos agentes humanos por medio de los cuales se debe realizar el gran propósito de Dios de glorificarse a sí mismo para siempre, a la vista de todos los seres inteligentes! En sus manos están los líderes del sentimiento público de la siguiente generación, los Luteros, los Knoxes… los Whitefields, los Wilberforces de una época futura. Están en vuestras manos y, a través de ellos, las madres manejan los destinos de millones de seres que aún no han nacido. Ya he hablado de la tremenda responsabilidad de semejante situación; pero existe otra luz bajo la cual también me gustaría que la consideraras.
¡Considerad qué situación tan honorable es que se os haya encomendado la parte más importante de la obra de Dios! Considerad cómo os lleva a estar tan cerca de Dios: El tener en vuestras manos la formación, no sólo de sus soldados, sino de aquellos que han de ser los dirigentes de sus ejércitos y conducirlos a la victoria gloriosa, aunque sin derramar sangre. Las madres ocupan la posición más alta, más noble y más honorable en la que puede situarse un ser humano. No murmuréis que estáis excluidas de los campamentos, de los consejos y de los senados; la vuestra es una vocación más elevada. Estáis directamente ocupadas en esa obra que ha empleado las lenguas, las plumas, el trabajo, el corazón de lo mejor y más sabio del mundo en cada época: La obra para la que vivió la buena comunidad de los profetas, por la que tanto se esforzó la gloriosa compañía de los apóstoles, por la que murió el noble ejército de mártires. Para ser testigos del progreso de esta obra, los ángeles se encorvan desde sus tronos exaltados y observan, con el más intenso interés, el desarrollo de cada plan, de cada principio y el cumplimiento de cada acontecimiento que incide en ello.
Para fomentar esta obra, el Hijo del Altísimo dejó el Trono del cielo y se convirtió en un peregrino en la tierra, se sometió al reproche y a la burla de los hombres, a la angustia y al oprobio de la cruz. Para esto, el Padre y el Hijo enviaron también al Espíritu divino. En resumen, ésta es la obra para cuya promoción se han desplegado y se siguen desplegando continuamente, las más nobles energías del cielo y de la tierra. Comparados con esto, los fugaces intereses del tiempo se reducen a una mota. ¿Pero cómo obtener estímulo de tales consideraciones? Es muy obvio; por ejemplo, así: Si estáis involucradas en una obra que Dios tiene más en mente (por así decirlo) que cualquier otra cosa en el universo porque de esa forma se manifestará su propia gloria de un modo más abundante, ¿podéis suponer por un momento que Él os dejará esforzarse duramente en esa obra, de forma desapercibida y desamparadas? Semejante suposición es irreverente hacia Dios y absurda por igual. Admitirlo sería desacreditar la sabiduría y la bondad divinas.
La fuerza y la sabiduría de Dios
En una conexión inmediata y teniendo en consideración que en lo que estáis involucradas es en la obra de Dios, considerad en segundo lugar, lo siguiente: Que Dios siempre está deseoso de concederos la fuerza y la sabiduría que necesitáis para el desempeño exitoso de vuestros importantes deberes. Él está siempre sentado en el Trono de gracia, preparado para dispensar bendiciones, incontables y ricas, a todo aquel que las pida. Su oído no se aparta nunca del clamor del necesitado que suplica. ¡Qué fondo de aliento inagotable representa esta verdad! En el momento en que tu corazón esté abrumado, acude a la Roca que es más alta que tu (Sal. 61:2). Con la confianza del amor filial, echa tu carga sobre el Señor, con la seguridad de que Él te sustentará. Él no puede decepcionar las expectativas que su propia Palabra te enseña a apreciar. Él será tu Instructor, tu Consejero, tu Guía, tu Consolador, tu Refugio, tu Fortaleza, tu Sol y tu Escudo. ¿Sientes que careces de fuerza? Ve a Dios. Él es el Todopoderoso en Quien mora toda la fuerza. ¿Sientes que te falta sabiduría? Ve a Dios. Él es el “único y sabio Dios” (1 Ti. 1:17) y de su sabiduría, “[Él] da a todos abundantemente y sin reproche” (Stg. 1:5). ¿Sientes que careces de paciencia? Acude a Dios. Él es “el Dios de la paciencia” (Rom. 15:5). ¿Sientes que corres el peligro de desmayar por el camino? Ve a Dios. “Él da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas” (Is. 40:29). En resumen, ¿te sientes abatida bajo un sentido de insuficiencia e indignidad? Acude a Dios. La suficiencia que necesitas está en Él (2 Cor. 3:5). “Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra” (2 Cor. 9:8). En todas las generaciones, Él ha sido la morada de su pueblo, un refugio en el día de la aflicción, sostén y apoyo en tiempo de angustia.
Escucha los dulces compases del dulce cantor de Israel, quien probó a menudo la fidelidad de Dios a sus promesas: “Engrandeced a Jehová conmigo, y exaltemos a una su nombre. Busqué a Jehová, y él me oyó, y me libró de todos mis temores. Los que miraron a él fueron alumbrados, y sus rostros no fueron avergonzados. Este pobre clamó, y le oyó Jehová, y lo libró de todas sus angustias. El ángel de Jehová acampa alrededor de los que le temen, y los defiende. Gustad, y ved que es bueno Jehová; dichoso el hombre que confía en él (Sal. 34:3-8).
Puedes obtener gran estímulo al considerar que miles de madres cristianas han probado la fidelidad de Dios a su promesa y han tenido la felicidad de ser testigos del éxito de sus esfuerzos en la conversión de su descendencia. La historia de la Iglesia de Dios está llena de ejemplos sobre el presente asunto. Consideremos uno o dos.
El caso de San Agustín… es uno impresionante. Fue uno de los adornos más resplandecientes del cristianismo en la última parte del siglo IV y principios del V. Sin embargo, hasta sus veintiocho años vivió en pecado. De su extraordinaria obra Confesiones que escribió tras su conversión, nos enteramos de que se liberó de todo lo que lo ataba y se entregó “a la lascivia para cometer con avidez toda clase de impureza” (Ef. 4:19). Sin embargo, tenía una madre piadosa y, en medio de sus idas y venidas, las lágrimas y las oraciones se elevaban como un memorial delante de Dios. Por fin, su clamor fue escuchado y llegó la respuesta. De labios de su propio hijo, un día recibió las alegres noticias de su conversión a Dios y la voz de lamento se transformó en cántico de alabanza. No mucho después, mientras viajaban juntos, ella dijo: “Hijo mío, ya no me queda nada que hacer aquí. El único motivo por el que deseaba vivir era tu conversión y el Señor me la ha concedido ahora de un modo abundante”. Cinco días después, enfermó de fiebre y, en unos pocos días, su espíritu voló a esa dichosa región donde todas las lágrimas son enjugadas para siempre. Y el hijo por el que había derramado tantas lágrimas y susurrado tantas oraciones, vivió para ser la admiración de su época y el medio de conversión para millares de sus congéneres.
El eminente siervo de Cristo, John Newton, ¡fue hijo de una madre que oraba mucho! Incluso en la peor época de su vida, tan profano y disoluto como era, la influencia de los piadosos consejos que recibió en su infancia jamás fue destruido. Él mismo dejó constancia escrita de que, en medio de la impiedad más atrevida, el recuerdo de las oraciones de su madre, lo obsesionaba continuamente. En ocasiones, esas impresiones eran tan fuertes que “casi podía sentir la suave mano de su madre sobre su cabeza, como cuando ella solía arrodillarse junto a él, al principio de su niñez, y suplicaba la bendición de Dios sobre su alma”. No hay razón para dudar de que estas impresiones, recibidas en la infancia y que mantenían aferrado el espíritu en la vida [posterior], estaban entre los medios principales por medio de los cuales se detuvo su carrera de pecado y se convirtió en un celoso y exitoso propagador del evangelio que durante tanto tiempo había despreciado.
Un fiel y celoso ministro de Cristo le escribió a un amigo el siguiente relato sobre sí mismo:
… ¡Ah!, Señor mío, usted sabe muy poco de mis obligaciones para con la gracia todopoderosa y el amor redentor. Recuerdo consternado y lleno de horror el tiempo en el que yo estaba a la vanguardia de la impiedad… Aun ahora, mi corazón sangra al pensar en las noches en que, furioso por la embriaguez, regresaba junto a mi tierna madre, entre las dos y las tres de la madrugada, abría la ventana de golpe, vertía un torrente de insultos y me hundía en la cama, como un monstruo de iniquidad. A la mañana siguiente, me despertaba una voz triste, ahogada por profundos sollozos y lágrimas. Escuchaba y, para mi asombro inexpresable, descubría que era mi madre, que derramaba su alma en este lenguaje:
‘¡Oh Señor! ¡Ten misericordia, misericordia, misericordia de mi pobre hijo! Señor, no quiero, no puedo abandonarlo; sigue siendo mi niño. Estoy segura de que no está aún fuera del alcance de tu misericordia. Oh, Señor, escucha, escucha, te lo suplico, las oraciones de una madre. Perdona, oh perdona, al hijo de su vejez. “¡Oh, hijo mío Absalón, Absalón, hijo mío, hijo mío!” (2 S. 19:4).’
¡Sí! Preciosa madre, tus oraciones han sido contestadas y tu hijo —tu hijo inútil y culpable— sigue viviendo como monumento de gracia sin fin e incomprensible misericordia…
Permíteme que un hecho más sea suficiente. Es uno que dice mucho en prueba de nuestra posición. Se inició una investigación en seis seminarios teológicos de los Estados Unidos, que pertenecían a tres denominaciones distintas de cristianos, mediante la cual se determinó que de quinientos siete estudiantes que estaban siendo educados para el ministerio, no menos de cuatrocientos veintiocho eran hijos de madres que oraban.
¡Madres cristianas! ¡Sed valientes! Estáis rodeadas de una gran nube de testigos: Testigos de la fidelidad de la promesa de Dios, testigos del poder de la oración con fe, testigos de la eficacia de una instrucción en la fe sana. Seguid adelante en su obra, con santa confianza. Grandes y muchas son, ciertamente, sus dificultades, ¡pero mayor es el que está con vosotras que todo lo que pueda estar en vuestra contra! “Confiad en Jehová perpetuamente, porque en Jehová el Señor está la fortaleza de los siglos” (Is. 26:4). A su tiempo segaréis, si no desmayáis (Gá. 6:9). Que el Señor os conceda gracia para ser fieles y que podáis, al final, tener la indecible felicidad de entrar, junto con todos los que han sido encomendados a su cuidado, en el lugar santo celestial, para celebrar allí por siempre la alabanza del amor redentor y servir a Dios sin cesar, día y noche.
Tomado de Three Lectures to Christian Mothers (Tres conferencias para madres cristianas).
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James Cameron (1809-1873): Ministro congregacional inglés que nació en Gourock, Firth of Clyde, Escocia.
La madre de Jesús tuvo una fe muy firme y práctica en su Hijo, respecto a aquel de quien los ángeles y los profetas le habían dado testimonio. Le había visto durante su infancia y le había observado como niño; y no sería nada fácil creer en la divinidad de alguien a quien has sostenido en brazos siendo un bebé para alimentarlo de tus pechos. Desde su maravilloso nacimiento, ella
creyó en Él. — Charles Haddon Spurgeon
¿Qué es un hijo sino una parte de ti mismo envuelta en otra piel?
— John Flavel
Recuerdo que San Agustín escribe sobre su madre Mónica, diciendo que plantó los preceptos de la vida en su mente con sus palabras, los regó con sus lágrimas y los nutrió con su ejemplo. Un precioso patrón para todas las madres. — John Flavel