1.- Bendice a Dios por proporcionarte la coraza de justicia
Centenares de personas son destruidas por el diablo a diario por no tener puesta la coraza de justicia para defender su corazón contra los dardos mortales. Si Dios te hubiera hecho rico y famoso en el mundo, pero no santo, no te habría dado más que leña para el Infierno. ¿Cómo olvidaremos entonces darle gracias por su preciosa coraza de justicia?
Cuando el enemigo se acerca a una ciudad sin murallas ni defensas, cuanto más rica sea la ciudad, tanto peor será la destrucción. Cada vez que Satanás se aproxima a uno que tiene mucho del mundo pero nada de Dios en el alma para presentar defensa, satanás lo convierte en una vil ruina. Saquea todo lo que quiere y hace según su antojo con esta alma. El saqueo del diablo es tan completo que el cautivo no piensa ni siquiera en aplazar o negarse algún deseo. Aunque sepa que su satisfacción le costará el Infierno, sigue adelante y condena su alma en lugar de resistirse a las exigencias ardientes de la tentación.
Herodes tiró medio reino a los pies de una muchacha maliciosa; y cuando esta no se contentó con ello, lo sacrificó todo. Si la sangre de Juan el Bautista le costó a Herodes su trono en esta vida, eso no es nada comparado con la paga de la divina Providencia que recibió inmediatamente después de la muerte.
Que los cristianos exclamen humildemente: “¡Aleluya!”. Cuando Dios te hizo santo, te dio puertas y cerrojos para tu ciudad. Ahora, por su gracia, puedes defenderte con las consolaciones continuas que el Cielo te envía para que resistas el poder de Satanás. Antes eras un tímido esclavo suyo, pero ahora lo tienes bajo tus pies. El día que Dios te salvó, plantó tu pie firmemente sobre la cabeza de la serpiente. Tus deseos, aquellas fortalezas que le proporcionaron fácil control, le han sido arrebatadas de la mano. Una ciudad celebra cuando el cuartel enemigo que la controlaba se conquista. Satanás ha sido despojado y nunca más podrá sentarse como rey de tu alma.
En resumen, cuando Dios te justificó, empezó el Cielo en tu alma. En cuanto naciste de nuevo, nació un heredero del Cielo. Piensa en las fiestas que celebran el nacimiento de un heredero a la corona, aunque sea de un territorio pequeño en la vasta creación de Dios. ¿No tienes aún más razón de regocijarte cuando la gloria del Cielo desciende sobre ti, especialmente al recordar la herencia que tenías antes de ser adoptado en la familia de Dios? Pablo une estos dos aspectos en una doxología:
Dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz; el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo (Col. 1:12,13).
¡Bendito cambio, salir de la mazmorra oscura del diablo donde te ataban cadenas de injusticia como a un prisionero rumbo al Infierno, y pasar al Reino de la gracia de Cristo, donde la cadena dorada de la justicia que hay en tu cuello informa a Satanás y a todo el mundo que eres un heredero del Cielo!
2.- Mantén ceñida la coraza
¿Hay que recordarle al soldado que se ponga la armadura cuando sale a la batalla? ¿Sería fácil persuadirle de que no se la pusiera? Muchos lo han hecho, pagando caro su falsa valentía. Aunque el peso de la armadura te estorbe, es mejor luchar con ella que recibir una herida mortal en el pecho. Si se cae esta pieza, no podrás ponerte el resto de la armadura por mucho tiempo.
Si permites que la iniquidad penetre, tu conciencia cuestionará tu sinceridad. Es verdad que Pedro reivindicó ser justo poco después de haber negado al Maestro: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo” (Jn. 21:17). Hasta después de que el Señor le preguntara tres veces, Pedro siguió declarando su sinceridad. Pero hay que considerar dos cosas: que el pecado de Pedro no fue deliberado, y que hubo una grande y amarga tristeza entre su negación y la renovación de su arrepentimiento. En el caso de David, fue mucho más difícil recuperar la paz de conciencia después de que pecara deliberadamente. Él rogó fervientemente: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Sal. 51:10).
El calzado del evangelio no se amolda al pie hinchado por el pecado y la iniquidad. Es imposible calzárselo si no se ha extirpado la injusticia mediante el arrepentimiento y el perdón. Considera esto: ¿Eres lo suficientemente fuerte para sufrir con gozo y paciencia por Dios en tu estado actual? ¡Ningún soldado enfermo y postrado en cama podría emprender una larga marcha! La impureza debilita el alma tanto o más que la enfermedad debilita el cuerpo, evitando que pase privaciones.
David expresó su honda tristeza por la impureza de su vida: “Déjame, y tomaré fuerzas, antes que vaya y perezca” (Sal. 39:13). No quería morir hasta que la santidad volviera a gobernar su corazón. La iniquidad es un veneno que absorbe toda serenidad de conciencia y los manantiales de gozo interior. Si tiras una piedra a un arroyo claro, este pronto se enlodará: “Porque hablará paz a su pueblo y a sus santos, para que no se vuelvan a la locura” (Sal. 85:8).
El descuido en cuanto a andar en santidad arriesga gravemente tu fe, que se guarda en la buena conciencia como una joya en una caja fuerte. La fe es un ojo, y el pecado lo nubla. Para la fe, la vida santificada es como el aire puro para la vista; vemos más lejos en un día despejado. La fe ve mejor las promesas de Dios cuando mira a través de una vida santa y ordenada.
La fe es un escudo. ¿Soltaría un soldado su protección a menos que haya recibido una grave herida? Si la fe falta, ¿qué será de la esperanza que se aferra a ella y saca fuerzas como el niño de pecho lo hace de su madre? Si la fe no ve el perdón en la promesa, la esperanza no podrá aguardar la herencia. La fe informa al alma de que tiene “paz para con Dios” y entonces ella se regocija “en la esperanza de la gloria de Dios” (Rom. 5:1,2).
¿Intentas esgrimir la espada del Espíritu? ¿Cómo la empuñas cuando la iniquidad ha herido gravemente la mano de la fe que debe llevarla? Esta espada es de doble filo: uno sana, el otro hiere. Con uno salva, con el otro condena. La Palabra no habla ni una buena palabra de aquel que practique el pecado. Piensa una y dos veces: ¿Vale algún pecado toda esta confusión que inevitablemente ahogará tu alma?
3.- Sé humilde en la santidad
Por donde intente entrar el orgullo, como el viento que abre puertas y ventanas, ¡recházalo! Nada es más pernicioso para tu santidad; el orgullo vuelve la justicia en veneno, y la santidad en pecado. Nunca estás más lejos de parecerte a Cristo que cuando te hinchas de orgullo. Cuando vemos alguno hinchado por un edema, entendemos que está enfermo, aun sin hacerle un análisis. Mientras más camino se abra el orgullo en tu vida, menos sangre pura de santidad correrá por las venas de tu alma: “He aquí que aquel cuya alma no es recta, se enorgullece” (Hab. 2:4). La frase “he aquí”, es como un letrero pintado en la puerta del orgulloso para que todos sepan que allí mora un impío.
Si no quieres dañar el poder de la santidad ni cuestionar su existencia, guárdate del orgullo. ¿Alguna vez has tenido ganas de separarte de otros cristianos por no ser tan santos como tú? Cuidado: eso apesta a fariseísmo. Por su naturaleza, la santidad otorga, de entrada, todo beneficio a los hermanos: “[Actuad] con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo” (Fil. 2:3).
Tal vez hayas notado cómo los microbios del mal de la justicia propia invaden tus pensamientos; tu corazón se apoya fuertemente en su propia justicia hasta que la confianza te hace esperar la salvación por ella. En tal caso, te amonestaré así: “Pon tu escalera, pues, y escala tú solo hasta el Cielo; porque ningún otro ha llegado así”. ¿Realmente crees que podrás ser el único del Cielo que haya comprado su propia paz? Ve y mide la escalera de acuerdo a la santidad del evangelio divino. Si falta aunque sea un solo peldaño, ¡eso te faltará para alcanzar el Cielo!
Si dependes de tu propia justicia cuando ha brillado en público y de tu propia santidad cuando ha andado en esplendor, es como si te hubieras besado la mano con tu propia boca. Eres culpable de rendir el aspecto más alto del culto divino a un ser humano, a ese sol creado de tu santidad supuestamente inherente, cuando Dios lo ha designado y reservado únicamente para el no creado Sol de Justicia: “Jehová, justicia nuestra” (Jer. 33:26).
Solo hay dos opciones según la Palabra: declararte culpable y renunciar a todo esfuerzo humanista, o abandonar completamente la vida y la salvación. Para ayudarte a suprimir la rebelión del orgullo y la soberbia contra la santidad, considera seriamente estas ideas acerca de la humildad…
a) Medita en la santidad de Dios
Uno que esté en alto no se marea hasta que mira hacia abajo. Si se permite echar una ojeada condescendiente a los que son menos santos que él, la cabeza empezará a darle vueltas. Mirar hacia arriba es la única cura para este mal. El más santo de la tierra, una vez que vislumbra la santidad infinita de Dios, se reconoce tal cual es, y se humilla. La visión de Isaías reveló a Dios sentado en su trono rodeado de ministros celestiales que se cubrían la cara y clamaban: “Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos…”. Pero la escena celestial también descubrió al profeta su propia vileza; al escuchar a los serafines que clamaban “santo” delante de Dios, él clamó “inmundo” en cuanto a su propia espiritualidad (Is. 6:3,5).
Job es otro que se dio cuenta de la impureza de su alma al ver la santidad de Dios. “Ahora mis ojos te ven. Por tanto, me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:5,6). En un cuarto oscuro parecemos estar limpios; pero si pudiéramos rodearnos de los rayos de la gloriosa santidad y majestad de Dios, ella nos convencería de pecado, como los rayos del sol revelan las motas de polvo en el aire. Pero la política del orgullo es no aparecer allí donde pueda deslucirse; prefiere ir adonde lo adoren a la luz tenue de la autoexaltación.
b) Medita en la santidad del estado de inocencia del hombre.
Es verdad que si eres creyente, llevas implantado el principio de la santidad. ¿Pero y la naturaleza que tenías antes de que Adán pecara? Los israelitas que vieron el segundo Templo, sin poder recordar el primero, lo consideraban espléndido. Pero aquellos que habían visto los muros del primero —el Templo de Salomón—, mezclaban las lágrimas con su gozo al recordar la destrucción del mismo:
Muchos de los sacerdotes, de los levitas y de los jefes de casas paternas, ancianos que habían visto la casa primera, viendo echar los cimientos de esta casa, lloraban en alta voz (Esd. 3:12).
Que esto nos recuerde lo que le acaeció al primer hombre con toda su gloria al caer en la trampa diabólica. En el Cielo tendrás los mismos placeres que Adán tenía en el Paraíso, pero hay que dar muchos pasos a través de obstáculos de concupiscencia, tentación y pecado para llegar a la cima.
El camino del cristiano al Cielo es duro: “Y si el justo con dificultad se salva, ¿en dónde aparecerá el impío y pecador?”(1 P. 4:18). Las vírgenes sensatas no tenían aceite de sobra. Recuérdale esto al orgullo, y verás como se le caen sus arrogantes plumas.
c) Medita en tu propia fragilidad humana
Pablo tenía una manera eficaz de ahuyentar el orgullo cuando este le perseguía de cerca. Se humillaba con el recuerdo de lo malvado que había sido antes de su salvación. No se atrevía a decir palabra acerca de su santidad antes de cerrar con llave la puerta al orgullo y recordar toda la historia de los capítulos más negros de su vida. Ningún enemigo podría dibujar el retrato de Pablo con colores más sombríos. Una y otra vez, el orgullo fue apaleado con la descripción que el apóstol hizo de sí mismo: “Porque yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios” (1 Co. 15:9).
Solo después de lavarse abiertamente en el estanque de sus antiguos pecados, menciona Pablo su purificación por la misericordia de Dios: “Por la gracia de Dios soy lo que soy […]; he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (v. 10). Él sabía que la mejor manera de matar las malas hierbas del orgullo era quebrantando su corazón y volviéndolo del revés, humillándose por toda abominación. El orgullo no puede sobrevivir fácilmente en un terreno arado regularmente por la humildad sincera. El orgullo es una oruga que consume el mismo corazón de la gracia. Cristiano, tómate esta amarga medicina de la humildad y el arrepentimiento según necesidad, y con la bendición de Dios serás sanado.
Pero no creas nunca que este parásito se ceba únicamente en los niños y los cristianos débiles. Es una enfermedad común entre ellos, pero los cristianos maduros tampoco son inmunes. En la vejez, David se vio infectado por ella, cuando ordenó a Joab contar al pueblo. ¿Te has encontrado alguna vez haciendo memoria de las buenas obras que has llevado a cabo y de los sufrimientos que has pasado por Dios, o disfrutando de un poco de aplauso personal (aunque sea con sordina) de vez en cuando?
- – – – –
Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall