En BOLETÍN SEMANAL

Los contrarios a la doctrina también argumentan que no sólo los hombres, sino también la Escritura dice que las buenas obras son nuestras, y que no menos hacemos lo que es santo y agradable a Dios, que lo malo y lo que le disgusta. Y si con razón nos son imputados los pecados por nuestro propio proceder, por la misma razón hay que atribuirnos también las buenas obras. Pues, no está conforme con la razón decir, que nosotros hacemos las cosas que Dios nos mueve a hacer, si por nosotros mismos somos tan incapaces como una piedra para hacerlas. Por eso concluyen que, aunque la gracia de Dios sea el agente principal, sin embargo, expresiones como las mencionadas significan que nosotros tenemos cierta virtud natural para obrar.

Si ellos no acentuasen más que el primer punto: que las buenas obras sí que dice que son nuestras, les objetaría que también se dice que es nuestro el pan, que pedimos a Dios que nos lo conceda. Por tanto, ¿qué se puede decir del título de posesión, sino que por la liberalidad de Dios y su gratuita merced se hace nuestro lo que de ninguna manera nos pertenecía? Así que, o admiten el mismo absurdo en la oración del Señor, o que no tengan por cosa nueva el que se llamen nuestras las buenas obras, en las cuales el único título para que sean nuestras es la liberalidad de Dios.

Los malos cometen el mal por su propia malvada voluntad. Pero la segunda objeción encierra mayor dificultad. Se asegura que la Escritura afirma muchas veces que nosotros servimos a Dios, guardamos su justicia, obedecemos su Ley, y que nos dedicamos a obrar bien. Siendo todo esto cometido propio del entendimiento y de la voluntad del hombre ¿cómo podría atribuirse a la vez al Espíritu de Dios y a nosotros, si nuestra facultad y poder no tuviese cierta comunicación con la potencia de Dios?  Será fácil desentendernos de estos lazos, si consideramos bien cómo el Espíritu de Dios obra en los santos.

Primeramente, la semejanza que aducen está aquí fuera de propósito; porque ¿quién hay tan insensato que crea que Dios mueve al hombre ni más ni menos que como nosotros arrojamos una piedra? Ciertamente, tal cosa no se deduce de nuestra doctrina. Nosotros contamos entre las facultades del hombre el aprobar, desechar, querer y no querer, procurar, resistir; es decir, aprobar la vanidad, desechar el verdadero bien, querer lo malo, no querer lo bueno, procurar el pecado, resistir a la justicia. ¿Qué hace el Señor en todo esto? Si quiere usar de la perversidad del hombre como instrumento de su ira, la encamina y dirige hacia donde le place para realizar mediante los malvados sus obras buenas y justas. Por tanto, cuando vemos a un hombre perverso servir a Dios, satisfaciendo su propia maldad, ¿podremos compararlo con una piedra, que arrojada por mano ajena, va, no por su movimiento o sentimiento, o su propia voluntad? Vemos, pues, la gran diferencia que existe.

Los creyentes, por su voluntad regenerada y fortalecida por el Espíritu Santo, quieren el bien. Y ¿qué decir de los buenos, de los cuales se trata principalmente? Cuando el Señor erige en ellos su Reino, les refrena y modera su voluntad para que no se vea arrebatada por apetitos desordenados, según tiene ella por costumbre conforme a su inclinación natural. Por otra parte, para que se incline a la santidad y a la justicia, la endereza conforme a la norma de su justicia, la forma y dirige; para que no vacile ni caiga, la fortalece y confirma con el poder de su Espíritu.

De acuerdo con esto, responde san Agustín a tales gentes: «Tú me dirás: a nosotros nos obliga a hacer, no hacemos por nosotros. Es verdad lo uno y lo otro. Tú haces y te hacen hacer, eres movido para que hagas; y tú obras bien, cuando el que es bueno es quien te hace obrar. El Espíritu de Dios que te hace hacer, es el que ayuda a los que hacen; su Nombre de ‘Ayudador’ denota que también tú haces algo»‘. Esto es lo que dice san Agustín.

En la primera parte de esta sentencia afirma que la operación del hombre no queda suprimida por el movimiento e intervención del Espíritu Santo; porque la voluntad, que es guiada para que se encamine hacia el bien es de naturaleza. Pero luego añade que del nombre «Ayudador» se puede deducir que nosotros hacemos algo; esto no hay que tomarlo como si nos atribuyese algo por nosotros mismos, sino que para no retenernos en nuestra indolencia, concuerda de tal manera la operación de Dios con la nuestra, que el querer sea de naturaleza, pero el querer bien, de la gracia. Por eso un poco antes había dicho: Si Dios no nos ayuda, no solamente no podremos vencer, sino ni siquiera pelear.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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