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La doctrina sobre el sacrificio de Cristo, concebida como la propiciación verdadera de la ira de Dios, sirve también para iluminar otras doctrinas…

Primero, la naturaleza del sacrificio de Cristo sirve para iluminar los atributos de Dios. Se ha convertido en una costumbre en muchos círculos teológicos contemporáneos enfatizar el amor de Dios a expensas de sus otros atributos. No debemos minimizar el amor de Dios, pero debemos sostener que, sobre la base de la revelación bíblica, el amor no es el único atributo de Dios y ni siquiera el primero, si estamos considerando el asunto bajo una secuencia lógica. Si seguimos esta secuencia, los primeros atributos de Dios deben ser aquellos que lo presentan como el Creador y el Sustentador de este mundo: su auto-existencia, su autosuficiencia, su eternidad, su Soberanía, su Santidad y su Omnisciencia. Después de estos vienen los atributos revelados por la Caída y la rebelión de la raza humana: la ira. Sólo después podemos hablar apropiadamente sobre su amor. Dios era amor aun antes de la Caída, o también podemos decir desde toda la eternidad, pero la plena medida de este amor se ve únicamente en Cristo quien se dio a sí mismo por nosotros «cuando aún éramos pecadores» (Rom. 5:8). El acto de propiciación nos está recordando, por lo tanto, antes que nada, que Dios verdaderamente manifiesta su ira contra el pecado además de manifestar su amor por el pecador. Además, esto sirve para resaltar nuestro aprecio por su amor. Dentro de este marco de referencia, el amor de Dios no es simplemente un sentimiento indulgente de buena voluntad (que es lo que el amor humano muchas veces es). Consiste más bien en un amor intenso, con demandas, y santo; un amor que está dispuesto a pagar el más alto precio para salvar al ser amado.

Segundo, la naturaleza del sacrificio de Cristo está además iluminando la naturaleza del dilema humano. Sí la venida de Cristo es sólo una declaración abierta del favor de Dios hacia los hombres y las mujeres, una demostración por medio de la cual Dios busca atraer nuestra atención y ganar nuestro amor, entonces nuestra condición, alienados de Dios, no es tan grave. Dios nos ama, no importa lo que hayamos hecho, y podemos suponer que todo acabará bien al final, hagamos lo que hagamos con respecto a Cristo. No tenemos que enfrentarnos con la ira de Dios. Sin embargo, si la muerte de Cristo es una propiciación de la ira de Dios, entonces la situación del ser humano es bastante diferente. La ira es real, y podemos esperar sentir toda la fuerza de esa ira si no nos hacemos partícipes de la salvación en Cristo. La cruz de Cristo significa, entre otras cosas, que nuestro estado es desesperado, tan desesperado que no tenemos ninguna esperanza. Estamos, como lo expresa Pablo, «muertos en… delitos y pecados», prisioneros del «príncipe de la potestad del aire» y «por naturaleza hijos de ira» (Ef. 2:1-3).

Estas verdades nos han sido enseñadas para que cada persona, por un sentido del aterrador peligro espiritual que encierran, puedan volverse al Salvador.

Tercero, también ilumina la Persona y la Obra de Jesucristo. Sólo en la medida que es Dios y hombre al mismo tiempo, puede llevar a cabo la propiciación. Su obra resulta iluminada en que esta misión, da sentido a lo que encontramos registrado sobre Él en los evangelios. Para dar sólo un ejemplo, observamos que aun en las situaciones más peligrosas que atravesó —la hostilidad de las multitudes enfurecidas, la tentación de Satanás, los intentos que los líderes de Israel, que le eran opuestos, hicieron para atraparle— Jesús siempre mantuvo un control total y evidente sobre todas las circunstancias. Sin embargo, a medida que se acercaba la hora de su muerte, cada uno de los evangelistas nos dice que comenzó a estar más angustiado y entristecido (Mt. 26:37-38; Mr. 14:33-34; Lc. 22:44; Jn. 12:27), y tres de ellos (Mateo,Marcos y Lucas) nos dicen que oró en el huerto de Getsemaní para que la copa que había de beber pasara de Él. ¿Qué era esa copa?, ¿Era su muerte física? Si así fuera, entonces Jesús tenía menos coraje que Sócrates quien se enfrentó a su muerte con perfecto dominio de sí mismo disertando sobre la inmortalidad. La única explicación posible es que Jesús no era un cobarde cuya fe le fallaba, sino que su muerte era muy distinta a la del filósofo ateniense o a la nuestra. Él no sólo habría de morir físicamente sino espiritualmente, y quedaría separado de Dios por causa del pecado cargando así la ira de Dios contra el pecado en nuestro lugar. La característica singular de su muerte fue que en el Calvario experimentó el horror de la ira de Dios mientras efectuaba la propiciación.

Cuarto, la verdadera naturaleza del evangelio también surge de este entendimiento de la muerte de Jesús. El evangelio no es sólo una nueva posibilidad, para alcanzar el gozo y la realización en esta vida, como algunos parecen sugerir. No es sólo una solución a unos problemas irritantes y frustrantes. Se requiere hacer algo mucho más profundo, algo relacionado con Dios, en base a lo cual, y exclusivamente en base a lo cual, son posibles las otras bendiciones de la salvación.

Packer dice: «El evangelio soluciona estos problemas, pero sólo después de haber resuelto… el problema más profundo de los seres humanos, el problema de la relación del hombre con su Hacedor; y si no dejamos claro que la solución a estos problemas depende de haber solucionado primero el problema más profundo, estamos mal interpretando el mensaje y nos estamos convirtiendo en testigos falsos de Dios».

Por último, la naturaleza de la muerte de Cristo como propiciación también se manifiesta en la ética cristiana. Pablo dice: «Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co. 5:14-15). Y otra vez, para referirnos a un texto que ya nos introduce al tema del próximo capítulo, «…no sois vuestros.. Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Co. 6:19-20; comparar con 7:23).

Que ese Dios nos haya amado tanto que envió a su Hijo para cargar sobre Él su justa ira contra el pecado en nuestro lugar, es la base exclusiva y más importante para la ética cristiana. Nosotros le amamos por su gran amor hacia nosotros, y por eso deseamos servirle.


Extracto del libro “Fundamentos de la fe cristiana” de James Montgomery Boice

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