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1Jn 1:4 Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido.
La Escritura del Nuevo Testamento no fue realizada con la intención de tener la condición de documento notarial. Si esta hubiera sido la intención del Señor, habríamos recibido algo completamente diferente. Habría requerido una evidencia legal de dos partes:

En primer lugar, la prueba de que los eventos narrados en el Nuevo Testamento ocurrieron tal como fueron relatados.

En segundo lugar, que las revelaciones recibidas por los apóstoles fueron correctamente comunicadas.

Ambas certificaciones deberían ser presentadas por testigos, por ejemplo, para demostrar que el milagro de la alimentación de los cinco mil requeriría:

  1. Una declaración de un número de personas, afirmando que fueron testigos oculares del milagro.
  2. Una declaración auténtica de los magistrados de las localidades circundantes certificando sus firmas.
  3. Una declaración de personas competentes para probar que estos testigos eran gente honrada y digna de confianza, desinteresadas y competentes al juzgar. Más aún, sería necesario por testimonio apropiado demostrar que, entre los cinco mil, sólo había siete panes y dos pescados.
  4. Que el aumento de pan se produjo mientras Jesús lo partía.
    En la presencia de una cantidad de tales documentos, cada uno debidamente autentificado y sellado, las personas no muy escépticas podrían encontrar posible creer que el evento había ocurrido como se narra en el Evangelio.

Probar sólo este milagro requeriría una cantidad de documentos tan voluminosos como todo San Mateo. Si fuera posible comprobar de esta forma todos los eventos registrados en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles, entonces la credibilidad de estas narrativas estaría correctamente establecida.

Y aún esto estaría lejos de ser satisfactorio. Porque se mantendría la dificultad de demostrar que las epístolas contienen comunicaciones correctas de las revelaciones recibidas por los apóstoles. Tal comprobación sería imposible. Requeriría testigos oculares y auditivos de estas revelaciones; y una gran cantidad de taquígrafos para registrarlos.

Si esto hubiera sido posible, entonces, reconoceríamos, que habría habido, si no una certeza matemática para cada expresión, al menos suficientes fundamentos para aceptar el tenor general de las epístolas.
Pero cuando los apóstoles las escribieron no había una voz que se escuchara. Y cuando se escuchó una voz, no se podía entender, tal como vemos en la revelación de Pablo camino a Damasco. Lo mismo se puede decir de lo que ocurrió en Patmos: San Juan efectivamente escuchó una voz, pero el escuchar y entender las palabras que expresaba requería una peculiar operación espiritual que escaseaba en la gente de ese mismo tiempo en la isla.

El hecho es que la revelación del Espíritu Santo concedida a los apóstoles fue de una naturaleza tal que no podía ser percibida por otros. De ahí la imposibilidad de comprobar su autenticidad por medio de la evidencia notarial. Aquel que insiste en ella ha de saber que la Iglesia no puede entregarla, ya sea por las narrativas históricas de los evangelios, o por el contenido espiritual de las epístolas.

Por lo tanto, es evidente que todo esfuerzo para probar la verdad de los contenidos del Nuevo Testamento por medio de una evidencia externa sólo se condena a sí mismo, y debe resultar en el completo rechazo de la autoridad de la Sagrada Escritura. Si un juez actual condenara o absolviera a una persona acusada sobre la base de la insignificante evidencia que satisface a mucha gente honrada en relación a la Escritura, ¡que tormenta de indignación surgiría! La lista completa de las llamadas evidencias respecto a la credibilidad de los escritores del Nuevo Testamento, que eran competentes para juzgar, dispuestos a testificar, desinteresados, etc., no prueba absolutamente nada.

Tales elementos externos pueden ser suficientes en relación a eventos ordinarios, de los cuales uno podría decir: «Yo creo que realmente ha ocurrido; no tengo razones para dudarlo; pero si mañana se comprobara que no es así, yo no perdería nada a causa de ello.» Pero, ¿cómo pueden aplicarse tales métodos superficiales cuando concierne a los eventos extraordinarios relatados por la Sagrada Escritura, sobre cuya absoluta certeza dependen mis más altos intereses y los de mis hijos; de manera que, si se comprobara que son falsas, por ejemplo, el relato de la resurrección de Cristo, debamos sufrir la pérdida irreparable de la salvación eterna?

Esto no puede ser; es absolutamente impensable. Y la experiencia demuestra que los esfuerzos de gente necia de apuntalar su fe con tales demostraciones han terminado siempre con la pérdida de toda fe. No, tal tipo de demostración es por su propia insignificancia, ya sea no digna de ser mencionada en relación a temas tan serios, o, si vale de algo, no puede ser suministrada, ni debiera serlo.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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