En ARTÍCULOS

1) Los bienes terrenales no son necesarios.

Una cosa solo es indispensable si no se puede reemplazar con otra. Aunque Satanás a menudo nos convenza de lo contrario, no hay nada de que disfrutamos que Cristo no pueda proporcionar, si llegara a faltarnos. En el Cielo habrá luz sin sol, festín sin carne, vestimenta gloriosa sin ropa. Nada nos faltará, pero ninguna de las cosas terrenales que tanto estimamos estará allí.

Sin embargo, no tienes que esperar al Cielo para la recompensa. Puede que aquí te falte la salud, y que padezcas una gran aflicción física. Dios te dará mayor consuelo que si tuvieras la salud. Tal vez según el mundo seas tan insignificante que nadie sepa de tu existencia; sin embargo, en medio de tu insignificancia puedes contar con un excelente informe celestial por tu fe. Quizá seas tan pobre que no tengas ni un céntimo. Dios te puede hacer rico en su gracia. Recuerda lo que Pablo le dijo a Timoteo: “Gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento” (1 Tim. 6:6).

Supongamos que mueres indigente. ¿Y qué más da? ¡Pero, supongamos que te mueres sin la gracia! El Cielo y lo celestial no se pueden reemplazar con nada. No dejes que Satanás te distraiga con sus juguetes y chucherías. Mientras te entretiene con sus astutas ilusiones, mete la otra mano en tu tesoro para robarte aquello que no se puede reemplazar. Es más necesario salvarse que vivir; mejor no vivir que tener que existir en el Infierno.

2) Lo terrenal es precario.
Por mucho que trabajes por la ganancia terrenal, no hay garantías de éxito. Los hombres llevan milenios negociando, pero nadie ha inventado un plan infalible para enriquecerse. ¡Pocos se llevan el gordo de la lotería! La mayoría solo obtienen recuerdos amargos y desilusiones a cambio de las molestias.
Pero para el Cielo y lo celestial, tenemos un plan claro en la Biblia: “A todos los que anden conforme a esta regla, paz y misericordia sea a ellos” (Gál. 6:16). Si uno persigue lo celestial sin conseguirlo, será porque no ha seguido las instrucciones de Dios correctamente.

Si quieres el Cielo, pero también tus pecados, no esperes el éxito. Tienes que abandonar lo uno o lo otro. Si no sueltas tus pecados, Dios tendrá que soltarte a ti. Si quieres el Cielo, pero insistes en comprarlo con tu justicia propia, no conseguirás reunir el precio. Eres como el pariente cercano de Rut, que quería comprar el terreno de su marido Elimelec pero no estaba dispuesto a casarse con ella según mandaba la ley (Rut 4:2-4). Todo el bien que haces y todos los deberes que cumples solo son admirables si constituyen actos de amor resultantes del arrepentimiento. Pero si los ofreces como el precio que estás dispuesto a pagar por el Cielo, Dios no negociará contigo. Tienes que cerrar el trato únicamente con Cristo, o lo perderás todo.

¿Cómo puedes estar seguro de ganar el Cielo y la vida eterna? Convéncete a ti mismo para renunciar a tus deseos y arrojar cualquier confianza en tu propia justicia. Luego corre a Cristo y preséntate ante Él, necesitado de la salvación. Anhélalo más que la vida misma. Él ya está a la puerta de tu corazón, llamándote por tu nombre, y ha prometido no echar fuera a nadie que acuda a Él con corazón contrito. Entonces, aunque sigas viviendo en la tierra, tu vida eterna será tan segura como si ya te hubieras trasladado a la ciudad celestial.

¡Qué triste es que haya tan pocos que cambien sus esperanzas precarias en esta vida por la promesa del Cielo! ¿Cómo se explica esto, si no es por el ateísmo del corazón humano? No se les puede convencer para que crean lo que dice la Palabra. Quiera Dios abrir los ojos del mundo incrédulo para que la gente vea que lo espiritual es real y no ficticio. Solo la fe les puede hacer visible lo invisible.

3) No se puede asegurar lo terrenal.

Aunque Dios te bendiga con riquezas, puedes ser rico hoy y pobre mañana. Tal vez disfrutes de buena salud al acostarte, y te llegue una enfermedad o la muerte misma antes de la mañana. ¿Puedes adoptar bastantes precauciones como para garantizar que nada destruirá tu fortuna? ¿Te es posible enriquecerte hasta poder comprar la salud o añadir un día a tu vida?

La Palabra compara a la población del mundo con un océano. Los reyes y gobernantes se sientan sobre el mismo. Como un barco flota sobre las olas, así sus vidas lo hacen sobre el favor de la multitud. ¿Qué seguridad hay al navegar sobre las olas? Durante algún tiempo subirán hasta los cielos, pero luego caerán a lo profundo. David sabía lo mudables que son los favores del mundo: “Entonces respondieron los hombres de Israel, y dijeron […]: “Nosotros tenemos en el rey diez partes” (2 S. 19:43). Pero en el siguiente versículo la marea ya se había retirado: “¡No tenemos nosotros parte en David, ni heredad con el hijo de Isaí!” (2 S. 20:1,2). Así, David subió y bajó casi en el mismo instante.

Pero el Cielo es un reino inmutable. Cristo constituye una heredad permanente que no varía. Sus gracias y consuelos son aguas seguras que saltan para vida eterna. Las codornices que alimentaron la codicia de Israel pronto cesaron, pero la roca que dio de beber a su fe los seguía. Esta roca es Cristo. Puedes perder todo consuelo temporal, incluyendo a tu familia y amigos, pero si tu tesoro está seguro en Cristo, sigues siendo rico. Cristo vendrá en tu hora más oscura con la paz y una promesa: “No temas a la muerte ni a los demonios. Yo estaré a tu lado hasta que exhales tu último suspiro. Mis ángeles esperan conmigo. En cuanto el alma deje tu cuerpo, la llevarán al Cielo y la pondrán en el seno de mi amor. Entonces te alimentaré con los goces eternos que mi sangre compró y que mi amor ha perfeccionado para ti”.

4) Lo terrenal no satisface.

Por muchos bienes terrenales que tengamos, nunca bastarán. La riqueza a menudo trae miseria, jamás contentamiento. ¡Qué desatino sería pensar que lo hiciera! El espíritu es inmaterial y no se satisface con los deleites perecederos de la carne y la sangre. Los premios terrenales que buscamos ganar son muy inferiores a la naturaleza humana. Por tanto, hay que buscar mucho más allá si queremos recibir la bendición: en Dios mismo, el Padre de los espíritus. Las posesiones que Dios nos concede son para nuestro uso, no para nuestro disfrute. Intentar sacarles algo que nunca tuvieron es inútil. Una presión suave sobre las ubres de una vaca dará una leche dulce, nutritiva y refrescante. Apretar cada vez con más fuerza, no asegura mayor cantidad de leche. Perdemos el bien de lo material al esperar demasiado de él. Los que se esfuerzan más en complacerse con lo terrenal encuentran menor satisfacción.

Todas nuestras frustraciones se evitarán fácilmente si dejamos los objetos temporales y buscamos nuestra felicidad en Cristo. Esto es lo que puedes esperar al hacerlo…

Primero, desaparece la culpa por tus pecados. La culpa es el alfiler que constantemente deshincha nuestro gozo. Cuando Cristo te quita los pecados, también se lleva la culpa.

Segundo, se renueva y santifica tu naturaleza. La santidad es simplemente la criatura restaurada al estado de salud que Dios pretendió al crearla. ¿Cuándo está mejor un hombre que estando sano?

Tercero, eres adoptado en la familia de Dios. Seguramente esto no puede por menos de hacerte feliz: ser hijo o hija de un Rey tan grande.

Cuarto, obtienes una herencia eterna con Cristo. No podemos siquiera empezar a comprender el significado de esto en términos del gozo eterno. Nuestra actual concepción del Cielo no se parece más al Cielo real que un cuadro del sol se asemeja al Astro Rey. Pero nos podemos aferrar a la promesa de que Dios ha preparado algo para nosotros que supera a nuestros sueños más extravagantes (Is. 64:4; 1 Cor. 2:9).

Una última palabra acerca de nuestro premio celestial Averigua si estás dedicado a lo celestial o a lo terrenal. No puedes perseguir ambas cosas. Lo terrenal es basura que no solamente no nutre, sino que quita el apetito de lo que sí alimenta. Lo celestial no gusta a la persona corrompida por la basura.

Solo cuando llegas al final de ti mismo, como el pródigo, podrás juzgar mejor lo celestial. Entonces sabrás que el pan es mejor que las algarrobas, y la casa de tu Padre mejor morada que la vida entre los cerdos del campo.

Si quieres el Cielo, tienes que tener a Cristo, quien es todo en todo. Y si tienes a Cristo, debes aceptar también su servicio tanto como su sacrificio. Sin santidad no hay felicidad. O todo o nada. Se puede comparar la santidad y la felicidad con las dos hermanas Lea y Raquel. Superficialmente, la felicidad —como Raquel— parece más deseable (hasta un corazón carnal se enamora de ella). Pero la santidad —como Lea— es mayor y tiene una belleza especial, aunque en esta vida parezca hallarse en cierta desventaja: con los ojos enrojecidos por el llanto del arrepentimiento y la cara surcada por el trabajo de la mortificación.

He aquí la ley del Cielo: La menor no se puede casar antes que la mayor. No podemos disfrutar de la bella Raquel —el Cielo y la felicidad— antes de abrazarnos a Lea: la santidad, con todos sus exigentes deberes de arrepentimiento y mortificación. ¿Vivirás tú por esta ley? Cásate con Cristo y su gracia, y vive entonces un aprendizaje duro en tentaciones tanto de prosperidad como de adversidad. Aguanta el calor de lo uno y el frío de lo otro. Si eres paciente, por fin se te entregará la hermana más bella. Es la única manera de ganar el premio de las cosas celestiales.

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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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