En BOLETÍN SEMANAL

Confieso de buen grado que algunos profetas usaron una manera de hablar elegante y con gracia y hasta un estilo elevado y adornado; de modo que su elocuencia no es de menos quilates que la de los escritores profanos; pero con tales ejemplos quiso el Espíritu Santo mostrar que no le faltaba elocuencia, cuando en otros lugares quiso usar un estilo rudo y vulgar. Pero ya leamos al profeta David, a Isaías o a otros semejantes a ellos, cuyo estilo es suave y dulce, ya sea que leamos a Amós quien fue pastor, a Jeremías o a Zacarías, cuyo estilo es un poco áspero y rústico, en unos y otros se verá claramente aquella majestad de espíritu de que he hablado. No ignoro que Satanás, por imitar a Dios, se deforma para entrometerse a la sombra de la Escritura y engañar los corazones de la gente sencilla; y que ha seguido el mismo proceder en todo cuanto ha podido, a saber: ha divulgado astutamente los errores con que engañaba a los hombres infelices con un lenguaje duro, basto y bárbaro; y aun ha usado maneras antiquísimas de hablar, para encubrir con esta máscara sus engaños. Pero todos aquellos que tuvieren siquiera un mediano entendimiento, ven bien claro cuán vana y frívola es esta ficción. Por lo que toca a la Sagrada Escritura, aunque los hombres profanos y libertinos se esfuercen en hallar algo que morder en ella, sin embargo es evidente que toda ella está llena de dichos y sentencias que el entendimiento humano no hubiera podido imaginar. Léase cada uno de los profetas; no hay uno solo que no haya superado la medida de los hombres, de forma que cuantos no hallan sabrosa su doctrina, son hombres que han perdido el gusto y son del todo necios.

Antigüedad de la Escritura

Ya otros han tratado esta materia más ampliamente, por lo cual basta que al presente mencione como de pasada algunas cosas que vienen muy al caso para entender la suma y lo principal de este tratado. Además de las cosas que ya he tratado, la misma antigüedad de la Escritura es de gran importancia para inducirnos a darle credibilidad. Porque por mucho que los escritores griegos nos cuenten de la teología de los egipcios, sin embargo, no se hallará recuerdo alguno de ninguna religión que no sea muy posterior a Moisés. Además, Moisés no forja un nuevo Dios, sino solamente propone al pueblo de Israel lo mismo que ellos ya mucho tiempo antes, por antigua tradición, habían oído a sus antepasados del eterno Dios. Porque ¿qué otra cosa pretende sino llevarlos al pacto que hizo con Abraham? Si Él hubiera propuesto una cosa antes nunca oída, no hubiera tenido éxito alguno. Mas convenía que el libertarlos del cautiverio en que estaban fuese cosa muy conocida y corriente entre ellos, de tal manera que la sola mención de esto, levantase al momento su ánimo. Es también verosímil presumir que fueron advertidos del término de los cuatrocientos años. Consideremos pues, que si Moisés, el cual precedió en tanto tiempo a todos los demás escritores, toma, sin embargo, el origen y fuente de su doctrina tan arriba; ¡cuánta ventaja no sacará la Sagrada Escritura en antigüedad a todos los demás escritos!

A no ser que fuésemos tan necios que diésemos crédito a los egipcios, los cuales alargan su antigüedad hasta seis mil años antes de la creación del mundo; pero entonces, puesto que de todo cuanto ellos se glorían se han burlado los mismos gentiles y no han hecho caso de ellos, no tengo por qué tomarme el trabajo de refutarlos. Josefo, escribiendo contra Apión, alega testimonios admirables, tomados de escritores antiquísimos, por los cuales fácilmente se ve que todas las naciones estuvieron de acuerdo en que la doctrina de la Ley había sido célebre mucho tiempo antes, aunque fuera leída pero no bien entendida. Del resto, por lo demás, a fin de que los escrupulosos no tuviesen cosa alguna de qué sospechar, ni los perversos ocasión de objetar sutilezas, proveyó Dios a ambas cosas con muy buenos remedios.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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