En BOLETÍN SEMANAL

Los destellos del conocimiento que podemos tener de Dios. solo sirven para hacernos inexcusables: 

Veis, pues, cómo tantas lámparas encendidas en el edificio del mundo nos alumbran en vano para hacernos ver la gloria del Creador, porque de tal manera nos alumbran, que de ninguna manera pueden por sí sólas llevarnos al recto camino. Es verdad que despiden ciertos destellos; pero perecen antes de dar su plena luz. Por esta causa, el Apóstol, en el mismo lugar en que llamó a los mundos (Heb. 11, 1-3) semejanza de las cosas invisibles, dice luego que “por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la Palabra de Dios”, queriendo decir con esto que es verdad que la Majestad divina, por naturaleza invisible, se nos manifiesta en tales espejos, pero que nosotros no tenemos ojos para poder verla si primero no son iluminados por la fe. Y san Pablo, cuando dice que (Rom. 1:20) «las cosas invisibles de Él, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por las cosas que son hechas,” no se refiere a una manifestación tal que se pueda comprender por la sutileza del entendimiento humano, antes bien, muestra que no llega más allá que lo suficiente para hacer inexcusable al hombre. Y aunque el mismo Apóstol dice en cierto lugar (Hch. 17:27-28) que «no está lejos de cada uno de nosotros, porque en Él vivimos, y nos movemos y somos», en otro lugar, sin embargo, enseña de qué nos sirve esta proximidad (Hch. 14:16-17): “En las edades pasadas ha dejado (Dios) a todas las gentes andar en sus caminos, si bien no se dejó a sí mismo sin testimonio, haciendo bien, dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando de abundancia y alegría nuestros corazones”. Así que, aunque Dios no haya dejado de dar testimonio de sí mismo, invitando y atrayendo dulcemente a los hombres, con su gran liberalidad, a que le conociesen, ellos, con todo, no dejaron de seguir sus caminos; quiero decir, sus gravísimos errores.

 La causa de esta incapacidad de conocer a Dios, está en nosotros:
Ahora bien, aunque estemos desprovistos de facultad natural para obtener perfecto y claro conocimiento de Dios, sin embargo, como la falta de nuestra limitación está dentro de nosotros, no tenemos pretexto de tergiversación ni excusa alguna, porque no podemos pretender tal ignorancia sin que nuestra propia conciencia nos convenza de que somos negligentes e ingratos. Ni, por cierto, es excusa digna de ser admitida, que el hombre argumente que carecía de oído para oír la verdad, ya que las mismas criaturas mudas, con voz suficientemente clara y evidente, la proclaman.

Si se excusare de que no tiene ojos para verla, las criaturas que no los tienen se la muestran. Si argumentase que no tiene claridad de entendimiento, todas las criaturas irracionales le enseñan. Por tanto, en cuanto a andar perdidos y vagabundos, ninguna excusa tenemos, puesto que todo cuanto Dios creó nos muestra el recto camino. Pero, aunque se deba imputar a los hombres que ellos corrompan al momento la simiente que El sembró en sus corazones para que ellos le pudiesen conocer por la admirable obra de la Naturaleza, con todo es muy gran verdad que este solo y simple testimonio, que todas las criaturas dan de su Creador, de ninguna manera basta para instruirnos suficientemente. Porque en el momento en que al contemplar el mundo saboreamos algo de la Divinidad, dejamos al verdadero Dios y en su lugar erigirnos las invenciones y fantasías de nuestro cerebro y robamos al Creador, que es la fuente de la justicia, la sabiduría, la bondad y el poder, la alabanza que se le debe, atribuyéndolo a una cosa u otra. Y en cuanto a sus obras ordinarias, o bien las oscurecemos, o se las volvemos al revés, de manera que no les damos el valor que se les debe, y a su Autor le privamos de la alabanza.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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