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La perseverancia no es posible sin la verdadera gracia en el corazón. Pero si la gracia de Cristo reina en ti, ¡la victoria es segura! Por eso importa tanto revestirnos de la armadura de Dios; garantiza tu perseverancia y tu victoria final. La gracia verdadera nunca será vencida. La Palabra promete que “todo lo que es nacido de Dios vence al mundo” (1 Jn. 5:4). La victoria se siembra en nuestra nueva naturaleza: la simiente de Dios, que evita que seamos engullidos por el pecado y Satanás. Cristo resucitó para no morir más, y levanta el alma del cristiano de la tumba del pecado para que no esté más bajo el poder de la muerte espiritual. Así se dice del creyente, en tiempo presente, que tiene vida eterna (cf. 1 Jn. 5:13).

La ley llegó cuatrocientos años después del pacto de Dios con Abraham, pero no pudo anular la promesa que Dios había hecho. Igualmente, nada de lo que le sobreviene al cristiano en su vida puede anular la promesa de la vida eterna que se le hizo a Cristo antes de la fundación del mundo. Si fuera posible que un hijo de Dios errara el blanco y perdiera la vida eterna prometida de alguna manera, tendría que ser por una de estas causas: porque existiera la posibilidad de que Dios abandonase al cristiano y retrajera de él su gracia; porque el creyente abandonara a Dios; o porque Satanás tuviera el poder de arrancarlo de la mano de Dios. Pero ninguna de estas causas es factible, por lo siguiente…

a) Porque Dios nunca puede abandonar al creyente.

Él dijo: No te desampararé, ni te dejaré” (Heb. 13:5). También ha prometido no cambiar de parecer en cuanto a su amor y su gracia especial para con sus hijos: “Irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (Rom. 11:29). Hasta cuando pecas, no provocas a Dios para desheredarte. En cambio, se ve impulsado a atraerte otra vez a la comunión con Él. Dios dice por medio del profeta Isaías:
Por la iniquidad de su codicia me enojé, y le herí, escondí mi rostro y me indigné; y él siguió rebelde en el camino de su corazón. He visto sus caminos, pero le sanaré (Is. 57:17-18).
No dudes ni por un instante que a quien Él ama, lo ama hasta el fin.

Para dar mayores pruebas al corazón dubitativo, Dios sella su promesa con un juramento:
Con misericordia eterna tendré compasión de ti, dijo Jehová tu Redentor. Porque esto me será como en los días de Noé, cuando juré que nunca más las aguas de Noé pasarían sobre la tierra; así he jurado que no me enojaré contra ti […]. Porque los montes se moverán [esto se refiere al fin del mundo, cuando todo el marco de cielos y tierra se disuelva], pero no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz se quebrantará (Is. 54:8-10). Antes de objetar que la promesa fue solamente hecha a los judíos, lee el resto del pasaje: “Esta es la herencia de los siervos de Jehová, y su salvación de mí vendrá, dijo Jehová” (v. 17). Aquí vemos que dicha promesa abarca a todos los hijos de Dios.

Cristo vino del Cielo para traernos misericordia, y volvió allí a fin de tomar posesión de la herencia prometida que había comprado con su muerte. ¿Cabe alguna duda acerca de la firmeza del amor de Dios cuando vemos que todo el pacto lo ha cumplido Cristo por nosotros? Dios no solo llamó a Cristo, sino que lo santificó y lo apoyó en la gran obra a nuestro favor; también lo justificó por su resurrección. Luego lo acogió de nuevo en el Cielo, donde está sentado a la diestra del Padre en lo alto como abogado e intercesor para todo cristiano. Así que no solamente tiene posesiones propias, sino también pleno poder para entregar la herencia a todo creyente.

b) Porque el creyente no puede abandonar a Dios, según las cláusulas del pacto.

Sabiendo que el viaje al Cielo es largo y arduo, y nuestra virtud débil, a menudo podemos tener miedo de abandonar a Dios antes de llegar a nuestro destino eterno. Pero el pacto de Dios desvanece esa nube de duda haciendo provisión para nuestra debilidad.

El Espíritu de Dios se nos da para garantizar nuestra llegada segura al Cielo: “Pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ez. 36:27). Nótese que el versículo no dice que el cristiano vaya a tener el Espíritu si anda según la ley, sino que el Espíritu le hará hacer esto último. El Espíritu Santo es Maestro y Guardián del cristiano. Tal vez temas que si contristas al Espíritu Santo, él se enoje y te deje morir en tus pecados. Es verdad que el Espíritu de Dios es sensible a la desobediencia y puede retraerse de tu pecado, igual que se retrajo de Sansón y lo dejó caer en manos de los filisteos. Pero no lo abandonó para siempre. Cuando Sansón clamó en su dolor, el Espíritu respondió y desplegó su fuerza nuevamente en él. Debería tranquilizar tus temores el saber que el oficio del Espíritu es morar para siempre en los cristianos: “Os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre” (Jn. 14:16).

Mientras el Espíritu mora en el cristiano para guardarlo y protegerlo, Cristo intercede por él en el Cielo. A Pedro le dijo: “Yo he rogado por ti, que tu fe no falte” (Lc. 22:32). Si oró por uno, puedes estar seguro de que orará también por los demás. En este mismo pasaje, el Señor ordenó a Pedro: “’’Una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (v. 32); es decir: “Cuando sientas la fuerza y eficacia de mi oración por tu fe, díselo a todos tus amigos. El oír cómo cuido de los míos fortalecerá sus corazones”. Con Cristo intercediendo por nosotros, ¿cómo pereceremos? ¿Supones que se cansará alguna vez de efectuar este acto de amor? Su Palabra nos asegura que él está “viviendo siempre para interceder” por todos los que le pertenecen (He. 7:25).


c) Porque Satanás no tiene poder para arrancar al creyente de las manos de Dios.

Si eres cristiano, estás rodeado por los brazos eternos y omnipotentes. Sin embargo, el diablo está envuelto en cadenas de condenación eterna y no puede sacudírselas por mucho que lo intente. Si no es capaz de librarse de las cadenas que Dios le ha puesto, ¿cómo va a arrancarte de las manos divinas? Satanás solo puede tentar al cristiano con el permiso de Dios. Si crees que Dios te ama, ciertamente podrás confiar en su sabiduría al permitir que Satanás te asalte. ¿No será cuando este pueda ser rechazado sufriendo una mayor humillación?

El hecho de saber que el poder de Satanás está limitado y que la gracia de Dios es infinita, debe restaurar el ánimo de los creyentes débiles que temen no poder resistir hasta el final. Dios le ha concedido a Cristo la vida de toda alma que está dentro del arca de su pacto. Si eres suyo, tu seguridad eterna está garantizada. ¿Acaso no te dio la disposición de marchar bajo su estandarte y unirte a su lucha contra el pecado y el Infierno? El mismo poder infinito que venció tu corazón rebelde, vencerá a todos tus enemigos internos y externos. El Dios que puede levantar a un puñado de hombres heridos y hacer que conquisten una ciudad, también puede hacer que un alma herida venza al pecado y a Satanás (cf. Jer. 37:10). El Arca estuvo en medio del Jordán hasta que todo el campamento de Israel hubo pasado a salvo a Canaán (Jos. 3:17). El pacto de Cristo está representado por el Arca: Cristo y su pacto garantizan el paso seguro de los creyentes al Cielo.

Una palabra de advertencia: existe gran peligro de que los creyentes pasen de esta doctrina consoladora a una seguridad negligente y un atrevimiento presuntuoso. Aunque el cristiano está a salvo de la apostasía final y total, aún puede sufrir una grave caída que lastime su conciencia, debilite su virtud y manche el buen nombre del evangelio. El saber que estos peligros acechan en la sombra debería bastar para mantener al creyente siempre vigilante.

¡Cuidado con abusar de tu libertad en Cristo como licencia para pecar! ¿Pecaremos para que la gracia abunde? “En ninguna manera”, dice Pablo (Rom. 6:2) ¡A qué alturas habrá llegado el pecado cuando un hombre se siente estimulado a pecar por el amor eterno de Dios! Podemos conjeturar que la gracia verdadera no mora en un corazón que saca semejante conclusión maldita de la premisa de la gracia divina. El cristiano genuino llegará a la conclusión opuesta; esto es, que la gracia de Dios no se otorga para que nos revolquemos en el pecado, sino para que lo venzamos. La única respuesta aceptable para la magnitud del amor y la gracia de Dios es limpiarnos de toda contaminación de la carne y el espíritu (2 Cor. 7:1).

Así como un hijo debe querer agradar a su padre por algo más importante que el temor a ser desheredado, nosotros hemos de estar por encima del cumplimiento del deber cristiano por miedo a caer. Estamos bajo la ley de la vida nueva; esto debe hacer que deseemos naturalmente la comunión con Dios, como el amor de un hijo hace que este desee ver a su amado padre.

Es natural que la fe, que es el don que trata con las promesas, purifique el corazón. Mientras más ciertas sean las noticias acerca del amor divino que la fe trae al alma desde las promesas, más purificarán el corazón; porque la fe, estimulada por el amor, enciende el corazón respecto de Dios. Si ese afecto se inflama, el ambiente estará demasiado caliente para que el pecado permanezca allí.

d) El resultado prometido de la perseverancia
Esta frase de “y habiéndolo hecho todo, estad firmes” incluye el resultado bendito de la perseverancia del cristiano. Estar firmes al final de la guerra recompensará con creces todo peligro y privación sufridos durante la contienda contra el pecado y Satanás.

    En las guerras terrenales, no todos los que luchan participan del botín. Los beneficiados suelen ser solo unos pocos bolsillos. El soldado raso que soporta la mayor parte de las privaciones, sale ganando muy poco. Este soldado lucha para hacer más grandes a unos pocos grandes, y a menudo se le despide sin paga suficiente para curar sus heridas. Pero en el ejército de Cristo, el único soldado que pierde es aquel que deserta. Cada soldado fiel recibe un galardón glorioso, expresado en esta frase: “Habiéndolo hecho todo, estar firmes”. Permanecer firmes implica tres cosas…


    a) Significa “ser vencedores”

    Se dice que un ejército vencido “cae” delante de su enemigo, y el vencedor permanece firme. Al final de esta guerra espiritual, todo cristiano aparecerá como vencedor de sus propias concupiscencias, y de Satanás que las dirigía. Aunque el cristiano disfruta de muchas dulces victorias aquí en este mundo, el gozo de sus conquistas se interrumpe con nuevas alarmas porque el enemigo se reagrupa. Se obtiene la victoria un día, para empezar otra batalla al día siguiente. A menudo, hasta sus victorias lo dejan sangrando por el conflicto. Aunque al final rechace la tentación, las heridas que la conciencia recibe en la lucha ensombrecen la gloria de la victoria.

    Para tu consuelo eterno, cristiano, puedes esperar el día en que se resolverá definitivamente la pelea entre tú y Satanás. Verás el campamento de tu enemigo completamente desmantelado y destruido, sin un arma en tu contra. Pisarás las mismas fortalezas desde donde el enemigo disparaba sus dardos. Las verás derribadas y destruidas, hasta que no quede ni una corrupción en tu corazón para que se oculte allí el diablo. En aquel día glorioso, el enemigo que te ha hecho temblar será hollado bajo tus pies.


    b) Significa ser justificados y absueltos en el gran Día del Juicio

    La Biblia utiliza frecuentemente el verbo “levantarse” o “mantenerse en pie” en este sentido: “Por tanto, no se levantarán los malos en el juicio” (Sal. 1:5). Esto es, no serán justificados. “Jah, si mirares a los pecados, ¿quién, oh Señor, podrá mantenerse [en pie]?” (Sal. 130:3). Esto es, ¿quién será justificado?

    El gran Dios, por cuyo encargo venimos al mundo, ha fijado un día para juzgar a ese mundo por Jesucristo. Será un día solemne, cuando todos los que hayan vivido —nobles y viles, buenos y malos— se reunirán en una asamblea para comparecer personalmente ante Cristo y oír de su boca el veredicto eterno. El Señor estará asistido por una guardia de honor de ángeles listos para ejecutar su sentencia. No me maravilla que el sermón de Pablo acerca de este tema causara un terremoto en la conciencia de Félix. Más bien me asombra que alguien esté tan sumido en la dureza de corazón que el pensar en aquel día no le haga reaccionar.

    ¿No consideras felices a aquellos que serán absueltos por Cristo en ese día? ¿No quieres saber quiénes serán esas almas bienaventuradas? Para saberlo no hace falta ir al Cielo y buscar en los archivos. Has de saber, aquí y ahora, que los que estarán firmes en el Juicio son aquellos que luchan en la tierra las batallas del Señor contra Satanás, vestidos de la armadura del Señor. Son los creyentes que lo habrán “hecho todo”. Los procedimientos de aquel día desacreditarán del todo a Satanás, su acusador ante Dios y su conciencia, siempre amenazándolos con el terror de la condenación ante el trono del juicio de Cristo. El mundo malvado se confundirá al ver cómo la mano de Cristo limpia el barro que tiraron a la cara de los cristianos.

    ¿No será esta recompensa suficiente por todo el desdén y la opresión que soporta el santo en esta vida? ¡Pero eso no es todo!


    c) También denota el rango de los cristianos en el Cielo.

    Cuando un príncipe quiere premiar a los súbditos que se han distinguido en el servicio de la Corona, les da un cargo honroso en la corte. Salomón indica que uno de los mayores honores que puede recibir un hombre es estar delante del rey. El Cielo es la ciudad real donde Dios tiene su corte, y el gozo de los ángeles es permanecer delante de Dios: “Yo soy Gabriel, que estoy delante de Dios” (Lc. 1:19). Esto es: “Soy uno de los espíritus benditos que esperan en Dios y están delante de su rostro, como los cortesanos delante de su rey”. Cada alma fiel tiene la promesa de este honor.

    Nada debe tener un efecto mayor sobre el espíritu del cristiano que considerar su bendito estado en el Cielo como galardón de todos sus conflictos aquí en la tierra. Esta espada debería cortar los nervios mismos de la tentación y decapitar las concupiscencias que desafían a huestes enteras de otros argumentos. ¿Cómo puede coexistir el pecado con la esperanza de esta gloria? Cuando el cristiano pierde de vista durante mucho tiempo los pensamientos del Cielo, olvida su esperanza de aquel lugar glorioso y empieza a hacerse algún ídolo, como Israel adoró el becerro en ausencia de Moisés. Pero en cuanto vislumbra el Cielo, su corazón arde con tales reflexiones. Antes se persuade a un rey para que arroje su corona y se revuelque en el barro con el manto real, que se convence a un cristiano para que peque cuando su corazón está lleno de la esperanza de la gloria celestial.

    El pecado es obra de demonios, no de cristianos. El cristiano espera a cada hora la llamada a comparecer con los ángeles y santos glorificados ante el trono de Dios. ¡Esto debería alentar y sustentar su corazón en el fragor de la batalla, en el peor de los tiroteos! Si tiene que pasar por agua y fuego para alcanzarlo, ¿qué es tal incomodidad comparada con el consuelo eterno del Cielo? Mantener siempre el gozo celestial te ayudará a correr con paciencia, a soportar las escaramuzas con la tentación y la aflicción. Es más: te hará entender también que estos contratiempos “no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Rom. 8:18).

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    Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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