En ARTÍCULOS

Rom 15:4 Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza.

Que la Biblia es el producto del Artista Supremo, el Espíritu Santo; que Él lo obsequió a la Iglesia y que en la Iglesia lo usa como Su instrumento, no puede dejar de ser resaltado.

No es como si Él hubiera vivido en la Iglesia de todos los tiempos, y entregado en la Escritura un registro de esa vida, su origen e historia, de manera que la vida fuese la real sustancia y la Escritura el accidente; más bien, la Escritura fue el fin de todo lo que precedió y el instrumento de todo lo que vino después.

En el amanecer del Día de días, el Volumen Sagrado indudablemente desaparecerá. Dado que la Nueva Jerusalén no necesitará sol, luna, o templo, porque el Señor Dios será su luz, no habrá necesidad de Escritura, porque la revelación de Dios llegará a Sus elegidos directamente a través de la Palabra desvelada. Pero en tanto la Iglesia esté en la tierra, la comunión cara a cara esté suspendida, y nuestros corazones sean accesibles sólo por las avenidas de esta imperfecta existencia, la Escritura ha de permanecer como un instrumento indispensable mediante el cual el Dios Trino prepara las almas de los hombres para la gloria superior.

La causa de esto yace en nuestra personalidad. Pensamos, estamos conscientes de nosotros mismos, y el triple mundo: alrededor y arriba y dentro de nosotros, se refleja en nuestros pensamientos. El hombre de conciencia confundida o no formada, o uno insano, no puede actuar como hombre. Cierto, hay profundidades en nuestros corazones que el plomo de nuestro pensar no ha sondeado; pero la influencia que ha de afectarnos profundamente, con efecto duradero sobre nuestra personalidad, debe ser forjada a través de nuestra consciencia de nosotros mismos.

La historia del pecado lo demuestra. ¿Cómo entró el pecado al mundo? ¿Fue Satanás quien infundió su veneno en el alma del hombre mientras dormía? De ninguna manera. Mientras Eva era totalmente ella misma, Satanás comenzó a discutir el tema con ella. Trabajó en su conciencia con palabras y representaciones, y ella, permitiendo esto, bebió el veneno, cayó, y arrastró a su marido con ella. ¿No había Dios predicho esto? La caída del hombre no iba a conocerse por sus emociones reconocidas o no reconocidas, sino por el árbol del conocimiento del bien y el mal. El  conocimiento que causó su caída no fue meramente abstracto, intelectual, sino vital. Por supuesto, la causa operativa fue externa, pero trabajó sobre su conciencia y tomó la forma de conocimiento.

Y tal como su caída, también debe ser su restauración. La redención debe venir desde afuera, debe actuar sobre nuestra conciencia, y debe llevar la forma de conocimiento. Para afectarnos y ganarnos en nuestra personalidad debemos ser tocados en todos los lugares donde el pecado por primera vez nos hirió, a saber, en nuestra orgullosa y altanera conciencia de nosotros mismos. Y como nuestra conciencia se refleja en un mundo de pensamientos— pensamientos expresados en palabras tan íntimamente conectadas como para formar, por decirlo así, sólo una palabra—por lo tanto, era de suma necesidad que un nuevo, divino mundo de pensamiento hablara a nuestras conciencias en una Palabra, es decir, en una Escritura. Y esta es la misión de la Sagrada Escritura.

Nuestro mundo de pensamientos está lleno de falsedad, como también lo está el mundo externo. Pero un mundo de pensamientos es absolutamente cierto, y ese es el mundo de los pensamientos de Dios. A este mundo debemos ser traídos, y él a nosotros con la vida que le pertenece, como el brillo a la luz. Por lo tanto la redención depende de la fe. Creer es reconocer que todo el mundo de pensamientos dentro y alrededor de nosotros es falso, y que sólo el mundo de pensamientos de Dios es verdadero y duradero, y como tal aceptarlo y confesarlo.

Todavía es el Árbol del conocimiento. Pero el fruto tomado y disfrutado crece en la planta interior de anonadamiento y negación de nosotros mismos, mediante lo cual renunciamos a todo nuestro mundo de pensamiento, sin seguir juzgando entre el bien y el mal, sino fielmente repitiendo lo que Dios enseña, como niños pequeños en Su escuela. Pero esto no nos serviría si los pensamientos de Dios vinieran en palabras ininteligibles, que habría sido el caso si el Espíritu Santo hubiera usado meras palabras. Sabemos lo imposible que es tratar de describir los gozos celestiales. Todos los esfuerzos hasta el momento han fracasado. Esa dicha sobrepasa nuestra imaginación. Y la revelación en la Escritura relacionada a ella está escondida en imágenes terrenales—como el Paraíso, una Jerusalén, o una fiesta de bodas—que, por hermosos que sean, no dejan claras impresiones. Sabemos que el cielo debe ser hermoso y fascinante, pero una concepción concreta de él está fuera de nuestro alcance.

Tampoco podemos tener ideas claras de la relación del glorificado Hijo del hombre y la Trinidad; del hecho que está sentado a la diestra de Dios; de la vida de los redimidos, y su condición, cuando, pasando de las cámaras de la muerte, entran al palacio del gran Rey.

Por lo tanto, si el Espíritu Santo hubiera presentado la palabra de pensamientos divinos, concernientes a nuestra salvación por escrito, directamente desde el cielo, una clara concepción del tema habría sido imposible. Nuestra concepción habría sido vaga y figurativa como aquella respecto al cielo. Por lo tanto, estos pensamientos no fueron escritos directamente, sino traducidos a la vida de este mundo, que les dio forma y aspecto; y de esta forma llegaron a nosotros en lenguaje humano, en las páginas de un libro. Sin esto no podría siquiera haber un lenguaje para encarnar tan sagradas y gloriosas realidades.

San Pablo tenía visiones, es decir, fue liberado de las limitaciones de la conciencia y habilitado para contemplar cosas celestiales; pero habiendo regresado a sus limitaciones, no pudo hablar de lo que había visto, como dijo él: “Son indecibles.”

Y para que las cosas de la salvación, igualmente indecibles, puedan volverse expresables en palabras humanas, complació a Dios, traer a este mundo, la vida que las originó; para acostumbrar a nuestra conciencia humana a ellas, de ello sacar palabra para ellas y así mostrarlas a todos los hombres.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

 

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