​La autoridad sobre los hombres no puede surgir de los hombres. Y por tanto, a la primera declaración calvinista de que solo el pecado hizo necesaria la institución de gobiernos, añadimos esta segunda declaración no menos impactante, que toda la autoridad de los gobiernos en la tierra se origina únicamente en la soberanía de Dios.

​Ningún hombre tiene el derecho de gobernar sobre otro hombre; sino un tal derecho se convertiría necesariamente e inmediatamente en el derecho del más fuerte. Como el tigre en la jungla se enseñorea del antílope indefenso, así se enseñoreó un faraón de los egipcios al borde del Nilo. Este derecho lo tiene Dios, y solo Él.


Ni puede un grupo de personas, por medio de un contrato y de su propio derecho, obligarle a usted a obedecer a otro hombre. ¿Qué fuerza existiera que me obligara, por el solo hecho de que hace años alguno de mis antecesores hizo un «contrato social» con otros hombres de su tiempo? Como hombre me planto libre y audaz, contra el más poderoso de mis prójimos.

No hablo de la familia, porque allí gobiernan los lazos orgánicos, naturales; pero en la esfera del Estado no me rindo ni me postro ante nadie que es hombre como yo.

La autoridad sobre los hombres no puede surgir de los hombres. Tampoco de una mayoría sobre una minoría, porque la historia demuestra, casi en cada página, que con mucha frecuencia la minoría tenía la razón. Y por tanto, a la primera declaración calvinista de que solo el pecado hizo necesaria la institución de gobiernos, añadimos esta segunda declaración no menos impactante, que toda la autoridad de los gobiernos en la tierra se origina únicamente en la soberanía de Dios. Cuando Dios me dice: «Obedece», entonces yo humildemente inclino mi cabeza, sin comprometer en lo más mínimo mi dignidad personal como hombre. En la misma medida como Ud. se degrada cuando se inclina ante un hijo del hombre, así Ud. se eleva cuando se somete a la autoridad del Señor del cielo y de la tierra.

Así dice la Escritura: «Por mí gobiernan lo reyes»; o como declara el apóstol: «Las autoridades que están, son ordenadas por Dios. Por tanto, el que resiste contra la autoridad, se opone a la ordenanza de Dios.» El gobierno es un instrumento de la «gracia común», para contrarrestar todo libertinaje y transgresión, y para proteger al bueno contra el malo. Pero el gobierno es más todavía. Aparte de todo esto, es instituido por Dios como Su siervo, para conservar la obra gloriosa de Dios en la creación de la humanidad, contra la destrucción total. El pecado ataca la obra de Dios, el plan de Dios, la justicia de Dios, la honra de Dios, como el arquitecto y constructor supremo que es. Así, estableciendo las autoridades que son puestas para mantener por medio de ellas Su justicia contra los intentos del pecado, Dios dio a los gobiernos el terrible derecho sobre la vida y la muerte. Por tanto, todas las autoridades que existen, ya sea en imperios o en repúblicas, en ciudades o en estados, gobiernan «por la gracia de Dios». Por la misma razón, la justicia tiene un carácter santo. Y por el mismo motivo, cada ciudadano está obligado a obedecer, no solo por el temor al castigo, sino por causa de la conciencia.

Además, Calvino declaró explícitamente que la autoridad como tal no se ve afectada de ninguna manera por la forma en cómo un gobierno es instituido y en qué forma se manifiesta. Sabemos que él mismo prefirió una república, y que no tuvo ninguna preferencia para una monarquía como si fuera la forma divina e ideal de un gobierno. Este hubiera sido el caso en un estado sin pecado. Si el pecado no hubiera entrado, Dios hubiera sido el único Rey de todos los hombres; y esta condición volverá en la gloria futura, cuando Dios será nuevamente el todo y en todos. El gobierno directo de Dios mismo es absolutamente monárquico; ningún monoteísta lo negará. Pero Calvino consideró deseable una cooperación de muchas personas bajo un control mutuo, o sea, una república, ahora que una institución mecánica de un gobierno es necesaria por causa del pecado.

En su sistema, sin embargo, esta diferencia era solamente gradual y no fundamental. Él considera una monarquía y una aristocracia, como también una democracia, como formas de gobierno igualmente posibles y practicables; con tal que se mantenga de manera incambiable que nadie en la tierra puede reclamar autoridad sobre sus prójimos, excepto que esta autoridad haya sido puesta sobre él «por la gracia de Dios»; y por tanto, el deber de la obediencia no nos es impuesto por ningún hombre, sino por Dios mismo.

La pregunta sobre cuáles son aquellas personas que por autoridad divina deben ser investidas con poder, según Calvino, no puede ser respondida para todos los pueblos y todos los tiempos de la misma manera. Sin embargo, él declara que en un sentido ideal, la condición más deseable se encuentra donde el mismo pueblo elige a su propio gobierno. Donde una tal condición existe, él piensa que el pueblo debe reconocer en ello con gratitud un favor de Dios, exactamente como se expresa en el preámbulo de más de una de vuestras constituciones: – «En gratitud al Dios Todopoderoso porque Él nos dio el poder de elegir a nuestro propio gobierno.» En su comentario sobre Samuel, Calvino advierte a tales naciones: «Y ustedes, oh naciones, a las cuales Dios dio la libertad de elegir a vuestros propios gobiernos, vigilen para que no pierdan este favor al elegir en las posiciones de más alto honor a infames y a enemigos de Dios.»

Puedo añadir que la elección del pueblo gana de manera natural donde no existe ninguna otra regla, o donde se deshace la regla existente. Dondequiera que se fundaron nuevos Estados, excepto por conquista o fuerza, el primer gobierno siempre se estableció por elección popular; e igualmente donde la máxima autoridad había caído en desorden, sea por ausencia de una sucesión determinada, o por la violencia de una revolución, siempre era el pueblo el cual a través de sus representantes reclamó el derecho de restaurarla. Pero de la misma manera decidida, Calvino asegura que Dios tiene el poder soberano, en Su providencia, de quitar de un pueblo esta condición más deseable, o de nunca concedérsela, cuando una nación no es apta para ella, o por su pecado dejó de merecer esta bendición.

El desarrollo histórico de una nación muestra en qué otras maneras se concede autoridad. Puede fluir del derecho de herencia, como en una monarquía hereditaria. Puede resultar de una guerra y conquista, como en el caso de Pilato que tuvo poder «dado de lo alto» sobre Jesús. Puede proceder de electores, como en el imperio germano antiguo. Puede descansar sobre los estados del país, como en la antigua república holandesa. En forma resumida, puede asumir una variedad de formas porque hay diferencias interminables en el desarrollo de las naciones. Una forma de gobierno como la vuestra no podría existir ni un solo día en China. Hasta ahora, el pueblo de Rusia no es apto para ninguna forma de gobierno constitucional. Y entre los negros de Sudáfrica, aun un gobierno como el que existe en Rusia sería completamente inconcebible. Todo esto es determinado y señalado por Dios, por medio del consejo secreto de Su providencia.

Todo esto, sin embargo, no es ninguna teocracia. Una teocracia existía solamente en Israel, porque en Israel Dios intervenía inmediatamente. Tanto por los Urim y Tumim como por la profecía, por Sus milagros de protección y por Sus juicios de castigo, Él mantuvo en Sus propias manos la jurisdicción y el liderazgo de Su pueblo. Pero la confesión calvinista de la soberanía de Dios se aplica al mundo entero, es verdad para todas las naciones, y vigente en toda autoridad que el hombre ejerce sobre el hombre; incluso en la autoridad que los padres tienen sobre sus hijos. Por tanto, es una fe política que podemos expresar en estas tres declaraciones:

1. Solo Dios – ninguna criatura – tiene derechos soberanos, en el destino de las naciones, porque solo Dios las creó, las mantiene por Su poder, y las gobierna con Sus ordenanzas. 
2. El pecado, en el área de la política, quebrantó el gobierno directo de Dios; y por tanto, el ejercicio de autoridad para gobernar fue después puesto sobre hombres, como un remedio mecánico. 
3. En cualquier forma que se manifieste esta autoridad, el hombre nunca posee poder sobre su prójimo en alguna otra manera aparte de una autoridad que desciende sobre él desde la majestad de Dios.



Este documento fue expuesto en la Universidad de Princeton en el año 1898 por  Abraham Kuyper (1837-1920) quien fue teólogo, Primer Ministro de Holanda, y fundador de la Universidad Libre de Ámsterdam.

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