En BOLETÍN SEMANAL

Es indiscutible que el hombre carece de libre albedrío para obrar bien si no le ayuda la gracia de Dios, una gracia especial que solamente se concede a los elegidos, por su regeneración; así que dejo a un lado a los frenéticos que fantasean que la gracia se ofrece a todos indistintamente. Sin embargo, aún no está claro si el hombre está del todo privado de la facultad de poder obrar bien, o si le queda alguna, aunque pequeña y débil; la cual por sí sola no pueda nada, pero con la gracia de Dios logre también de su parte hacer el bien. El Maestro de las Sentencias, para exponer esto dice que hay dos clases de gracia necesarias al hombre para hacerlo idóneo y capaz de obrar bien; a una la llaman operante – que obra -, la cual hace que queramos el bien con eficacia; a la otra cooperante – que obra conjuntamente -, la cual sigue a la buena voluntad para ayudarla’. En esta distinción me disgusta que cuando atribuye a la gracia de Dios el hacernos desear eficazmente lo que es bueno, da a entender que nosotros naturalmente apetecernos de alguna manera lo bueno, aunque nuestro deseo no llegue a efecto. San Bernardo habla casi de la misma manera, diciendo que toda buena voluntad es obra de Dios; pero que, sin embargo, el hombre por su propio impulso puede apetecer esta buena voluntad» Pero el Maestro de las Sentencias entendió mal a san Agustín, aunque él piensa que le sigue con su distinción.

Además, en el segundo miembro de la distinción hay una duda que me desagrada, porque ha dado lugar a una perversa opinión; pues los escolásticos pensaron que, como él dijo que nosotros obramos juntamente con la segunda gracia, que está en nuestro poder, o destruir la primera gracia rechazándola, o confirmarla obedeciendo. Esto mismo dice el autor del libro titulado “De la vocación de los gentiles”, pues dice que los que tienen uso de razón son libres para apartarse de la gracia, de tal manera que hay que imputarles como virtud el que no se hayan apartado, a fin de que se les impute a mérito aunque no se pudo hacer sin que juntamente actuase el Espíritu Santo, pues en su voluntad estaba el que no se llevase a cabo.

He querido notar de paso estas dos cosas, para que el lector entienda qué no estoy de acuerdo con los doctores escolásticos que han sido más sanos que los nuevos sofistas que les han seguido; de los cuales tanto más me separo cuanto ellos más se apartaron de la pureza de sus predecesores. Sea de esto lo que quiera, con esta distinción comprendemos qué es lo que les ha movido a conceder al hombre el libre albedrío. Porque, en conclusión, el Maestro de las Sentencias dice que no se afirma que el hombre tenga libre albedrío porque sea capaz de pensar o hacer tanto lo bueno como lo malo, sino solamente porque no está coaccionado a ello y su libertad no se ve impedida, aunque nosotros seamos malos y siervos del pecado y no podamos hacer otra cosa sino pecar.

Sólo el sentimiento de nuestra pobreza nos permite glorificar a Dios y recibir sus gracias

Me veo obligado a repetir aquí otra vez lo que dije al principio de este capítulo, a saber: que ha adelantado notablemente en el conocimiento de sí mismo, quien se siente abatido y confundido con la inteligencia de su calamidad, pobreza, desnudez e ignorancia. Porque no hay peligro alguno de que el hombre se rebaje excesivamente, con tal que entienda que en Dios ha de recobrar todo lo que le falta. Al contrario, no puede atribuirse ni un adarme más de lo que se le debe, sin que se arruine con una vana confianza y se haga culpable de un grave sacrilegio, al atribuirse a sí mismo la honra que sólo a Dios se debe. Evidentemente, siempre que nos viene a la mente este ansia de apetecer alguna cosa que nos pertenezca a nosotros y no a Dios, hemos de comprender que tal pensamiento nos es inspirado por el que indujo a nuestros primeros padres a querer ser semejantes a Dios conociendo el bien y el mal. Si es palabra diabólica la que ensalza al hombre en sí mismo, no debíamos darle oídos si no queremos tomar consejo de nuestro enemigo. Es cosa muy grata pensar que tenemos tanta fuerza que podemos confiar en nosotros mismos. Pero a fin de que no nos engolosinemos con otra vana confianza, traigamos a la memoria algunas de las excelentes sentencias de que está llena la Sagrada Escritura, en las que se nos humilla grandemente.

El profeta Jeremías dice: «Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo» (Jer. 17:5). Y: -(Dios) no se deleita en la fuerza del caballo, ni se complace en la agilidad del hombre; se complace Jehová en los que le temen, y en los que esperan en su misericordia (Sal. 147: 10). Y: «Él da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas; los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan en Jehová tendrán nuevas fuerzas» (ls.40:29-31). Todas estas sentencias tienen por fin que ninguno ponga la menor confianza en sí mismo, si queremos tener a Dios de nuestra parte, pues Él resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (Sant. 4:6).

Recordemos también aquellas promesas: «Yo derramaré aguas sobre el sequedal y ríos sobre la tierra árida» (Is. 44:3). Y: «A todos los sedientos: Venid a las aguas» (Is. 55:l). Todas ellas y otras semejantes, atestiguan que solamente es admitido a recibir las bendiciones divinas el que se encuentra abatido con la consideración de su miseria. No hay que olvidar otros testimonios, como el de Isaías: “El sol nunca más te servirá de luz para el día, ni el resplandor de la luna te alumbrará, sino que Jehová te será por luz perpetua» (ls.60:19). Ciertamente, el Señor no quita a sus siervos la claridad del sol ni de la luna, sino que, para mostrarse Él solo gloriosamente en ellos, les quita la confianza aun de aquellas cosas que a nuestro parecer son las más excelentes.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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